domingo, 4 de septiembre de 2011

Elegías de Duino, Rainer María Rilke


Rainer María Rilke
(Praga, 1875 - Suiza, 1926)

LAS ELEGIAS DE DUINO (1922)
Versión y notas de José Joaquín Blanco
Publicado en La iguana del ojete (Invierno, 1993)


(Propiedad de la princesa Marie von
Thurn und Taxis-Hohenlohe)
 [1]


La primera elegía

¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel [2]
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo
más íntimo.

Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada? (¿Dónde intentas
alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?).
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa, [3]
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.

Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero
escucha el soplo, las noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa? [4]
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.

Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos, [5]
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?
La segunda elegía
Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco
a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes
son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?,
cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral
sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje,
ya no tremendo (muchacho para el muchacho,
que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel,
el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso,
que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo
alto, nos mataría. ¿Quién es usted?
Tempranos afortunados, ustedes, los mimados
de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja
del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad
floreciente, coyunturas de la luz, corredores,
escalones, tronos, espacios del ser, escudos
deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente
arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos,
ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios
rostros, la propia belleza que han irradiado.

Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos;
ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos,
nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada
vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí,
entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena
de ti..., ¿de qué sirve? Él no puede retenernos,
nos desvanecemos en él y en torno suyo.
Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene?
Incesantemente la apariencia llega y se va de sus
rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma
de nosotros lo que es nuestro, como el calor
de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh,
mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva
ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces
el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe
a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente
lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como
por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos
tan entremezclados en sus facciones, como la vaga
expresión en los rostros de las mujeres preñadas?
Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso
a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).

Los amantes podrían, si lo comprendieran,
hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece
que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas
que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos
de largo sobre todas las cosas como un cambio
de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad
por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.

Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro,
les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran
a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que
mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado
se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero
quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras
es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno
en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado:
“Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas
manos, más exuberantes, como años de grandes uvas;
los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha
expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros.
Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia
retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes,
los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes
sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos,
por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando
ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada,
y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana
y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín:
Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo
los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca
y se unen —bebida con bebida—: ¡oh, de qué manera
tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!

¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas, [6]
de la prudencia de los gestos humanos? El amor
y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado
ligeramente sobre los hombros, como si se tratara
de seres hechos de otra materia que nosotros?
Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque
hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos
lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro,
tocarnos así; que los dioses nos aprieten
con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses.
Si nosotros encontráramos también una pura, contenida,
estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre
río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede
tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo
a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través
de cuerpos divinos, en los que se contenga más.
La tercera elegía
Una cosa es cantar a la amada. Otra, ay, ese oculto,
culpable, río dios de la sangre. Aquél a quien ella
lejanamente conoce, su muchacho, ¿qué sabe él,
realmente, del señor del placer, quien con frecuencia,
desde su soledad, antes de que la muchacha lo sosegara,
incluso como si ella no existiera, oh, chorreando
de qué incognoscible, levantaba su cabeza de dios,
convocando a la noche a la revuelta interminable?
Oh, Neptuno de la sangre; oh, su terrible tridente.
Oh, el oscuro viento de su pecho desde la retorcida
caracola. Escucha cómo la noche se ahonda y ahueca.
Ustedes, estrellas, ¿acaso no viene de ustedes, el placer
del amante en el rostro de su amada? ¿No recibió
el amante su íntima visión del puro rostro de la amada,
del astro puro?

NI tú, ay, ni su madre, al muchacho,
le tendieron tan expectante arco de las cejas.
No fue junto ti, muchacha que sientes al muchacho, no
fue junto ti, que sus labios se curvaron
en la expresión más fértil. ¿De veras crees que tu leve
aparición lo sacudió, tú, la que camina como brisa
matinal? Le aterraste el corazón, sí, pero terrores
más antiguos se arrojaron sobre él durante el choque
en que ustedes se unieron. Llámalo... tu llamado
no lo separará del todo del compañero oscuro. Cierto,
él quiere, se escapa; aliviado, se acostumbra
a tu corazón secreto, se toma a sí mismo y empieza.
¿Pero empezó él alguna vez? Madre, tú lo hiciste
pequeño, tu fuiste quien lo empezó; para ti fue nuevo,
tú doblaste sobre los ojos nuevos el mundo amistoso
y rechazaste el extraño. ¿Dónde, ay, quedaron los años
cuando tú apartabas de él, con sólo tu delgada figura,
al bullente caos? Así le escondiste muchas cosas;
el cuarto, sospechoso en las noches, se lo hiciste
inofensivo; con tu corazón lleno de refugio mezclaste
a su espacio nocturno un espacio más humano.
No en la oscuridad, no, sino dentro de tu ser
más cercano, pusiste la lámpara, que brillaba
como surgida de la amistad. En ningún lugar
ni un crujido que no explicaras sonriendo,
como si desde mucho tiempo atrás supieras, cuándo
las duelas se comportan así...Y él te escuchó
y se sosegó. De tanto era capaz, tiernamente,
cuando se alzaba, tu presencia; detrás del armario
se levantó, en abrigo, su destino, y su intranquilo
futuro fue semejante a los pliegues de la cortina,
que se remueven con facilidad.

Y El, el que ha recibido alivio, acostado, bajo
párpados adormecidos disolviendo tu ligera dulce
figura, mientras saborea su antesueño, parecía
protegido... Pero, dentro: ¿quién defendía,
quién dentro de él impedía las altas mareas del origen?
Ay, ninguna medida de precaución había ahí,
en el durmiente; durmiendo, pero soñando, pero
enfebrecido: ¡cómo se aventuraba! El, el nuevo,
el medroso, cómo se atascó entre las proliferantes
lianas del acontecimiento interior, enmarañado hasta
ser algo exótico, una maleza estrangulante, bestiales
formas que se daban caza. Cómo se entregaba. Amaba.
Amaba su interior, su selva interna, este bosque
originario en él, sobre cuyo mudo ser de derrumbes, [7]
de un verde luminoso, su corazón se levantaba. Amaba.
Lo abandonó, siguió adelante por las propias raíces
hacia el poderoso origen, donde su pequeño nacimiento
ya había sobrevivido. Amando, descendió a la sangre
más vieja, a los barrancos donde yace lo terrible,
todavía ahíto de los padres. Y todos los terrores
lo conocieron, le guiñaron, como si estuvieran
de acuerdo. Sí, lo horrible sonrió... Rara vez
has sonreído con tal ternura, madre. Cómo él no iba
a amar lo que le sonreía. Antes que a ti lo amó a él,
pues cuando lo concebías, ya estaba disuelto en el agua,
que aligera el germen.

Mira, nosotros no amamos, como las flores, gestados
durante un solo año; nos sube, cuando amamos,
por los brazos, una savia inmemorial. Oh, muchacha,
esto: que nosotros no amamos dentro en nuestro adentro,
lo único, ni lo venidero, sino a la fermentación
innumerable; no al niño individual, sino a los padres,
que como los escombros de la montaña fundamentan
nuestro suelo; sino como el seco lecho del río
de madres antiguas; sino todo el paisaje silencioso
bajo el destino nublado o claro: esto llegó antes
que tú, muchacha. Y tú misma, ¿qué sabes?; tú
conjuraste lo primigenio en el amante. Qué sentimientos
bulleron, emergiendo de los seres desaparecidos.
Cuántas mujeres te odiaron en él. ¿Qué hombres
tenebrosos excitaste en las venas del muchacho?
Niños muertos trataron de ir hacia ti... Oh, suave,
suavemente, muéstrale una jornada diaria, amorosa
y segura; llévalo al jardín, dale el contrapeso
de las noches,
conténlo...
La cuarta elegía
Oh árboles de vida, ¿cuándo el invierno?
Nosotros no vamos al unísono. No somos sensatos
como las aves migratorias. Retrasados y tardíos,
nos imponemos repentina, forzadamente a los vientos,
y nos derrumbamos sobre un estanque indiferente.
Sabemos al mismo tiempo florecer y marchitarnos.
Y por algún lado andan todavía los leones y no saben,
mientras siguen siendo majestuosos, de impotencia alguna.
Pero nosotros, cuando queremos una cosa, siempre,
ya estamos acariciando la otra. La hostilidad
es en nosotros lo primero. ¿Acaso los amantes
no están siempre poniéndose límites, uno a el otro,
ellos, que se prometían espacios, presa, hogar?
Ahí, para un dibujo instantáneo, se elabora
penosamente un fondo de contradicciones, de modo
que lo veamos; pues somos demasiado claros,
no conocemos por dentro el contorno del sentimiento, sino
solamente lo que se forma por fuera. ¿Quién no se sentó
inquieto frente al telón de su corazón? El telón
se levantó: el escenario era de despedida. Fácil
de entender. El jardín conocido, y oscilaba un poco:
entonces apareció primero el bailarín. No éste. Basta.
Y aunque sea ligero al actuar, está disfrazado
y se convierte en un burgués, que cruza por su cocina,
entra a casa. No quiero estas máscaras a medio llenar,
prefiero la marioneta. Está llena. Quiero soportar
sobre mí su cáscara, el alambre, su rostro meramente
exterior. Aquí. Ya estoy adelante. Incluso si apagan
las luces, si me dicen: "Ya se acabó"; incluso si
del escenario llega el vacío con la gris ráfaga de aire;
incluso si ninguno de mis silenciosos ancestros continúa
sentado junto a mí, ninguna mujer, ni siquiera
el muchacho de los ojos bizcos, cafés8: me quedo,
a pesar de todo. Siempre hay algo qué ver.

¿No tengo razón? Tú, a quien en mí la vida
supo tan amarga, cuando probaste la mía, padre,
la primera infusión turbia de mi deber;
conforme yo crecí seguiste probándola, y todavía
ocupado en el regusto de un futuro tan extraño,
examinabas mi mirada empañada; tú, padre mío, desde
que estás muerto, dentro de mí, en mi esperanza,
con frecuencia tienes miedo, y me envías serenidad,
como la tienen los muertos, reinos de serenidad,
para mi pizca de destino, ¿no tengo razón? Y ustedes,
¿no tengo razón?, ustedes, las que me amaron
por el pequeño comienzo de amor hacia ustedes,
del que siempre me aparté, porque, para mí, el espacio
dentro de vuestros rostros, aunque lo amara,
se transformaba en un espacio cósmico
donde ustedes ya no estaban... ¿No tengo razón
en esperar, cuando me siento con ganas de esperar,
frente al teatro de títeres? ¿No la tengo, en mirarlo
tan intensamente, de modo que, para contrapesar
mi espectáculo, finalmente haya de venir un ángel,
a manera de actor, que ponga en pie los muñecos?
Angel y marioneta: por fin hay espectáculo. Entonces
se une lo que nosotros siempre desgarramos con solo
estar aquí. Sólo entonces surge de nuestros propios
cambios de estación el círculo de todo el cambio.
Encima de nosotros y más allá entonces actúa el ángel.
Mira, los moribundos, ¿no han de sospechar acaso cómo
todo lo que aquí realizamos es, completamente,
un pretexto? Ninguna cosa es ella misma. Ah, horas
de infancia, cuando detrás de las figuras había algo más
que el mero pasado, y delante de nosotros, ningún futuro.
Cierto, crecíamos, y a veces nos empeñábamos en hacernos
mayores demasiado rápido, en parte por amor a aquéllos,
que ya no tenían otra cosa que el ser mayores.
Y sin embargo, cuando estábamos en nuestra soledad
nos divertíamos con la permanencia y perdurábamos ahí,
en la brecha entre el mundo y el juguete, en un lugar
que desde el principio se había establecido para
un acontecimiento puro.

¿Quién mostrará un niño, tal como existe? ¿Quién
lo colocará en la constelación y le dará en la mano
la medida de la distancia? ¿Quién hará la muerte niña
con pan gris, que se endurece? ¿O se la dejará ahí,
en la boca redonda, como en el corazón de una hermosa
manzana?... Los asesinos son fáciles de entender. Pero
esto: la muerte, la muerte total, aun antes de contener
la vida tan dulcemente, y no ser malo, es
indescriptible.
La quinta elegía
Dedicada a Frau Hertha Koening [9]
¿Pero quiénes son ellos, dime, los ambulantes, los que
son un poco más fugaces aún que nosotros mismos,
los urgentemente retorcidos, desde pequeños, por qué
—¿por amor de quién?— voluntad nunca satisfecha?
Pero ella los retuerce, los dobla, los entrelaza, los
hace girar, los arroja y los vuelve a atrapar;
como provenientes de un aire aceitado y más terso,
bajan a la alfombra desgastada, luida por su salto
perpetuo, a esta alfombra perdida en el universo.
Colocada como un parche, como si ahí el cielo
de los suburbios hubiese herido la tierra.
Y apenas ahí,
derecha, presente y revelada: la gran inicial
del Estar-Ahí [10]..., pues incluso a los hombres
más fuertes los aplasta nuevamente, por broma, la mano
crispada siempre próxima, como a un plato de estaño
Augusto el Fuerte en la mesa. [11]
Ay, y alrededor de este
centro, la rosa del espectáculo: [12]
florece y se deshoja. Alrededor de este pisón,
este pistilo, reencontrado por su propio polvo florido,
para volver a fecundar el fruto aparente del tedio,
su tedio nunca consciente —reluciendo con la más
delgada superficie de ligera, aparente sonrisa.

Ahí, el marchito, arrugado levantador de pesos, [13]
el viejo, el que ya nada más toca el tambor,
contraído dentro de su piel poderosa, como si antes
hubiera contenido dos hombres, y ya uno
yaciera ahora en el panteón, y él sobreviviera al otro,
sordo y a veces un poco
confundido en la piel viuda.

Pero el joven, el hombre, como si fuera el hijo
de un pescuezo y de una monja: tirante, relleno, tenso
de músculos y de simpleza.

Oh, ustedes,
a los que en otro tiempo, una pena, que era pequeña
todavía, los recibió, como juguete, en una
de sus largas convalecencias...

Tú, que caes con el golpe
que sólo las frutas conocen, verde todavía,
diariamente cientos de veces del árbol del movimiento
construido en común [14] que, más rápido que el agua,
en escasos minutos tiene primavera, verano y otoño),
cae y golpea sobre la tumba;
algunas veces, a media pausa, quiere asomar en ti
un amable rostro para tu madre, rara vez tierna,
pero se pierde sobre tu cuerpo, que lo consume
en su superficie, el tímido gesto apenas intentado...
Y nuevamente el hombre da una palmada anunciando
el salto a tierra, y antes de que, en las cercanías
del corazón siempre encarrerado, se distinga en ti
claramente un dolor, le llega el ardor
de las plantas de los pies a él, su salto originario:
primero en ti, en los ojos, con un par de lágrimas
fugitivas, físicas. Y sin embargo, a ciegas,
la sonrisa...

¡Angel! Oh, tómala, arráncala, la hierba curativa,
florida y pequeña. Haz una vasija, ¡guárdala! Colócala
entre esos goces que todavía no están abiertos
para nosotros; en una urna hermosa alábala
con una inscripción elocuente y florida:
“Subrisio Saltat” [15]
Entonces tú, preciosa,
tú, de los goces más excitantes
muda omisión. Quizás son
tus rizos dichosos para ti;
o sobre los jóvenes
pechos tensos, la seda verde, metálica,
se sienta interminablemente mimada y no le falta nada.
Tú,
colocada una y otra vez de modo diferente, sobre
todos los oscilantes platillos de la balanza,
fruta de la serenidad, llevada al mercado,
públicamente, entre los hombros.

¿Dónde, oh dónde está el lugar —lo llevo
en el corazón— donde ellos, ni de lejos, podían
desprenderse unos de otros, como encabalgándose,
no exactamente como animales apareados; donde los pesos
de la balanza todavía tienen gravidez, donde todavía,
de sus varas inútilmente oscilantes, los platillos
se tambalean...

Y de pronto, en este penoso ningún lado, de pronto,
el inefable sitio donde el puro demasiado-poco
incomprensiblemente se transforma, trocándose
en ese vacío demasiado-mucho.
Donde la cifra de muchos números
se queda sin ninguno.

Plazas, oh plaza en París, teatro interminable,
donde la modista, Madame Lamort,
enlaza, teje los incansables caminos del mundo, cintas
infinitas, y encuentra nuevas formas de enlazarlas:
volantes, flores, escarapelas, frutas artificiales,
todas falsamente coloreadas, para los baratos
sombreros de invierno del destino.

* * * *

Angel: si hubiera una plaza que no conociéramos, y ahí,
sobre una alfombra inefable, los amantes mostraran
aquéllas, las que aquí nunca lograron hacer posibles:
las audaces, altas figuras de los impulsos del corazón:
sus torres de placer, levantadas desde hace mucho,
donde nunca hubo suelo, solamente escalones
que se apoyan uno en otro, temblorosos —si pudieran
hacerlo, ante los espectadores en corro, entonces,
¿los innumerables muertos silenciosos, arrojarían
sus últimas, siempre ahorradas, siempre secretas,
desconocidas para nosotros, eternas monedas vigentes
de la felicidad, ante la pareja, por fin verdaderamente
sonriente, sobre la apaciguada
alfombra?
La sexta elegía
Higuera: desde hace cuánto tiene sentido para mí
cómo omites las flores casi por completo,
y dentro del fruto tempranamente resuelto,
sin pompa alguna, encajas tu secreto puro.
Como el tubo de la fuente, tu curva rama impulsa
la savia hacia arriba y hacia abajo: y brota del sueño,
casi sin despertarse, a la dicha de su más dulce
resultado. Mira: como el dios en el cisne.
... Pero nosotros nos demoramos
ay, celebrándonos en el florecer, y ya delatados,
entramos en el meollo retrasado de nuestro fruto
perecedero. En algunos el impulso de la acción afluye
con tal fuerza, que ya se aprestan y arden
en la abundancia del corazón, cuando la seducción
de florecer, como suave viento nocturno, les roza
la juventud de la boca, los párpados:
son quizás los héroes y los destinados pronto para
el otro lado, aquéllos a quienes la muerte jardinera
les tuerce las venas de manera diferente.
Estos se arrojan hacia adelante: a su propia sonrisa
preceden, como el grupo de caballos en la imagen
suavemente moldeada en Karnak del rey victorioso.

Pues extrañamente cercano es el héroe a los jóvenes
muertos. La duración no lo estrecha. Su camino
ascendente es la existencia. Continuamente se remonta
y entra en la cambiada constelación de su constante
peligro. Ahí lo encontrarían unos cuantos. Pero
el destino, que nos oculta tenebrosamente, súbitamente
exaltado, lo canta, introduciéndolo en la tormenta
de su mundo rugiente. A nadie escucho como a él.
De un golpe me traspasa, con el aire en ráfagas, su tonada sombría.

Entonces, con qué gusto me escondería de la nostalgia:
Oh, si yo fuera, si fuera un muchacho, y pudiera
todavía llegar a serlo, y sentarme, apoyado
en brazos futuros, leyendo sobre Sansón,
cómo su madre parió primero nada, y luego todo.

¿No era ya héroe en ti, oh madre, no empezó
ya ahí, en ti, su elección soberana?
Miles fermentaban en el vientre y querían ser él,
pero mira: él cogió y escogió, eligió y pudo.
Y si derribó las columnas, ello ocurrió cuando irrumpió
fuera del mundo de tu cuerpo, en el mundo más estrecho,
donde siguió eligiendo y pudiendo. ¡Oh madres
de héroes! ¡Oh veneros de torrentes impetuosos!
Vuestros barrancos, en los que, desde lo alto del borde
del corazón, lamentándose, ya las muchachas
precipitadas, víctimas futuras para el hijo.
Pues cuando el héroe llegó atronando, a través
de las estaciones del amor, todo corazón que por él
latía lo alzó y lo alejó más de sí: ya apartado,
él permanecía de pie al final de las sonrisas, vuelto
otro.
La séptima elegía
Ya no cortejar, no hacer la corte; voz emancipada
sea la naturaleza de tu grito; aunque gritaste
con la pureza del ave, cuando la nueva estación lo alza,
casi olvidando que es un inquieto animal y no solamente
un corazón único lo que ella lanza a las alturas,
a los cielos íntimos. Como él, así, nada menos,
seguramente también cortejarías una amiga,
todavía invisible, la silenciosa, que supiera de ti;
en la que lentamente una respuesta despierta,
se calienta al ser escuchada: para tu osado
sentimiento, la que siente, encendida.
Oh y la primavera comprendería, no hay lugar donde
no se oyera la tonada de la anunciación. Primero
esa pequeña algarabía interrogativa,
a la que con creciente calma rodea, desde la lejanía,
con su silencio, un día afirmativo, puro.
Luego los escalones ascendentes, escalones sonoros,
hacia el soñado templo del futuro; luego el gorjeo,
el surtidor, que en su chorro impetuoso ya anticipa
la caída en juego promisorio... Y delante, el verano.
No solamente todas las mañanas del verano, no solamente
cómo ellas se transforman en día e irradian
comienzo. No solamente los días que son suaves, alrededor
de flores, y arriba, de árboles bien conformados,
fuertes y poderosos. No sólo el fervor de estas fuerzas
desplegadas, no sólo los caminos, no sólo los prados
en la tarde, no sólo, después de la tormenta tardía,
la claridad respirada. No sólo el sueño próximo y un
presentimiento, al atardecer... ¡Sino las noches!,
sino las noches altas, las noches de verano.
Sino las estrellas, las estrellas de la tierra.
¡Oh, ya estar muerto, y conocerlas interminablemente,
todas las estrellas: pues cómo, cómo, cómo olvidarlas!

Mira, he llamado a la amante. Pero no vendría sólo
ella... De tumbas endebles saldrían muchachas
y estarían aquí... ¿Pues cómo restringiría,
cómo, la llamada de mi llamado? Los hundidos siempre
buscan aún la tierra. Ustedes, niños: una cosa
aquí aprendida de una buena vez valdría por muchas.
No crean ustedes que el destino es más de lo que cupo
en la infancia; con qué frecuencia ustedes rebasarían
al amado, jadeando, jadeando por la carrera bendita,
en pos de nada, en campo abierto. Estar aquí
es magnífico. Ustedes lo sabían, chicas, también
ustedes, las al parecer incapaces de hundirse, ustedes,
en las callejuelas más odiosas de las ciudades,
supurantes, o abiertas a la inmundicia. Pues para cada
una de ustedes hubo una hora, quizás ni una hora
completa, apenas medible en medidas de tiempo, entre
dos momentos, donde tuvieran realmente existencia.
Toda. Las venas llenas de existencia.
Sólo que olvidamos tan fácilmente lo que el vecino,
riendo, ni nos confirma ni nos envidia. Visiblemente
queremos alzarlo, mientras que la dicha más visible,
en realidad, sólo se nos da a conocer cuando
la transformamos interiormente.

En ningún lugar, amada, existirá el mundo sino adentro.
Nuestra vida avanza transformando. Y decrece cada vez
más lo de afuera, hasta la insignificancia. Donde hubo
una casa permanente, se nos propone ahora, de través,
una figura mental, completamente perteneciente
a la imaginación, como si estuviera del todo aún
en el cerebro. Amplios graneros de fuerza se crea
el espíritu del tiempo, amorfos como el tenso impulso
que obtiene de todo. Ya no conoce templos. Este derroche
del corazón lo ahorramos en secreto. Sí, donde sobrevive
todavía una cosa, una sola cosa a la que en otro tiempo
se rezaba, se veneraba, o frente a la cual arrodillarse,
ya se remonta, tal como es, a lo invisible. Muchos
ya no la advierten; carecen de la ventaja de construirla
ahora, internamente, con columnas y estatuas,
¡más grande!

Cada sorda vuelta del mundo tiene tales desheredados,
a quienes no pertenece ni lo anterior ni, todavía,
lo venidero. Pues aun lo venidero más cercano está lejos
de los hombres. Y esto no debe desconcertarnos, sino
fortalecernos en la conservación de la forma aun
reconocida. Esto estuvo en pie alguna vez entre
los hombres, estuvo en mitad del destino; estuvo
en el aniquilador desconocido, en mitad del hacia dónde,
como si existiera; y dobló hacia sí las estrellas
de los cielos garantizados. Angel, a ti también
te lo muestro, ¡ahí! Que en tu mirada se ponga en pie,
finalmente salvado, ahora finalmente erguido. Columnas,
pilonos, [16] la esfinge, la ambiciosa resistencia gris,
en la ciudad que se desvanece, o en la extranjera, de la catedral.

¿No fue esto un milagro? ¡Maravíllate, oh Angel, pues eso
somos nosotros, nosotros! ¡Oh tú, el grande, cuéntalo!:
que nosotros fuimos capaces de algo así, mi aliento
no alcanza para celebrarlo. De modo que, a pesar de todo,
no hemos desperdiciado los espacios, estos generosos
espacios nuestros. (Qué terriblemente grandes deben ser,
para que en milenios nuestro sentimiento no los colmara.)
Pero una torre fue grande, ¿no es cierto? Oh ángel,
lo fue. ¿Fue grande, aun junto a ti? Chartres fue
grande, y la música llegó más lejos aun y nos sobrepasó.
Sin embargo, incluso solamente una amante, oh, sola
en la ventana nocturna... ¿te llegaba siquiera
a la rodilla? No creas que estoy cortejando, ángel,
¡y aun si te cortejara! No vienes. De modo que mi
llamada es siempre totalmente de ida; contra corriente
tan vigorosa no puedes andar. Como un brazo extendido
es mi llamada. Y su mano, abierta hacia arriba
para alcanzar, permanece ante ti, abierta,
como defensa y como advertencia,
inasible, lejos allá arriba.
La octava elegía
Dedicada a Rudolf Kassner
Con todos los ojos ve la criatura
lo abierto. Pero nuestros ojos están
como al revés, y completamente en torno suyo,
la cercan como trampas, alrededor de su libre salida.
Sólo sabemos lo que hay afuera por la cara del animal,
pues ya desde el principio volteamos al niño
y lo forzamos a que vea de espaldas la creación,
no lo abierto, que en la mirada animal es tan profundo.
Libre de la muerte. Sólo nosotros la vemos;
el libre animal tiene su final siempre detrás
y delante de sí a Dios, y cuando anda, anda
en la eternidad, como andan las fuentes.
Nunca tenemos, ni siquiera un solo día, el espacio puro
delante de nosotros, donde las flores se abren
interminablemente. Siempre está el mundo,
y nunca ninguna parte sin no: la pura, la no vigilada,
la que uno respira e interminablemente conoce y no
anhela. De niño se pierde uno tranquilamente en ella
y nos despiertan a sacudidas. O alguien muere y ya.
Porque cerca de la muerte uno ya no ve a la muerte,
y mira fijamente hacia afuera, quizás con gran mirada
animal. Los amantes —si no estuviera el otro,
que obstruye la vista— se acercan y se asombran...
Como por equivocación, está abierto para ellos detrás
del otro... Pero ninguno avanza y el mundo se queda
de nuevo para él. Siempre vueltos hacia la creación,
vemos solamente sobre ella el reflejo de lo libre,
oscurecido por nosotros. O que un animal, mudo, alza
los ojos tranquilamente y ve a través y a través de nosotros.
Esto se llama destino. Estar en frente y nada más que eso,
y siempre en frente.
Si existiera una conciencia como la nuestra en el seguro
animal que viene hacia nosotros en otra dirección,
nos volcaría con su paso. Pero su ser es para él
infinito, inasible, no tiene vista hacia su condición; es
puro, tal como su mirada abierta hacia delante. Y donde
nosotros vemos el futuro, ahí él ve el todo, y a sí mismo
en el todo, y salvado para siempre.

Y sin embargo hay en el vigilante, cálido animal
el peso y la inquietud de una gran melancolía.
Pues él también siempre lleva consigo lo que a nosotros
con frecuencia nos abruma, el recuerdo,
como si el sitio hacia donde corremos como impelidos,
alguna vez hubiera estado más cerca, hubiese sido más
leal, su contacto infinitamente tierno. Aquí todo
es distancia, allá todo era aliento. Después
de su primer hogar el segundo es para él híbrido
y mudable. Oh, santidad de la criatura pequeña,
que permanece siempre en el vientre que la parió.
Oh, suerte del mosquito, que aun adentro retoza,
incluso en sus bodas: pues el vientre es todo.
Y mira, la media seguridad del pájaro que, desde
su origen, casi conoce ambas cosas, como si fuera un alma
de los etruscos, [17] salida de un muerto, a quien
un espacio acogió, pero con la figura yacente como tapa.
Y qué perplejo está quien debe volar, y proviene
de un vientre. Como espantado de sí mismo, zigzaguea
en el aire, como cuando una grieta se abre en una taza.
Así cruza el rastro del murciélago la porcelana del anochecer.

Y nosotros: siempre espectadores, en todas partes,
¡vueltos hacia el todo, nunca hacia afuera! El todo
nos colma. Lo ordenamos. Se desintegra. Lo volvemos
a ordenar y nos desintegramos nosotros mismos.

¿Quién nos ha volteado así, que hagamos lo que hagamos,
mantenemos la actitud de alguien que se va? Como quien,
desde la última colina, que le muestra una vez más todo
su valle, voltea, se detiene, permanece un momento,
así vivimos nosotros, y siempre nos estamos despidiendo.
La novena elegía
¿Por qué, si es posible llevar el plazo de la existencia
como un laurel, [18] un poco más verde que todo
lo otro verde, con pequeñas ondulaciones en la orilla
de cada hoja (como una sonrisa del viento): por qué,
entonces, tener que ser humanos -y, evitando el
destino, anhelar destino?...
Oh, no porque haya felicidad,
esa prematura ganancia de una pérdida cercana...
No por curiosidad, ni como ejercicio del corazón,
que también pudiera estar en el laurel...
Sino porque es mucho estar aquí, y porque al parecer nos
necesita todo lo de aquí, lo fugaz, de manera extraña
nos concierne. A nosotros, los más fugaces. Todo una
vez, sólo unaUna vez y nada más. Y nosotros también
una vez. Nunca otra. Pero este
haber sido una vez, aunque sea una sola:
haber sido terrenal, no parece revocable.

Y así nos urgimos y queremos llevarlo a cabo,
queremos contenerlo en nuestras simples manos,
en nuestra mirada cada vez más colmada y en el corazón
atónito. Queremos llegar a serlo. ¿Dárselo a quién? Mejor
consérvalo todo para siempre... Ah, por el otro lado,
ay, ¿qué se lleva uno más allá? No la mirada, la aquí
lentamente aprendida, ni nada de lo que ocurrió aquí.
Ninguna cosa. Entonces, los dolores. Entonces sobre todo
la pesadumbre, entonces la larga experiencia del amor;
entonces lo puramente indecible. Pero luego, bajo
las estrellas, ¿qué ha de ser de eso? Ellas son mejores
inefables. Pues bajando por la falda de la montaña,
el caminante tampoco trae al valle un puñado de tierra,
la inefable para todos, sino una palabra ganada, pura,
la genciana [19] amarilla y azul. ¿Acaso estamos aquí
para decir: casa, puente, fuente, puerta, jarra, árbol
frutal, ventana; a lo más: columna, torre?... Sino
para decir, compréndelo, oh para decirlo así, como
íntimamente las cosas mismas nunca creyeron serlo. ¿No es
la secreta astucia de esta callada tierra, cuando
impulsa a los amantes, que en su sentimiento, todas
y cada una de las cosas se arroben?
Umbral: ¿qué es para dos
amantes, gastar su propio, viejo umbral de la puerta
un poco, también ellos, después de los muchos
que los precedieron y antes de los venideros...? Poca cosa.

Aquí está el tiempo de lo decibleaquí su patria.
Habla y confiesa. Más que nunca
van cayéndose las cosas, las que podemos vivir, pues
lo que las sustituye, desplazándolas, es un hacer sin imagen.
Actuar bajo costras, que por sí mismas revientan,
tan pronto por dentro la actividad las rebasa y se limita
de otra manera. Entre los martillos persiste
nuestro corazón, como entre los dientes
la lengua, que sin embargo
continúa alabando.

Alabe el mundo al ángel. No el mundo inefable. Ante
el ángel no puedes jactarte de tu sentir esplendoroso;
en el universo, donde él, más sensible, siente, eres
un novato. Por esto, muéstrale lo sencillo,
lo configurado de generación en generación, lo que
como cosa nuestra vive junto a la mano y en la mirada.
Dile las cosas. Se quedará más asombrado, como
lo estuviste tú junto al cordelero en Roma o al alfarero
en el Nilo. Muéstrale qué feliz puede ser una cosa, qué
libre de culpa y qué nuestra; cómo el propio dolor
que se queja se encamina, puro, hacia la forma, sirve
como una cosa, o muere en una cosa —y felizmente escapa
del violín, rumbo al otro lado. Y estas cosas, que viven
en el camino de salida, entienden que las alabas;
pasajeras, nos creen algo que salva, a nosotros, los más
pasajeros. Quieren que las transformemos por completo,
dentro del corazón invisible, ¡en —oh, infinitamente—
nosotros!, quienesquiera que finalmente seamos.

Tierra, ¿no es esto lo que quieres: invisible
resurgir en nosotros? ¿No es tu sueño
ser alguna vez invisible? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Cuál, si no la transformación, es tu misión urgente?
Tierra, tú, amada, yo quiero. Oh, créeme: no necesitas
más de tus primaveras para ganarme para ti, una,
ay, una sola es ya demasiado para la sangre.
Sin palabras estoy por ti decidido, desde hace mucho.
Siempre tuviste razón, y tu idea santa
es la muerte íntima.
Mira, yo vivo. ¿De dónde? Ni la infancia ni el futuro
son menos... Existencia de sobra
me mana en el corazón.
La décima elegía
Que un día, a la salida de esta visión feroz, eleve yo
mi canto de júbilo y gloria hasta los ángeles, que asentirán.
Que de los claros martillazos [20] del corazón, ninguno
golpee mal en cuerdas flojas, dudosas o que se rompan.
Que mi rostro fluido me haga más resplandeciente:
que el llanto imperceptible florezca. Oh, entonces, cómo
me serán queridas ustedes, noches de aflicción.
Cómo no me arrodillé más ante ustedes, hermanas
inconsolables, para recibirlas; cómo no me abandoné
a mí mismo, más suelto todavía, en su suelto cabello.
Nosotros, derrochadores de dolores. Cómo por anticipado
los divisamos en la triste duración: por si tal vez
tienen final. Pero ellos son, desde luego, nuestro
follaje de invierno, nuestro oscuro verde perenne,
uno de los tiempos del año secreto, no sólo tiempo—;
son lugar, asentamiento, lecho, suelo, domicilio.

Por cierto, ay, qué extrañas son las callejuelas
de la Ciudad del Dolor, donde en el falso silencio,
fuerte, hecho de gritería, lo que ha sido vertido
del molde del vacío alardea: el dorado estrépito,
el monumento estallante. Oh, cómo un ángel
les aniquilaría, sin dejar rastro, el mercado
de consuelos, al que la iglesia rodea, la que compraron
prefabricada: limpia, cerrada y desengañada como
una oficina de correos en domingo. Fuera, en cambio, cómo
se encrespan las orillas de la feria. ¡Columpios
de la libertad! ¡Buzos y malabaristas del afán!
Y el tiro al blanco de la felicidad acicalada,
con figuritas, donde los blancos se tambalean
como de hojalata cuando son alcanzados por un tirador
más atinado. Del aplauso hacia el azar, sigue él,
a traspiés; pues se anuncian puestos de todo tipo
de curiosidades, tocan al tambor y chillan. Pero hay
para los adultos algo más especial que ver: cómo
se multiplica el dinero, anatómicamente, no sólo
por diversión: el órgano genital del dinero, todo,
el conjunto, el procedimiento, esto instruye y hace
fértil...
...Oh, pero ahí junto, afuera, detrás de
las últimas palizadas, tapizadas de anuncios
de "Sin Muerte", de esa amarga cerveza, que parece dulce
a sus bebedores, siempre y cuando mastiquen con ella
diversiones frescas..., exactamente a espaldas
de las palizadas, exactamente detrás, está lo real.
Los niños juegan, los amantes se toman uno al otro,
apartados, con seriedad, en la pobre hierba, y los perros
tienen la naturaleza. El muchacho es atraído más allá;
quizás ama a una joven Lamentación... Tras ella va
por praderas. Ella dice: —Lejos. Vivimos allá afuera.
—¿Dónde? Y el muchacho sigue. Ella lo conmueve con su
actitud. El hombro, el cuello... quizás ella es de noble
origen. Pero la deja, se da la vuelta, mira en torno,
hace una seña... ¿Qué se ha de hacer? Ella es una
Lamentación.

Sólo los muertos jóvenes, en la primera condición
de serenidad atemporal, la deshabituación, la siguen
con amor. Ella aguarda a las chicas y se hace amiga
de ellas. Silenciosamente les muestra lo que lleva
consigo. Perlas de dolor y los finos velos
de la tolerancia. Con los muchachos camina
en silencio.

Pero ahí, donde viven, en el valle, una Lamentación,
una de las más ancianas, se encarga del muchacho, cuando
él pregunta: —Nosotras éramos, dice ella, una
gran familia, nosotras, las lamentaciones. Los padres
trabajaban en la minería, ahí en la gran montaña:
entre los hombres, a veces encuentras un pedazo
de dolor original, pulimentado, o lascas de ira
petrificada del viejo volcán. Sí, esto venía de ahí.
Alguna vez fuimos ricas.

Y ella lo conduce ligeramente a través del amplio paisaje
de las lamentaciones, le muestra las columnas
de los templos y las ruinas de los castillos, desde donde
antiguamente, los príncipes de las lamentaciones
con sabiduría gobernaban el país. Le muestra los altos
árboles de las lágrimas y los campos de la florida
melancolía. (Los vivos sólo la conocen como follaje
tierno.) Le muestra los animales del duelo, paciendo,
y a veces, un pájaro se espanta, y traza en el espacio,
volando bajo, frente a ellos, de través, al ras
de su mirada, la imagen escrita de su grito solitario.
Al atardecer lo lleva a las tumbas de los ancianos
de la familia de las lamentaciones, las sibilas
y los señores del consejo. Pero se acerca la noche,
así que caminan más quedo, y pronto se levanta, lleno
de luna, el monumento funerario, que vela sobre todas
las cosas. Es hermano de aquélla del Nilo, la sublime
esfinge: rostro de la cámara callada. Y se asombran ante
la cabeza coronada, que para siempre, silenciosamente,
ha puesto el rostro de los hombres sobre la balanza de las estrellas.

Los ojos del muchacho no la aprehenden, todavía
en el vértigo de la muerte temprana. Pero la mirada
de la esfinge, desde detrás del borde del pschent, [21]
espanta al búho. [22] Y rozándola en lento frotamiento
a lo largo de la mejilla, la de redondez más madura,
el búho dibuja suavemente en su nuevo oído de muerto,
sobre una hoja doble, abierta, el contorno
indescriptible.

Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor. Lentamente las nombra la Lamentación:
"Mira, aquí: el Jinete, el Bastón, y a la constelación
más llena la llaman: Corona de Frutos. Luego, más allá,
hacia el polo: Cuna, Camino, el Libro Ardiente, Títere,
Ventana
. Pero en el cielo del sur, pura como en la palma
de una mano bendita, la clara M resplandeciente,
que significa las Madres...

Pero el muerto debe avanzar, y en silencio la anciana
Lamentación lo lleva hasta el barranco
donde resplandece la luna:
la Fuente de la Alegría. Con veneración
ella la nombra, dice: "Entre los hombres
es una corriente que arrastra".

Están al pie de la montaña
y ahí ella lo abraza, llorando.

Sube él, solitario, hacia los montes del dolor original.
Y ni siquiera una vez su paso resuena desde el destino mudo.

Pero si despertaran en nosotros un símbolo, ellos,
los interminablemente muertos, mira, señalarían quizás
los amentos [23] de los avellanos vacíos, colgantes,
o pensarían en la lluvia, que cae sobre el suelo oscuro en primavera.

Y nosotros, que pensamos en la dicha creciente,
sentiríamos la emoción
que casi nos consterna
cuando algo dichoso cae.
Notas
      [1] Propietaria del castillo de Duino, sobre un acantilado del mar Adriático, cercano a Trieste (en esa época, parte del imperio austriaco), donde el poeta austriaco Rainer María Rilke (n. Praga, 1875, y m. Valmont, Suiza, 1926) empezó sus elegías en 1912.
      Las elegías de Duino tardaron diez años en escribirse, en diversos sitios, y se publicaron en 1923. El castillo de Duino fue destruido en la primera guerra mundial. Cf. Hans Egon Holthusen, Rainer María Rilke, Madrid, Alianza Editorial, 1968.
      Aunque difíciles de conseguir en el mercado, hay varias traducciones castellanas de la poesía de Rilke; entre otras, las de Gerardo Diego, Gabriel Celaya, Carlos Barral, José María Valverde, Luis Felipe Vivanco y Gonzalo Torrente Ballester; aparecieron en México las de Eduardo García Máynez, Juan José Domenchina, Horacio Quiñones y Juan Carvajal. La más asequible, la de Eustaquio Barjau (Madrid, Cátedra, 1990).
      Entre los estudiosos de Rilke en lengua española, están Luis Cernuda, José Bergamín, Antonio Marichalar, Guillermo de Torre y Jaime Ferreiro Alemparte.
      Aprovecho la traducción, la introducción y los comentarios de J. B. Leishmann a la versión inglesa que hizo conjuntamente con Stephen Spender: The Duino Elegies, Londres, The Hogarth Press, 1939 y 1948, y las notas y comentarios de Barjau a su versión castellana (1993).

      [2] “El ‘ángel’ de las Elegías, escribió el propio Rilke en carta a Witold Hulewicz en 1925, no tiene nada que ver con el ángel del cielo cristiano (antes más bien con las representaciones angélicas del Islam)”.
      Tampoco es una figura meramente estética o erótica, a la manera de muchos motivos angélicos-efébicos del arte moderno, como los de Cocteau. Rilke se imagina ángeles viriles y con barba, no púberes ni andróginos; dice en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge: “Si es cierto que los ángeles son machos, se puede decir que tenía un acento macho en la voz: una virilidad resplandeciente”.

      [3] Amante veneciana del Renacimiento, poetisa del amor trágico (1523-1554); una de esas "amantes inauditas", como la Monja Portuguesa, que "crecían y se elevaban en su amor... hasta que su tortura se había cambiado en un esplendor amargo, helado, que ya nadie podía detener", de las que se habla detenidamente en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

      [4] En 1911 Rilke vio en esa iglesia de Venecia un altivo epitafio desengañado de un tal Hermann Wilhelm o Hermanus Gulielmus, de 1593: entre otras cosas dice: “En vida viví para los demás; ahora, después de la muerte, no he perecido, sino que vivo en mármol frío para mí mismo”.

      [5] Mito griego semejante en unos aspectos al de Adonis, y en otros al de Orfeo, pero relativo a la música fúnebre. Linos es el semidiós de la lamentación, la música y la elegía fúnebres. Murió de muerte terrible —asesinado por Apolo o por Hércules, o destrozado por perros, según varias leyendas—; al morir, su terrible lamentación dio nacimiento a la música; o bien, la naturaleza entera, al llorar su muerte, creó la música (Iliada, XVIII, 570).

      [6] Una estela funeraria en la que Eurídice se despide de Orfeo: ella apenas le roza el hombro, él apenas le toca la mano con la punta de los dedos; las expresiones de ambos, a pesar de la tragedia, son contenidas y serenas. Rilke la vio en Nápoles.

      [7] Las innumerables capas de árboles caídos y desintegrados que cubren el suelo originario de la selva primitiva.

      [8] Este chico tiene algún sentido autobiográfico, pero sobre todo refiere al personaje Erik Brahe, de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge.

      [9] Propietaria (en 1915) del cuadro de Picasso Les Saltinbanques(pintado en 1905) al que Rilke alude varias veces en esta elegía. Ver notas 10, 12, 13 y 14.

      [10] La gran inicial es la letra D de “Dastehen” y de “Dasein”, existir (muchas metáforas e ideas poéticas de Rilke fueron retomadas por la filosofía de Heidegger); según Eudo C. Mason, las figuras de los saltimbanquis en el cuadro de Picasso conforman una especie de letra D, de la que el arlequín constituiría la línea vertical y el niño más chico el final de la curva. (La mujer del extremo está fuera del grupo de los saltimbanquis, y más bien representa al espectador).

      [11] Príncipe elector de Sajonia, se divertía deformando platos de estaño con la mano (Barjau).

      [12] Glosa de toda la estrofa —resumida del comentario de Leishmann: los saltimbanquis configuran la flor del espectáculo, su centro, su pistilo; con sus saltos sobre la tierra, como manos de mortero o triturador, o pisones (“Stampfer”), levantan polvo florido, que a manera de polen los refertiliza. Así surge la rosa del espectáculo, aparente o falsa flor del tedio, que provoca la sonrisa igualmente superficial, ligera y luminosa, del tedio de los propios saltimbanquis.

      [13] En el cuadro de Picasso, el ex-hombre fuerte, el saltimbanqui gordo, con gorro. Se describen luego otras figuras: el "Hijo de un pescuezo y de una monja" es el arlequín; quien cae "con el golpe que sólo las frutas conocen", el niño más pequeño; la mujer del extremo es acaso su madre "rara vez tierna"; del adolescente del tambor no se hace mayor mención; la muchacha es la “fruta de la serenidad, llevada al mercado”.

      [14] El árbol humano —en gimnasia, pirámide— que construyen, montados unos sobre otros, los saltimbanquis.

      [15] Abreviación de una frase latina: “Subrisio Saltatoris”, la sonrisa de los saltimbanquis. Inscripción a manera de los membretes de los herbolarios y las farmacopeas medievales para las sustancias curativas y mágicas.

      [16] Las fachadas de los templos egipcios.

      [17] El etrusco muerto tiene doble morada: el cadáver dentro, y su representación gráfica sobre la tapa del sarcófago (Leishmann).

      [18] El castillo de Duino tenía laureles. Dafne se convirtió en laurel para escapar de Apolo: símbolo de la fuga del destino humano, rumbo a la serenidad vegetal.

      [19] En algunas regiones de Europa se atribuye propiedades mágicas, contra la muerte, a la genciana, que tiene variedades azules y amarillas (Barjau).

      [20] En el piano, el sonido se produce por mazos que golpean en cuerdas.

      [21] La doble corona de los faraones, que representaba la unión del sur y del norte, del alto y del bajo Egipto; la llevó también la esfinge de Gizeh (actualmente, sólo conserva un fragmento).

      [22] Anécdota autobiográfica, recogida en una carta a Magda Hattinberg (1 de febrero de 1914), sobre el viaje de Rilke a Egipto a finales de 1910, en el cual creyó escuchar cómo un búho, con el sonido de su vuelo, dibujaba la mejilla de la esfinge:
      “Detrás del saliente del gorro real que lleva la esfinge en la cabeza, salió volando un búho, y lentamente, con un sonido que se oía de modo indescriptible en la limpia profundidad de la noche, con su suave vuelo fue rozando su rostro: y en aquel momento, en mi oído, que por el hecho de haber estado horas y horas en el silencio de la noche había adquirido una agudeza muy especial, surgió el dibujo del perfil de aquella mejilla, como por un milagro.”
      Sin embargo, Rilke escribió a Muzot sobre la imaginería egipcia de esta elegía, que “el país de las lamentaciones, por el que la anciana Lamentación guía al joven muerto, no debe identificarse con Egipto, sino verse como sólo una especie de reflejo del país del Nilo en la claridad de desierto de la conciencia del muerto.”

martes, 15 de septiembre de 2009

Dies Irae, de Tomás de Celano

Dies irae de Tomás de Celano, siglo XIII, versión bilingüe.

Dies iræ, dies illa,
Solvet sæclum in favilla,
Teste David cum Sibylla !

Quantus tremor est futurus,
quando judex est venturus,
cuncta stricte discussurus !

Tuba mirum spargens sonum
per sepulcra regionum,
coget omnes ante thronum.

Mors stupebit et Natura,
cum resurget creatura,
judicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,
in quo totum continetur,
unde Mundus judicetur.

Judex ergo cum sedebit,
quidquid latet apparebit,
nil inultum remanebit.

Quid sum miser tunc dicturus ?
Quem patronum rogaturus,
cum vix justus sit securus ?

Rex tremendæ majestatis,
qui salvandos salvas gratis,
salva me, fons pietatis.

Recordare, Jesu pie,
quod sum causa tuæ viæ ;
ne me perdas illa die.

Quærens me, sedisti lassus,
redemisti crucem passus,
tantus labor non sit cassus.

Juste Judex ultionis,
donum fac remissionis
ante diem rationis.

Ingemisco, tamquam reus,
culpa rubet vultus meus,
supplicanti parce Deus.

Qui Mariam absolvisti,
et latronem exaudisti,
mihi quoque spem dedisti.

Preces meæ non sunt dignæ,
sed tu bonus fac benigne,
ne perenni cremer igne.

Inter oves locum præsta,
et ab hædis me sequestra,
statuens in parte dextra.

Confutatis maledictis,
flammis acribus addictis,
voca me cum benedictis.

Oro supplex et acclinis,
cor contritum quasi cinis,
gere curam mei finis.

Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favilla
judicandus homo reus.
Huic ergo parce, Deus.

Pie Jesu Domine,
dona eis requiem. Amen.



Traducción

Día de ira aquel renombrado
en que siglos se reduzcan a cenizas;
lo atesiguan David y la Sibila.

¡Cuánto terror habrá en el futuro
cuando el Juez tenga que venir
a juzgar todo con rigor!

La trompeta esparcirá un sonido admirable
a los sepulcros de todos los reinos,
reunirá a todos ante el trono.

La Muerte y la Naturaleza se asombrarán,
cuando resucite la criatura
para responder ante su Juez.

Aparecerá el libro escrito
en que todo se contiene
y con que se juzgará al Mundo.

Así, cuando el Juez se siente,
lo escondido se mostrará
y nada habrá sin castigo.

¿Qué diré yo entonces, pobre de mí?
¿A qué protector rogaré
cuando ni estén seguros los justos?

Rey de tremenda majestad,
Tú, que, al salvar, lo haces sin interés,
¡sálvame, fuente de piedad!

Acuérdate, piadoso Jesús,
de que soy la causa de tu calvario;
no me pierdas en este día.

Te sentaste agotado buscándome,
me redimiste sufriendo en la cruz:
no sean vanos tantos trabajos.

Justo Juez de venganza,
concédeme el regalo del perdón
antes del día del Juicio.

Grito como un reo;
la culpa enrojece mi rostro.
Perdona, señor, a este suplicante.

Tú, que absolviste a Magdalena
y escuchaste la súplica del ladrón,
me diste a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas,
pero Tú, al ser bueno, actúa con bondad
para que no arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño
y sepárame de los machos cabríos
situándome a tu derecha.

Tras confundir a los malditos
arrojados a las llamas voraces,
hazme llamar entre los benditos.

Te lo ruego, suplicante y de rodillas,
acongojado el corazón, casi vuelto cenizas:
hazte cargo de mi destino.

Día de lágrimas será aquel renombrado
en que resucitará del polvo
para el Juicio, el hombre culpable.

A ese, pues, perdónalo ¡oh Dios!
Señor de piedad, Jesús,
concédeles el descanso. Amén.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Ítaca, de Constantino Cavafis

ÍTACA

Cuando empieces tu ida hacia Ítaca,
desea que el camino sea largo,
lleno de peripecias, lleno de conocimientos.
A los Lestrígones y a los Cíclopes,
al encolerizado Poseidón no temas,
tales cosas no toparás en tu camino
si tu mirada sigue alta, si una escogida
emoción guía tu alma y tu cuerpo.
A los Lestrígones y a los Cíclopes,
al fiero Poseidón no los hallarás
si no los llevas ya dentro del alma,
si tu alma no los coloca ante ti.
Desea que el camino sea largo,
que muchas sean las mañanas estivales
en que con cuánta satisfacción, con qué alegría
entres en puertos por primera vez vistos.
Haz un alto en los mercados fenicios,
y adquiere hermosuras,
nácares y corales, ámbares y ébanos,
y sensuales perfumes de todas clases,
los más abundantes y sensuales que puedas.
Visita muchas ciudades egipcias,
aprende, aprende de los instruidos.
Siempre en tu mente ten a Itaca:
llegar allí es tu destino;
pero no precipites tu viaje en absoluto:
es mejor que muchos años dure
y que, ya anciano, arribes a la isla,
rico con cuanto obtuviste en el camino,
sin esperar que riquezas te dé Itaca:
Itaca te dio el hermoso viaje;
sin ella, no habrías emprendido el camino.
No puede darte nada más:
aunque la encuentres pobre, Itaca no te engañó:
tan sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
ahora ya habrás comprendido qué significan las Itacas.

sábado, 29 de agosto de 2009

Credo poético, Miguel de Unamuno

“Credo Poético”, Miguel de Unamuno, Poesías, 1907.

Piensa el sentimiento, siente el pensamiento;
que tus cantos tengan nidos en la tierra,
y que cuando en vuelo a los cielos suban
tras las nubes no se pierdan.

Peso necesitan, en las alas peso,
la columna de humo se disipa entera,
algo que no es música es la poesía,
la pensada solo queda.

Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido.
¿Sentimiento puro? Quien en ello crea,
de la fuente del sentir nunca ha llegado
a la viva y honda vena.

No te cuides en exceso del ropaje,
de escultor y no de sastre es tu tarea,
no te olvides de que nunca más hermosa
que desnuda está la idea.

No el que un alma encarna en carne, tan presente,
no el que forma da a la idea es el poeta,
sino que es el que alma encuentra tras la carne,
tras la forma encuentra idea.

De las fórmulas la broza es lo que hace
que nos vele la verdad, torpe, la ciencia,
la desnudas con tus manos y tus ojos
gozarán de su belleza.

Busca líneas de desnudo, que aunque trates
de envolvernos en lo vago de la niebla,
aun la niebla tiene líneas y se esculpe;
ten, pues, ojo, no las pierdas.

Que tus cantos sean cantos esculpidos,
ancla en tierra mientras tanto que se elevan,
el lenguaje es ante todo pensamiento,
y es pensada su belleza.

Sujetemos en verdades del espíritu
las entrañas de las formas pasajeras,
que la Idea reine en todo soberana;
esculpamos, pues, la niebla.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Virgilio, Eneida, VI, versos 156 a 901

Eneas, clavado de luces en su rostro afligido,
avanza dejando el antro y da vueltas a ciegos
sucesos consigo en su ánimo. Con él Acates fïel
va de compañero y clava sus pasos con cuitas parejas.
Muchas cosas entre sí en variada charla tejían, 160
qué amigo sin vida, qué cuerpo para enterrar la adivina
decía. Y así ellos en la playa seca a Miseno,
tan pronto llegaron, ven de muerte indigna acabado,
Miseno Eolida, mejor que el cual nadie podía
llamar con bronce a los hombres, y a Marte excitar con su canto.
De Héctor grande éste había sido compañero, de Héctor al lado
marchaba en las peleas, insigne por su clarín y su lanza.
Después de que Aquiles victorioso le despojó de la vida,
al Dardanio Eneas ese héroe lleno de fuerza
se juntó como socio, sin aceptar destinos menores. 170
Mas, mientras por azar con hueca concha hace sonar la llanura,
demente, y con su canto a combates llama a los dioses,
envidioso Tritón, si es digno de creerse, cogiendo
al varón habíalo hundido entre rocas con ola espumosa.
Por eso, todos en torno con gran griterío gemían,
sobre todo Eneas piadoso. Entonces de Sibila las órdenes,
sin tardanza, apresuran llorando y el altar del sepulcro
levantar con árboles y llevarlo hasta el cielo pretenden.
Se va a una selva antigua, establos profundos de fieras;
sucumben pinos, suena sacudida con segures la encina 180
y troncos de fresnos con cuñas y roble fácil de hender
se cortan, hacen rodar olmos en los montes enormes.
Y también Eneas, el primero entre tales trabajos,
exhorta a sus socios y se ciñe con armas parejas.
Él mismo, en su corazón entristecido da vueltas a todo,
mirando la selva inmensa, y así implora por suerte:
«¡Si ahora a nosotros aquel ramo de oro en el árbol
se nos mostrara en bosque tan grande!¡Todo verdad,
ay, en exceso cuando de ti, Miseno, habló la adivina!».
Apenas había dicho, y por suerte palomas gemelas 190
bajo el rostro mismo del varón vinieron del cielo volando,
y se echaron en el verde suelo. Entonces el héroe grande
reconoce las aves maternas e implora contento:
«Sed mis guías, si hay vía alguna, y por las auras el curso
dirigid a los bosques donde el rico ramo oscurece
fértil humus. Y tú, oh, no me faltes en momentos dudosos,
madre divina». Tras decir así, contuvo sus pasos
observando qué señales traían, a dónde prosiguen.
Picoteando ellas avanzaban tanto volando
cuanto podían verlas los ojos de los que seguían. 200
Luego, cuando llegaron a las fauces del Averno hediondo,
se elevan rápidas y, por el líquido aire cayendo,
en asientos buscados sobre un árbol doble se posan,
donde por los ramos de oro brilló una aura de vario color.
Cual suele en las selvas el muérdago durante el frío invernal
reverdecer con fronda nueva, que su propio árbol no siembra,
y con azafranado fruto circundar los troncos redondos,
tal era el aspecto del oro retoñando en umbrosa
encina, así crepitaba la hoja metálica al viento süave.

Arranca Eneas en seguida y ansioso desgaja 210
al que resiste, y lo lleva a los techos de la vate Sibila.
No menos entretanto a Miseno en la playa los Teucros
lloraban y a su ingrata ceniza daban las últimas honras.
Al principio, con teas y roble cortado una pira
construyeron resinosa y grande, a la que con frondas oscuras
cubren los lados, y fúnebres cipreses delante
colocan y la decoran encima con armas fulgentes.
Unos, sobre llamas cálidos líquidos y bronces colmados
disponen y lavan el cuerpo del cadáver y lo ungen.
Se alza un gemido. Luego en lecho los miembros llorados disponen,
y encima vestidos de púrpura, ropajes bien conocidos,
arrojan. Otros subieron con el féretro enorme,
triste deber, y hacia abajo —según costumbre paterna—
la antorcha pusieron, vueltos de espaldas. Juntos se queman
ofrendas de incienso, alimentos, crateras de aceite vertido.
Después de caer las cenizas y aquietarse la llama,
los restos con vino lavaron, y la pavesa sedienta,
y guardó los huesos cogidos Corineo en urna de bronce.
Él mismo tres veces dio vuelta con agua pura a los socios,
mojándolos con leve rocío y un ramo de fértil olivo,
y purificó a los hombres y las palabras últimas dijo. 230
Mas Eneas piadoso de ingente tamaño un sepulcro
dispone para el varón, y sus armas y el remo y la tuba
bajo monte muy alto, que ahora Miseno por él
] se llama y tiene así su nombre eterno por siglos.
Hecho esto, prosigue los preceptos de Sibila con prisa.
Una cueva profunda hubo y enorme por su vasta abertura,
rocosa, protegida por negro lago y tinieblas de bosques,
sobre la cual ave ninguna podía sin daño
abrirse camino con sus plumas: hálito tal de sus negras 240
fauces salía elevándose a los cielos convexos.
[Por lo que llamaron Aorno al lugar de nombre los Griegos.]
Cuatro novillos primero aquí de lomos negruzcos
dispuso la sacerdotisa y vertió vinos sobre su frente,
y arrancando entre los cuernos las crines más largas
las echa en los fuegos sagrados, ofrendas primeras,
llamando a voces a Hécate, que cielo y Érebo rige.
Clavan otros debajo cuchillos y el tibio crüor
cogen en fuentes. Eneas mismo, oveja de negro vellón
por la madre de las Euménides y su hermana potente 250
con la espada hiere, y una vaca estéril por ti, Proserpina;
luego, para el rey Estigio prepara aras nocturnas
y sólidas vísceras de toros coloca en sus llamas,
vertiendo sobre las entrañas que arden aceite grasiento.

He aquí, entonces, que al umbral del primer sol y de su salida,
bajo los pies comenzó el suelo a mugir, y a moverse las cimas
de las selvas, y que aullaban perras pareció entre la sombra,
al acercarse la diosa. «Lejos, oh, idos lejos, profanos»,
exclama la vate, «y del bosque entero marchaos;
y tú, ponte en camino y saca el hierro ya de la vaina: 260
ahora hace falta ánimo, Eneas, ahora un pecho muy firme».
Tras decir solo esto, entró en la gruta abierta, fuera de sí;
aquel con no tímidos pasos iguala a su guía que avanza.
¡Dioses, que tenéis el imperio de las almas, y sombras silentes,
Caos y Flegetón, extensos lugares en noche callados!,
dejadme contar lo oído, dejadme con vuestro poder
desvelar cosas en tierra profunda y oscuridad sumergidas.
Iban oscuros bajo noche desierta a través de la sombra
y de las casas de Dite vacías y de reinos inanes:
del modo que bajo luz escasa a través de luna insegura 270
hay un camino en las selvas, cuando ocultó al cielo con sombra
Júpiter y la negra noche robó el color a las cosas.
Ante el mismo vestíbulo y en las primeras fauces del Orco,
Llanto y Cuitas vengativas sus cubiles pusieron,
y habitan pálidas Enfermedades y triste Vejez,
y Miedo y Hambre, que mal aconseja, y la infame Pobreza,
formas terribles de ver, y también Muerte y Fatiga;
luego, Sopor, pariente de Muerte, y los Gozos malignos
de la razón, y en umbral enfrentado Guerra mortífera
y tálamos férreos de Euménides y Discordia demente, 280
de viperina cabellera trenzada con cintas crüentas.
En medio extiende sus ramos y brazos añosos
un olmo espeso, enorme, cuya sede, se dice, los Sueños
vanos ocuparon, y fijos a todas sus hojas están.
Hay además otros muchos monstruos de fieras variadas,
Centauros a las puertas están en establos y Escilas biformes,
y Briareo de cien brazos y la bestia de Lerna
que lanza horrible silbido, y Quimera armada de llamas,
Gorgonas y Harpías también, y el cuerpo de tríplice sombra.
Coge, entonces, el hierro, turbado por repentino pavor, 290
Eneas y muestra a los que se acercan el filo desnudo,
y, si a él su sabia compañera que tenues vidas sin cuerpo
revuelan no advierte, bajo el reflejo de su forma vacío,
se lanza y en vano con el hierro habría hendido las sombras.
[295] De aquí, la vía que lleva al agua del Aqueronte Tartáreo.
Un turbio torbellino aquí, de cieno y de abismo sin fin,
se agita violento y toda su arena al Cócito erupta.
Estas aguas y estos ríos guarda horrendo barquero,
Caronte de terrible miseria, en cuyo mentón abundantes
[300] canas hay sin aseo, fijas están sus luces de fuego,
sórdida capa de sus hombros cuelga anudada.
Él mismo una balsa arrastra con pértiga y la rige con velas,
y transporta cuerpos en su esquife herrumbroso,
ya muy viejo, pero es la vejez intacta y verde de un dios.

[305] Hacia aquí, a las orillas, todo un gentío corría disperso,
madres y hombres, y cuerpos con la vida cumplida
de héroes valientes, muchachos y muchachas solteras,
jóvenes puestos ante los rostros de sus padres en piras:
como en las selvas con el frío primero de otoño abundantes
[310] hojas caen sueltas, o en tierra desde el abismo profundo
se amontonan aves abundantes, cuando un año de frío
las hace huir tras el ponto y las envía a cálidas tierras.
Estaban pidiendo cruzar los primeros su curso
y tendían, con deseo de la orilla opuesta, las manos.
[315] Mas el triste navegante coge ahora a éstos, ahora a aquéllos,
y a los otros, apartados de la arena, rechaza.
Eneas, admirado en verdad y por el tumulto movido,
«Di —pregunta— oh virgen ¿qué significa este tropel hacia el río?
¿o qué desean las almas? ¿por qué razón las orillas
[320] dejan unas o barren otras los cárdenos vados con remos?».
A aquél habló brevemente así la sacerdotisa longeva:
«Nacido de Anquises, segurísima prole de dioses,
ves los estanques profundos del Cócito y la Estigia laguna,
por cuyo poder temen los dioses jurar y mentir.
[325] Todo éste que contemplas, es gentío pobre y sin tumba;
aquel, el barquero Caronte; los que el agua lleva, enterrados.
No les puede las orillas horrendas y las roncas corrientes
cruzar antes de que sus huesos en sepulcros descansen.
Cien años vagan y en torno a estas playas revuelan;
[330] luego, por fin aceptados, pueden ver los estanques ansiados».
Se paró el sembrado de Anquises y redujo sus pasos,
pensando mucho y deplorando en su ánimo ese inicuo destino.
Contempla allí, tristes y carentes del honor de la muerte,
a Leucaspis y Orontes, jefe de la escuadra de Licia,
[335] a quienes, partidos con él de Troya por llanuras ventosas,
los sumergió el Austro, envolviendo nave y hombres con agua.
He aquí que se acercaba Palinuro el piloto,
que antes en la ruta de Libia, mientras los astros observa,
había caído de la popa, arrojado en las olas.
[340] Apenas lo descubrió triste en la intensa penumbra,
así le habla primero: «¿Palinuro, cuál de los dioses
te arrancó de nosotros y bajo la llanura te hundió?
Dime, vamos. Pues, nunca antes por mí encontrado en mentira,
Apolo engañó mi ánimo tan sólo con esta respuesta,
[345] quien cantaba que tú sin daño del ponto y a las tierras
Ausonias vendrías. ¿Ésta es la promesa fiada?».
Él por su parte: «Ni a ti el trípode de Febo mintió,
jefe Anquisíada, ni dios alguno en la llanura me hundió.
Pues, desgajado por azar con mucha fuerza el timón,
[350] al que como custodio estaba sujeto y el curso regía,
lo arrastré conmigo al caer. Juro por los ásperos mares
que no se apoderó de mí temor ninguno tan grande
como por que, privada de armas, falta de guía,
tu nave fallara al levantarse olas tan grandes.
[355] Tres noches invernales el Noto por las llanuras inmensas
me llevó violento en el agua; apenas a la cuarta mañana
divisé Italia, elevado, desde encima de una ola.
Poco a poco nadaba a tierra; ya la tenía segura,
si una gente cruel, pesado con mi ropa mojada
[360] y agarrando la cima áspera de un monte con manos curvadas,
no me hubiera atacado a hierro, creyéndome, necia, su presa.
Ya el oleaje me tiene y en la playa me voltean los vientos.
Por eso a ti por la luz gozosa del cielo y las auras,
por tu padre te pido, por la esperanza de Julo que surge,
[365] sálvame, invicto, de estos males: o tú a mí un poco de tierra
me echas, pues puedes, y me buscas en los puertos Velinos;
o tú, si hay vía alguna, si alguna la divina creadora
te muestra (pues, creo en efecto, no sin el poder de los dioses
te propones cruzar ríos tan grandes y la Estigia laguna),
[370] me das tu diestra, infeliz, y me llevas por las olas contigo,
de modo que descanse en mi muerte al menos en sedes tranquilas».
Había hablado así, cuando así comenzó la adivina:
«¿De dónde, Palinuro, te viene este deseo tan cruel?
¿Tú, insepulto, las aguas Estigias y la corriente severa
[375] de las Euménides vas a ver o irás, sin permiso, a su orilla?
Deja de esperar que se dobleguen hados de dioses con ruegos,
mas guarda esto en la memoria, consuelo de tu duro destino.
Pues unos vecinos, a lo largo y ancho a través de sus pueblos
guiados por prodigios celestes, darán a tus huesos honores,
[380] alzarán un túmulo y al túmulo rendirán sacrificios,
y el lugar tendrá el nombre de Palinuro por siempre».
Con estos dichos, se fueron las cuitas y quitó de momento
dolor de su triste corazón; le alegra un país con su nombre.
Y así acaban el camino empezado y al río se llegan.
[385] El navegante, cuando desde la ola Estigia los vió
ir por el bosque callado y su pie acercar a la orilla,
así el primero avanza diciendo y por su cuenta les grita:
«Seas quien seas, que te diriges a nuestros ríos armado,
vamos, dí a qué vienes, ya desde ahí y tu marcha detén.
[390] Lugar de sombras es éste, de sueño y soporífera noche:
no es posible en la quilla Estigia llevar cuerpos vivos aún.
Ni me alegré en verdad cuando al Alcida que vino
recibí en el lago, ni a Teseo ni tampoco a Pirítoo,
por más que fueran nacidos de dioses e invictos de fuerzas.
[395] Aquel al guardián del Tártaro lo encadenó con su mano
y lo arrastró temblando desde el trono del mismísimo rey;
estos trataron de sacar del tálamo a la esposa de Dite».
Contra esto la adivina Anfrisia habló brevemente:
«Insidia ninguna hay aquí como esas (de inquietarte desiste),
[400] ni traen los dardos violencia; el enorme portero en su cueva
ladrando por siempre aterre a las sombras exangües,
la casta Prosérpina siga fiel al umbral de su tío.
Eneas Troyano, famoso por su piedad y sus armas,
desciende a su progenitor en las profundas sombras del Érebo.
[405] Si a ti ninguna imagen te mueve de tanta piedad,
al menos este ramo (muestra el ramo que en la ropa ocultaba)
reconoce». Entonces su corazón henchido de ira se aplaca;
Nada más a esto. Él, admirando el don venerable
de la rama fatal que después de largo tiempo veía,
[410] vuelve la popa cerúlea y a la orilla se acerca.
Luego, a otras almas, que por los largos bancos estaban sentadas,
las echa y aligera los puentes; recibe al tiempo en el casco
al enorme Eneas. Gimió bajo su peso la barca
ligera y recibió, agrietada, abundante pantano.
[415] Por fin, a vate y hombre incólumes al otro lado del río
desembarca en el limo informe y sobre ova verdosa.
Cérbero enorme estos reinos con ladrido trifauce
hace sonar, tendido inmenso en cueva de frente.
Viendo la vate que sus cuellos se erizaban ya de culebras,
[420] un bocado adormecedor con miel y frutos drogados
le lanza. Él, abriendo sus tres gargantas con hambre rabiosa,
cogió lo que se le echaba y sus dorsos inmensos aflojó,
tendido en el suelo, y se estiró enorme por toda la cueva.
Ocupa Eneas la entrada con su guardián dormitando
[425] y huye veloz de la orilla del agua sin regreso posible.
Pronto se oyeron voces y un enorme vagido
y almas que lloran de niños, al principio del todo,
a los que excluidos de la dulce vida y arrebatados del pecho,
se los llevó negro día y en acerbo funeral los hundió;
[430] junto a estos, los condenados por un falso crimen a muerte.
No les dieron estas sedes en verdad sin sorteo, sin juez:
Minos, el fiscal, mueve la urna; él de silentes
una reunión convoca y conoce sus vidas y faltas.
Luego ocupan lugares cercanos los tristes, que muerte
[435] sin culpa se causaron con su mano y, odiando la luz,
arrojaron sus almas. ¡Cómo en el alto éter desearían
ahora soportar pobreza y duros esfuerzos también!
Ley divina se opone y triste laguna de ola execrable
los ata y la Éstige, nueve veces interpuesta, los guarda.
[440] No lejos de ahí, extendidos hacia todas partes, se muestran
los Campos que Lloran; así de nombre los llaman.
Aquí, a quienes duro amor mediante peste cruel consumió
calles secretas los ocultan y, en torno, de mirto
una selva los cubre; ni en la muerte sus cuitas los dejan.
[445] En estos lugares a Fedra y a Procris y a la triste Erifila
que muestra las heridas de su hijo cruel, reconoce,
y también a Evadne y Pasífae; Laodamía con ellas
va de compaña y el joven antaño, fémina ahora, Ceneo,
de nuevo devuelto por el hado a su antigua figura.
[450] Junto a ellas, recién llegada por su herida, Dido Fenicia
vagaba en selva grande; el héroe Troyano por ella,
tan pronto estuvo a su lado y la conoció entre las sombras
oscura, como quien a comienzos del mes que se eleva
la luna entre las nubes o ve o piensa que ha visto,
[455] vertió lágrimas y con dulce amor le dirigió la palabra:
«Dido infeliz, ¿noticia veraz entonces a mí
me llegó, que habías muerto a hierro y elegido tu hora final?
¿fui yo, ay, la razón de tu funeral? Por los astros lo juro,
por los de arriba y por la lealtad, si hay alguna bajo la tierra,
[460] contra mi voluntad, reina, me marché de tu playa.
Mas a mí mandatos de dioses —que ir por estas sombras ahora
me fuerzan, por sitios abyectos de podre y por noche profunda—
con su poder me llevaron; y no pude pensar
que con mi marcha te causaría este tan grande dolor.
[465] Detén tu paso y no te sustraigas a nuestra mirada.
¿De quién huyes? Por el hado, esto que te digo es el final».
Eneas su ánimo que ardía y feroz lo miraba,
con tales dichos calmaba y lágrimas hacía brotar.
Ella, vuelta, en el suelo fijos los ojos tenía
[470] y su rostro no se movía ante este discurso iniciado
más que si duro sílex fuera o roca Marpesia.
Por fin, se marchó con rapidez y hostil huyó de regreso
al bosque umbrífero, donde a ella su esposo primero
responde con cuidados y Siqueo iguala su amor.
[475] Y no menos afectado Eneas por el inicuo suceso
la sigue con lágrimas de lejos y, al irse, de ella se apiada.
Luego, el camino ofrecido prosigue. Y ya tenían los campos
últimos, que, lejanos, los ilustres en la guerra frecuentan.
Aquí le salió al paso Tideo, aquí por sus armas famoso
[480] Partenopeo y la imagen del pálido Adrasto,
aquí llorados mucho arriba y en la guerra caídos
los Dardánidas, por quienes él, viéndolos a todos en fila,
gimió, a Glauco y a Medonte y también a Tersíloco,
los tres de Antenor, y a Polibete, sacerdote de Ceres,
[485] y a Ideo que aún tenía su carro al igual que sus armas.
Le rodean almas a diestra y siniestra frecuentes,
y no basta con haberlo visto una vez; les gusta pararse
y seguir su paso y saber las razones de que haya venido.
Mas los jefes de los Dánaos y de Agamenón las falanges,
[490] cuando vieron al hombre y en las sombras sus armas que brillan,
temblaron con miedo tremendo; volvieron unos la espalda,
cual antaño buscaron sus naves, otros alzaron un hilo
de voz: el clamor comenzado burla a los que abren la boca.
Y entonces a un Priamida desgarrado por todo su cuerpo,
[495] a Deífobo ve, y lacerado cruelmente de rostro,
de rostro y de ambas manos, y sus sienes despobladas de orejas
arrancadas, y la nariz con vergonzante herida cortada.
Apenas lo reconoció aterrado y ocultando los crueles
suplicios, a él se dirige con voces conocidas de grado:
[500] «Deífobo armipotente, linaje de la alta sangre de Teucro,
¿quién deseó propiciarte tan crueles castigos?
¿a quién se consintió tanto contigo? A mí la fama en la noche
suprema trajo que, por gran matanza de Pelasgos cansado,
caíste sobre un montón de carnicería confusa.
[505] Entonces yo mismo en la playa Roetea un túmulo vano
erigí y tres veces a tus manes con voz potente llamé.
Tu nombre y tus armas guardan el lugar; a ti, amigo, no pude
mirarte y ponerte, al partir, en tierra paterna».
A eso, el Priamida: «Nada dejaste, amigo, de hacer;
[510] cumpliste todo con Deífobo y sus fúnebres sombras.
Mas mis hados y el crimen de la Lacedemonia funesto
me hundieron en estos males; ella me dejó estos recuerdos.
Pues, cómo la última noche entre falsos placeres
pasamos, conoces: es necesario recordarlo otra vez.
[515] Cuando el caballo fatal de un salto llegó a la escarpada
Pérgamo y trajo, preñado, tropa armada en su vientre,
ella, fingiendo un coro, en torno llevaba en orgía
a las Frigias gritando; ella misma tenía en medio una llama
enorme y a los Dánaos desde lo alto del alcázar llamaba.
[520] Entonces, acabado por las cuitas y pesado de sueño,
me acogió el tálamo infeliz, y acostado me pudo
dulce y hondo descanso, y muy parecido a plácida muerte.
Mientras, mi esposa egregia de la casa todas las armas
se lleva, y había apartado de mi cabeza mi espada fïel:
[525] adentro de los techos llama a Menelao y le abre las puertas,
sin duda esperando que eso sería un gran regalo a su amante,
y podría así borrar la fama de sus viejos pecados.
¿Por qué me entretengo? Entran al tálamo, en compañía
del Eólida que exhorta al crimen. ¡Dioses, lo mismo a los Griegos
[530] procurad, si es que reclamo castigos con boca piadosa!
Mas ¿qué circunstancias vivo aún —vamos, dime a tu vez—,
te trajeron? ¿Vienes llevado por tu vagar en el piélago
acaso o por mandato de dioses? ¿Qué fortuna te empuja
para que a tristes casas sin sol, túrbidos lugares, te llegues?».
Mientras conversaban, Aurora con sus cuadrigas rosadas
ya había pasado el eje central en su etéreo curso;
y quizás habrían gastado así todo el tiempo otorgado,
pero su compañera Sibila le advirtió y en breve le dijo:
«La noche se va, Eneas; nosotros pasamos horas llorando.
[540] Éste es el lugar en que la senda se abre a dos partes distintas:
la diestra, que bajo las murallas de Dite grande nos lleva,
aquí es el camino Elisio; mas la izquierda a los malos
castigos procura y a los Tártaros impíos nos manda».
Deífobo por contra: «Gran sacerdotisa, no rabies;
[545] me iré, llenaré el número y volveré a las tinieblas.
Vete, nuestro orgullo, vete; disfruta de hados mejores».
Dijo tan solo y en plena palabra sus huellas volvió.
Mira Eneas de pronto y bajo una peña a la izquierda
contempla anchas murallas de muro triple ceñidas,
[550] que abraza rápida corriente de llamas que abrasan,
el Flegetonte Tartáreo, que hace rodar rocas ruidosas.
En frente, una puerta enorme y columnas de sólido acero,
que fuerza ninguna de hombres romper en batalla, o los mismos
celícolas podrían; se alza una torre de hierro a las auras,
[555] y Tisífone, sentada, vestida de manto crüento,
guarda insomne el vestíbulo de noche y de día.
De aquí, se oían gemidos y sonaban terribles
azotes; entonces, chirrido de hierro y cadenas a rastras.
Paróse Eneas y escuchó aterrado el estrépito.
[560] «¿Qué clase de crímenes?, oh virgen, dime; o ¿con qué
penas son agobiados? ¿qué es tanto llanto a las auras?».
Entonces la vate así empezó a hablar: «Ínclito jefe de Teucros,
ningún inocente puede pisar este umbral criminal;
pero, cuando Hécate me puso al frente de los bosques Avernos,
[565] me mostró ella las penas divinas y por doquier me llevó.
El Cnosio Radamante posee estos durísimos reinos
y castiga y escucha perfidias y obliga a decir
las culpas que arriba cada cual, feliz con inútil engaño,
aplazó para expiarlas tras una muerte tardía.
[570] Al punto a los culpables, provista de un flagelo, Tisífone
vengadora golpea saltando encima y, con torvas serpientes
en su siniestra, a la tropa cruel de sus hermanas convoca.
Luego por fin, chirriando sobre su horrísono gozne, las sacras
puertas se abren del todo. ¿Observas quién de guardiana
[575] en la entrada se sienta, qué rostro los umbrales vigila?
Una Hidra enorme de cincuenta fauces oscuras
tiene, más terrible aún, dentro su sede. Luego el Tártaro mismo
se abre en abismo tan grande y tiende sus sombras el doble
de la altura del cielo al mirar al etéreo Olimpo.
[580] Aquí el linaje antiguo de Tierra, la joven gente Titania,
dan vueltas, por el rayo arrojados en su fondo profundo.
Aquí también vi a los Aloidas gemelos, enormes
cuerpos, que con sus manos el cielo grande forzar
pretendieron y arrojar a Jove de sus reinos de arriba.
[585] Vi también a Salmóneo pagando crueles castigos,
mientras las llamas de Jove imita y del Olimpo el sonido.
Él, llevado por cuatro caballos y una antorcha blandiendo,
por pueblos de Griegos y por su urbe en medio de la Élide
iba triunfante y para sí reclamaba honores de dioses,
[590] demente, que tormentas y el rayo que no se puede imitar
simulaba con bronce y el golpe de caballos cornípedos.
Mas el padre omnipotente entre densas nubes su dardo
lanzó —no son lo suyo antorchas ni luces ahumadas
de teas— y de cabeza en torbellino enorme lo echó.
[595] Y también Tición, criado por Tierra paridora de todo,
podía verse, cuyo cuerpo por nueve yugadas completas
se extiende, y un buitre enorme de pico curvado,
devorando hígado inmortal y vísceras para esas penas
siempre fecundas, busca comida y habita en su pecho
[600] hondo y no se da a las fibras que renacen descanso ninguno.
¿Qué he de recordar de los Lápitas, de Ixión y Pirítoo?
Sobre ellos negro sílice que ya, ya resbala, amenaza
simulando que cae; brillan en altos divanes
de fiesta escabeles de oro y manjares a las bocas dispuestos
[605] con lujo de reyes; la mayor de las Furias al lado
se acuesta y a las manos prohíbe que toquen las mesas,
o se levanta blandiendo una antorcha y su boca retumba.
Aquí, los que odiaron a sus hermanos, mientras vida quedaba,
o pegaron a su padre y engaños contra su cliente tramaron,
[610] o quienes a solas guardaron riquezas halladas
y no dieron parte a los suyos (que son más numerosos),
y los muertos por adulterio, y los que unas armas siguieron
impías y no temieron traicionar de sus dueños las diestras,
todos, encerrados, su pena esperan. No quieras saber
[615] la pena, ni qué forma o fortuna hundió a estos varones.
Una roca enorme ruedan unos y a radios de ruedas
atados cuelgan; está sentado y estará sentado por siempre
Teseo infeliz y Flegias, el más desdichado de todos,
avisa y con gran voz declara a través de las sombras:
[620] «Aprended, avisados, justicia y a no desdeñar a los dioses».
Este vendió por oro a su patria y a un señor poderoso
le impuso; fijó leyes y las abolió por dinero;
este invadió el tálamo de su hija e himeneos prohibidos:
osaron todos un delito enorme y lograron lo osado.
[625] Ni si cien lenguas y también cien bocas tuviera,
una voz de hierro, abarcar todas las formas de crímenes,
recorrer todos los nombres de los castigos podría».
Cuando acabó esto la longeva sacerdotisa de Febo,
«Mas ya vamos, sigue el camino y cumple el deber asumido;
[630] démonos prisa» —dijo—; levantadas en fraguas de Cíclopes
unas murallas diviso y en frente las puertas en arco,
donde dejar estos dones los preceptos nos mandan».
Había dicho y andando al tiempo por la oscuridad del camino,
abrevian el espacio que queda y a las entradas se acercan.
[635] Ocupa Eneas el acceso y su cuerpo de fresca
agua rocía y clava el ramo en el umbral de enfrente.
Acabados por fin estos actos, hecha la ofrenda a la diosa,
llegaron a lugares alegres y a las amenas praderas
de los bosques afortunados y a las sedes felices.
[640] Aquí un éter más amplio viste los campos de luz
purpúrea, y supieron de un sol propio, de propias estrellas.
Una parte entrenan sus miembros en palestras de yerba,
compiten jugando y en la rubia arena pelean;
otra parte marcan bailes con sus pies y dicen poemas.
[645] Y también el sacerdote Tracio con largo vestido
canta los siete intervalos de las voces con ritmos,
y ya los pulsa con sus dedos, ya con ebúrneo plectro.
Aquí el linaje antiguo de Teucro, bellísima prole,
héroes magnánimos nacidos en años mejores,
[650] Ilo y Asáraco, y Dárdano, que Troya fundó.
De lejos admira armas de hombres y carros vacíos;
hay lanzas en tierra clavadas y en todas partes süeltos
por el campo pacen caballos. La afición a los carros
y a las armas que tuvieron de vivos, el gusto por criar
[655] caballos lustrosos, les acompaña bajo la tierra.
Ve, ahora también, a otros a diestra y siniestra por la hierba
comiendo y cantando en coro un alegre peán
en medio de un bosque oloroso de lauros, de donde hacia arriba
por la selva la corriente abundante del Erídano rueda.
[660] Aquí, los que luchando por su patria sufrieron heridas
y los sacerdotes, castos mientras vida quedaba,
y los vates piadosos y los que hablaron dignos de Febo,
o los que cultivaron con artes inventadas su vida
y los que hicieron que otros les recordaran por justas razones:
[665] se ciñen las sienes de todos estos con nívea cinta.
A ellos en su derredor así les habló la Sibila,
a Museo antes que a nadie (pues en medio una gran muchedumbre
lo tiene y levanta la vista al que con altos hombros destaca):
«Decid, almas felices y tú, el vate mejor,
[670] ¿qué región a Anquises, qué lugar lo posee? Por él
venimos y cruzamos las grandes corrientes del Érebo».
Y a ésta dio respuesta el héroe así con pocas palabras:
«Para nadie hay casa fija; habitamos en bosques oscuros,
y en lechos de riberas y en prados frescos con ríos
[675] vivimos. Mas, si así voluntad y corazón os conducen,
superad este collado y ya os pondré en fácil vereda».
Dijo, y echó su paso delante, y campos radiantes
desde arriba les muestra; luego dejan las cumbres supremas.
Y el padre Anquises en verdeante valle bien hondo
[680] las almas encerradas y que han de ir a la luz superior
miraba con mucha atención, y de los suyos el número
completo por azar revisaba, sus nietos queridos,
y sus hados y fortunas de hombres, y sus modos y acciones.
Y cuando ve que hacia él se dirigía por entre las hierbas
[685] Eneas, lleno de alegría le tendió ambas las palmas
y en su rostro cayeron lágrimas y salió voz de su boca:
«¿Viniste por fin y, tan de tu padre esperada,
tu piedad venció el duro camino? ¿Se me da ver tu semblante,
hijo, y oír tus voces conocidas y devolverte las mías?
[690] Así, en verdad, lo sentía en mi ánimo y que sería pensaba,
contando los tiempos, y no me engañó mi cuïta.
¡Yo a ti, llevado por qué tierras y por cuántas llanuras,
te recibo! ¡a ti, hijo mío, echado en cuántos peligros!
¡cuánto temí que te dañaran los reinos de Libia!».
[695] Él por su parte: «La tuya, padre, tu triste imagen a mí,
presentándose a menudo, me hizo venir a estos umbrales;
están las naves en la sal Tirrena. Dame unir la dïestra,
dame, padre mío, y de nuestro abrazo no te sustraigas».
Así evocando, con largo llanto al tiempo sus rostros regaba.
[700] Tres veces intentó entonces dar los brazos en torno a su cuello;
tres veces su imagen, en vano apretada, huyó de las manos,
igual a vientos leves y muy parecida a sueño fugaz.
Mientras tanto, contempla Eneas en valle apartado
un bosque aislado y follajes de selva que suenan,
[705] y la corriente Letea que baña tranquilas moradas.
Aquí en torno innúmeras gentes y pueblos volaban:
como cuando en los prados las abejas en estío sereno
se posan en flores diversas y en torno a los blancos
lirios se esparcen, resuena todo el campo con su zumbido.
[710] Se estremece ante esa súbita visión y pregunta las causas
Eneas ignorante, cuáles sean además esos ríos
y qué hombres llenan las riberas en tan gran formación.
Luego el padre Anquises: «Almas a las que por el hado se deben
otros cuerpos, junto a la onda del río Leteo
[715] beben líquidos seguros y largos olvidos.
En efecto hablarte de ellas y mostrarlas delante
hace tiempo deseo, esta prole enumerar de los míos,
para que, de haber encontrado Italia, más conmigo te alegres».
«Oh padre, ¿acaso hay que pensar que de aquí al cielo suben algunas
[720] almas sublimes y que de nuevo regresan dentro de torpes
cuerpos? ¡qué ansia de luz para las desdichadas tan cruel!».
«Te lo diré, en efecto, y no te tendré, hijo mío, en suspenso»
acepta Anquises y en orden muestra las cosas una por una.
«Lo primero, al cielo y a las tierras y a los campos radiantes
[725] y al luminoso globo de la luna y a los astros Titanios
un espíritu por dentro los nutre y, en sus miembros metida,
una mente agita esa mole y con su gran cuerpo se mezcla.
De ahí, el linaje de hombres y rebaños, y las vidas que vuelan
y los monstruos que el ponto lleva bajo su llanura marmórea.
[730] De fuego es el vigor y celeste el origen de aquellas
simientes, en cuanto no las retardan cuerpos nocivos
ni las embotan artejos de tierra y miembros que han de morir.
Luego temen y desean, se duelen y gozan, y ni auras
distinguen, encerradas en tinieblas y en cárcel sin luz.
[735] Es más, cuando en el día postrero las ha dejado la vida,
no obstante de las míseras ni todo el mal ni todas las pestes
corporales se marchan del todo y es por completo preciso
que mucho de lo formado tiempo ha arraigue de modo admirable.
Y así, son castigadas con penas y de los males antiguos
[740] pagan suplicios: unas son extendidas, de cara a ligeros
vientos colgadas, a otras bajo torbellino sin fin
se limpia su crimen infecto o con fuego se quema
(cada cual sufrimos sus propios manes. Después por el amplio
Elisio se nos manda y alcanzamos pocos los campos alegres),
[745] hasta que un día lejano, cumplido el ciclo del tiempo,
las libra de su mancha formada y deja ya puro
el sentido etéreo y el fuego de la aura sin mezcla.
A todas estas, cuando por mil años han girado una rueda,
un dios al río Leteo las llama en gran formación,
[750] sin duda para que las bóvedas de arriba vuelvan a ver
de nuevo, y comiencen a querer regresar a los cuerpos».
Había dicho Anquises y a su hijo y también a Sibila
lleva al centro de la reunión y a la turba ruidosa,
y toma una altura de donde en larga fila a todos pudiese
[755] de frente divisar y aprender los rostros de los que se acercan.
«Vamos ahora, qué gloria seguirá a la prole Dardania
después, qué nietos venidos de linaje Ítalo esperan
—almas ilustres y que bajo nuestro nombre han de marchar—,
te contaré con dichos y te enseñaré tus propios destinos.
[760] Aquel joven, ves, que se apoya en una lanza sin hierro,
tiene a suerte un puesto cercano a la luz y el primero a las auras
etéreas se alza, mezclado con Ítala sangre,
es Silvio, nombre de origen Albano, tu última prole,
que a ti, ya longevo, tarde tu esposa Lavinia
[765] te dará en unas selvas, como rey y padre de reyes,
de donde será de Alba Longa dueño nuestro linaje.
Cercano está Procas, aquel, gloria del pueblo Troyano,
y Capis y Numitor y el que a ti con su nombre regresa,
Silvio Eneas, por igual en piedad como en armas
[770] egregio, si Alba para reinarla alguna vez recibiera.
¡Qué jóvenes! ¡cuántas fuerzas, mira, nos muestran
y cómo llevan las sienes sombreadas por cívica encina!
Estos a ti Nomento y Gabies y la ciudad de Fidena
pondrán sobre los montes, los fuertes Colatinos aquellos,
[775] y Pometio y el Castro de Inuo y Bola y Cora también;
estos serán luego nombres, ahora son tierras sin nombre.
Es más, se unirá a su abuelo de compañero el hijo de Marte,
Rómulo, al que Ilia su madre, de la sangre de Asáraco,
criará. ¿No ves cómo hay encima de él penachos gemelos
[780] y el mismo padre de dioses con su propio honor ya lo señala?
Bajo los auspicios de este, hijo mío, aquella ínclita Roma
su imperio igualará a las tierras, al Olimpo sus ánimos,
y en una para él con un muro rodeará siete colinas,
feliz en fruto de hombres: cual Berecintia la madre
[785] va en carro por ciudades Frigias, coronada de torres,
alegre de parir a dioses, abrazando a cien descendientes,
todos habitantes el cielo, todos de altos astros señores.
Vuelve ahora acá tus miradas gemelas, contempla este pueblo
y a tus Romanos. Aquí, César y toda de Julo
[790] la estirpe que ha de venir bajo el eje enorme del cielo.
Aquí el hombre, aquí está el que mucho oíste que se te prometió,
César Augusto, linaje de dios, que áureos siglos
ha de fundar de nuevo en el Lacio, por los campos reinados
por Saturno antaño, y sobre Garamantas e Indos también
[795] llevará su imperio; yace su tierra más allá de los astros,
más allá de las vías del año y del sol, donde Atlas celífero
gira el eje en su hombro, apto para estrellas ardientes.
A su llegada, ya ahora incluso los reinos del Caspio
se aterran por las respuestas de dioses, y la tierra Meotia,
[800] y las bocas inquietas del Nilo de siete brazos se turban.
Ni siquiera el Alcida recorrió tierras tan grandes,
aunque a la cierva de pezuña de bronce hirió, o de Erimanto
los bosques puso en paz y a Lerna hizo temblar con el arco;
ni el que victorioso gobierna sus yugos con riendas de pámpano,
[805] Líber, que lleva sus tigres desde la alta cumbre de Nisa.
¿Y dudamos aún extender el valor con nuestras hazañas
o es que el miedo nos prohíbe en tierra Ausonia asentarnos?
¿Quién es aquél que a lo lejos, ornado con ramos de olivo,
lleva objetos sacros? Conozco el cabello y las barbas canosas
[810] del rey Romano que con sus leyes la primera ciudad
fundará, desde la pequeña Cures y un pobre terruño
enviado a un imperio enorme. Luego de él llegará
el que rompa la paz de la patria y mueva a las armas,
Tulo, a los hombres ociosos y a las tropas de triunfos
[815] ya olvidadas. A él seguirá Anco el muy jactancioso,
que ya ahora se ufana de más con el favor popular.
¿Quieres a los reyes Tarquinios y el alma soberbia
de Bruto vengador contemplar, y los haces devueltos?
Este el primero el mando de cónsul y las crueles segures
[820] tomará y como padre a sus hijos que causan guerras de nuevo
llamará en nombre de la hermosa libertad al castigo.
¡Infeliz!; se tomen como sea estos hechos sus descendientes,
vencerán su amor a la patria y el inmenso deseo de gloria.
A Decios y Drusos a lo lejos, y al cruel con el hacha,
[825] mira a Torcuato, y a Camilo que vuelve a traer las enseñas.
Pero aquellas que ves refulgir bajo armas parejas,
almas concordes ahora y mientras son por la noche oprimidas,
¡ay, cuánta guerra entre ellas, si de la vida las luces
acaso alcanzan, cuántas tropas y matanza han de mover,
[830] el suegro de las cumbres Alpinas y del alcázar Moneco
bajando, el yerno provisto de enemigos Orientales!
No, jóvenes, no acostumbréis los ánimos a guerras tan grandes
ni volváis contra las entrañas patrias las fuerzas robustas;
¡y tú antes, tú contente, que traes del Olimpo tu estirpe,
[835] tira los dardos de tu mano, sangre mía!
Aquel a los altos Capitolios triunfantes desde Corinto
vencedor llevará el carro, insigne por los Aqueos caídos.
Aquél Argos y Micenas la de Agamenón destruirá
y al propio Eácida, linaje de Aquiles armipotente,
[840] vengando abuelos de Troya y templos de Minerva manchados.
¿Quién a ti, gran Catón, callado o a ti, Coso, puede dejar?
¿Quién, al linaje de Graco o a los gemelos, dos rayos de guerra,
Escipiadas, azote de Libia, y al poderoso con poco,
a Fabricio, o a ti, Serrano, que siembras en surco?
[845] ¿A dónde, Fabios, me lleváis cansado? Aquel Máximo eres tú,
el único que nos devuelves el Estado dudando.
Fundirán bronces que respiran otros con más calidad
(ciertamente lo creo), sacarán rostros vivos del mármol,
defenderán causas mejor, y los cursos del cielo
[850] trazarán con el radio y dirán de los astros que surgen:
tú regir con tu imperio los pueblos, Romano, recuerda
(estas serán tus artes), y tu ley imponer en la paz,
respetar al sometido y derribar al soberbio».
Así el padre Anquises, y añade esto ante su asombro:
[855] «Mira cómo Marcelo, insigne por los despojos opimos,
avanza y victorioso destaca sobre todos los hombres.
Este el Estado Romano, agitado por gran turbación,
sostendrá caballero, a Púnicos tirará y al Galo rebelde,
y las armas cogidas pondrá tres veces al padre Quirino».
[860] Y entonces Eneas (pues al tiempo veía avanzar
un joven egregio de forma y de armas fulgentes,
mas su frente poco contenta y sus luces en rostro abatido):
«¿Quién, padre, es aquél, que así acompaña al hombre que viene?
¿Su hijo o acaso alguno de los nietos de su noble linaje?
[865] ¡Qué estrépito de acompañantes en torno! ¡y en él, cuánto valor!
mas noche oscura rodea su cabeza con sombra funesta».
Entonces el padre Anquises comenzó con lágrimas que brotan:
«Oh hijo, no quieras saber el inmenso dolor de los tuyos;
los hados en la tierra a este mostrarán tan solo y no más
[870] dejarán que sea. A vosotros la estirpe Romana en exceso
potente os sería, dioses, si este don hubiera tenido.
¡Cuántos gemidos de hombres junto a la urbe grande de Marte
ha de llevar aquel campo! ¡o qué funerales verás,
Tiberino, cuando corras junto a su tumba reciente!
[875] Ningún hijo del pueblo Ilíaco a sus abuelos Latinos
alzará con tanta esperanza, ni nunca la tierra
de Rómulo se jactará tanto de haber a alguien nutrido.
¡Ay, piedad, ay, antigua lealtad y diestra en la guerra
invicta! Nadie habría salido sin daño de haberle
[880] hecho frente armado, ya fuera hacia los enemigos a pie
ya con espuelas dañara ijares de espumante caballo.
¡Ay, joven digno de lástima, si tu áspero hado rompieras!
¡Tú serás Marcelo! Traed las manos llenas de lirios,
esparza yo purpúreas flores y el alma del nieto
[885] cubra al menos con estos dones, y cumpla este vano
honor». Así vagan libres por toda aquella región
en los anchos campos aéreos y todo contemplan.
Tras llevar Anquises a su hijo por cada lugar
y encender su ánimo con el amor de la fama que llega,
[890] memora luego al hombre las guerras que ha de llevar,
y le enseña los pueblos Laurentes y la ciudad de Latino,
y de qué modo y qué esfuerzo podrá evitar o sufrir.
Tiene el Sueño dos puertas gemelas, de las que una se dice
de cuerno, por donde se da fácil salida a sombras veraces,

[895] la otra, brillante, está acabada de blanco marfil,
mas al cielo envían los Manes falsos ensueños.
Allí entonces Anquises a su hijo y con él a Sibila
acompaña hablando y los envía por la ebúrnea puerta;
él corta el camino hacia las naves y vuelve a ver a sus socios.
[900] Entonces al puerto de Cayeta derecho se llega.
El ancla se echa desde la proa, están en la playa las popas.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Dos poemas chinos

Pai Chu Yi

Siglo VIII / IX

El pino muere a los mil años,
la flor del hibisco no dura un día.
Ambos se hunden en la nada.
¿Por qué envanecernos
de nuestros meses y de nuestros años?

Ting Yu

Siglo XVIII

Árbol, piedra, viento, flor,
son mis cuatro vecinos;
nadie cruza mi puerta
y mi calle está sola.
Hoy vuelven las golondrinas del año anterior.
No creo más que en su amistad.

sábado, 25 de octubre de 2008

No se culpe a nadie de Julio Cortázar

NO SE CULPE A NADIE

Incluido en Final del Juego (1956)

El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguir hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estar impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire fr¡o de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, aunque su mano izquierda le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.

Julio Cortázar

El Pozo, de Luis Mateo Díez

Luis Mateo Díez

El pozo

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años.
Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa.
Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse.
En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior.
"Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.

Abadía de Thelema, François Rabelais

Cómo Gargantúa hizo preparar para el monje la Abadía de Thelema.

Faltaba sólo que recompensar al monje, y Gargantúa quiso hacerlo abad de Sevillé; pero él se rehusó. Quiso luego darle la abadía de Bourgueil o la de Saint-Florent, la que más le agradase de las dos; pero enseguida contestó que no quería carga ni gobierno de monjes; porque, como él decía: ¿Podría yo gobernar a otro cuando yo mismo no sabría gobernarme? Si os parece que os he hecho algún servicio y que en adelante podré hacéroslo, autorizadme para fundar una abadía a mi gusto. 

La iniciativa fue del agrado de Gargantúa y le ofreció todo su país de Thelema, junto a la ribera del Loire, a dos leguas del gran bosque de Port Huault; además le requirió que instituyese su religión al contrario de todas las demás. -"Primeramente" -decía Gargantúa-, "no hará falta edificar la abadía ni circundarla de murallas como están las otras". -"Verdaderamente" -replicó el monje-, "y donde hay muros hay murallas, envidia y conspiración mutua".

Se dispuso que, así como en ciertos conventos es costumbre cuando entra alguna mujer, es decir, las honestas y púdicas, limpiar los sitios por donde aquellas hubieran pasado, si religioso o religiosa entraran por caso fortuito, se limpiaran religiosamente todos los lugares que hubieran atravesado.

Puesto que en todas las religiones del mundo está todo acompasado, limitado y regulado por horas, se decretó que allí no habría relojes ni cuadrantes de ninguna clase, sino que las labores serían distribuidas según las oportunidades y ocasiones, porque, como decía Gargantúa, "la mayor pérdida de tiempo está en contar las horas, pues de ello no viene ningún bien, y la mayor desazón del mundo está en gobernarse al son de una campana, y no por los dictados del entendimiento y del buen sentido". Item: Puesto que en aquel tiempo no entraban en religión más mujeres que aquellas que se encontraban tuertas, borrachas, gibosas, feas, contrahechas, locas, insensatas, tocadas de maleficios y enviciadas, ni más hombres que los asmáticos, mal nacidos, inútiles y vagabundos, se dispuso que allí no se recibiría sino a las hermosas, bien nacidas y bien formadas y a los hermosos, bien nacidos y bien formados. 

-"A propósito" -dijo el monje- "una mujer que no es buena ni bella, ¿para qué vale?" -"Para monja" -repuso Gargantúa -"y para hacer camisas". Item: Como en los conventos de mujeres no entran hombres, sino engañosa y clandestinamente, se decretó que allí no habría mujeres en el caso que no hubiera hombres, ni hombres si no había mujeres. Item: Puesto que tanto unas como otros, una vez profesos después del año de noviciado, estaban forzados y compelidos a permanecer allí toda su vida, se dispuso que entraran y salieran libremente cuando les pareciese oportuno. Item: Como ordinariamente hacen tres votos, de obediencia, pobreza y castidad, se acordó que allí pudieran casarse honorablemente, que todos y cada uno pudieran ser ricos y viviesen en completa libertad. En cuanto a la edad de ingreso para las hembras, había de ser de diez a quince años, y para los varones, de doce a dieciocho. Cómo tenían regulada su vida los thelemitas. Tenían empleada su vida, no según leyes, estatutos ni reglas, sino según su franco arbitrio. Se levantaban de la cama cuando buenamente les parecía, bebían, comían, trabajaban, dormían cuando les venía en gana; nada les desvelaba y nadie les obligaba a comer, beber ni hacer cosa alguna; de esta manera lo había dispuesto Gargantúa. En su regla no había más que esta cláusula:

HAZ LO QUE QUIERAS

Porque las gentes bien nacidas, libres, instruidas y rodeadas de buenas compañías, tienen siempre un aguijón que les impulsa a seguir la virtud y apartarse del vicio; a este acicate le llaman honor. Cuando por vil sujeción y clausura se ven constreñidos y obligados, pierden la noble afección que francamente los inducía a la virtud y dirigen todos sus esfuerzos a infringir y quebrantar esta necia servidumbre, porque todos los días nos encaminamos hacia lo prohibido y ambicionamos lo que le nos niega. Por efecto de esta libertad, llegaron a la plausible emulación de hacer todos lo que a uno le fuera grato: si alguno o alguna decía bebamos, todos bebían; si decían juguemos, todos jugaban; si decían vamos a pasear por el campo, todos paseaban. Si decían vamos a cazar, las damas, montadas en sus bellas hacaneas, con su palafrén y su guía, llevaban cada una en su mano enguantada delicadamente, un esmerillón o alcotancillo; los demás pájaros los llevaban los hombres. Tan noblemente estaban educados, que entre ellos no había uno solo que no supiera leer, escribir, cantar, tocar instrumentos de música, hablar cinco o seis idiomas y componer prosa o verso. Jamás se han visto caballeros tan discretos, tan galantes, tan ágiles a pie y a caballo, tan fuertes para remar y para manejar todas las armas, como los que allí había. Cuando para alguno, por llamamiento de sus deudos o cualquiera otra causa, llegaba la hora de salir, llevaba consigo a una de las damas que de antemano le había escogido por suyo, y por consecuencia estaban ya juntos y casados; si en Thelema habían vivido en inclinación y amistad mutuas, las continuaban con aumento en el matrimonio, tanto que llegaban hasta el fin de sus vidas habiéndola pasado toda como el primer día de novios.

Textos en castellano utilizados para la transcripción de este capítulo: François Rabelais: La Abadía de Thelema (Gargantúa y Pantagruel, Libro I). Ed. M. Aguilar, Madrid, 1923. Trad. de E. Barriobero y Herrán.

La mariposa negra de Nicomedes Pastor Díaz

Nicomedes Pastor Díaz (Vivero, 1811 – Madrid, 1863)

La mariposa negra (1834)


Borraba ya del pensamiento mío
de la tristeza el importuno ceño:
dulce era mi vivir, dulce mi sueño,
          dulce mi despertar.
Ya en mi pecho era lóbrego vacío
el que un tiempo rugió volcán ardiente;
ya no pasaban negras por mi frente
          nubes que hacen llorar.

Era una noche azul, serena, clara,
que, embebecido en plácido desvelo,
alcé los ojos en tributo al cielo
          de tierna gratitud.
Mas ¡ay! que, apenas lánguido se alzara
este mirar de eterna desventura,
turbarse vi la lívida blancura
          de la nocturna luz.

Incierta sombra que mi sien circunda
cruzar siento, en zumbido revolante,
y con nubloso vértigo incesante
          a mi vista girar;

cubrió la luz incierta moribunda
con alas de vapor informe objeto;
cubrió mi corazón terror secreto
          que no puedo calmar.

No como un tiempo colosal quimera
mi atónita atención amedrentaba:
mis oídos profundo no aterraba
          acento de pavor;
que fue la aparición vaga y ligera,
leve la sombra aérea y nebulosa,
que fue sólo una negra mariposa,
          volando en derredor.

No cual suele fijó su giro errante
la antorcha que alumbraba mi desvelo:
de su siniestro misterioso vuelo
          la luz no era el imán.
¡Ay! que sólo el fulgor agonizante
en mis lánguidos ojos abatidos
ser creí, de sus giros repetidos,
         secreto talismán.

Lo creo, sí... que a mi agitada suerte
su extraña aparición no será en vano;
desde la noche de ese infausto arcano
         ¡ay Dios!... aún no dormí.
¿Anunciarame próxima la muerte,
o es más negro su vuelo repentino...?
¿Ella trae un mensaje del destino...?
          Yo... no le comprendí.

Ya no aparece sólo entre las sombras;
do quier me envuelve su funesto giro:
a cada instante sobre mí la miro
          mil círculos trazar:
del campo entre las plácidas alfombras,
del bosque entre el ramaje la contemplo,
y hasta bajo las bóvedas del templo
          y ante el sagrado altar.

"¡Para adormir mi frenesí secreto
cesa un instante, negra mariposa!
¡Tus leves alas en mi frente posa:
          tal vez me aquietarás...!"
Mas, redoblando su girar inquieto,
huye y parece que a mi voz se aleja
y revuelve y me sigue y no me deja
          ni se para jamás.

A veces creo que un sepulcro amado
lanzó, bajo esta larva aterradora,
el espíritu errante que aún adora
          mi yerto corazón.
Y una vez ¡ay! estático y helado
la vi, la vi, creciendo de repente,
mágica desplegar sobre mi frente
          nueva transformación.

Vi tenderse sus alas como un velo
sobre un cuerpo fantástico colgadas,
en rozagante túnica trocadas
          so un manto funeral.
Y el lúgubre zumbido de su vuelo
trocose en voz profunda melodiosa,
y trocose la negra mariposa
          en genio celestial.

Cual sobre estatua de ébano luciente
un rostro se alza en ademán sublime,
do en pálido marfil su sello imprime
          sobrehumano dolor,
y de sus ojos el brillar ardiente,
fósforo de visión, fuego del cielo,
hiere en el alma, como hiere el vuelo
          del rayo vengador.

Un momento ¡gran Dios! mis brazos yertos
desesperado la tendí gritando.
-¡Ven de una vez!- la dije sollozando,
          ¡ven y me matarás!
Mas ¡ay! que cual las sombras de los muertos
sus formas vanas a mi voz retira
y de nuevo circula y zumba y gira
          y no para jamás...

¿Qué potencia infernal mi mente altera?
¿De dónde viene esta visión pasmosa?
Ese genio... esa negra mariposa
          ¿qué es...? ¿Qué quiere de mí...?
En vano llamo a mi ilusión quimera;
no hay más verdad que la ilusión del alma:
verdad fue mi quietud, mi paz, mi calma;
          verdad que la perdí.

Por ocultos resortes agitado
vuelvo al llanto otra vez hondo y doliente,
y mi canto otra vez vuela y mi mente
          a esa extraña región
do sobre el cráter de un abismo helado
las nieves del volcán se derritieron
al fuego que ligeras encendieron
          dos alas de crespón.

Pasaje de Felipe Sassone

De La rueda de mi fortuna. Memorias, de Felipe Sassone, Madrid, Aguilar, 1955, p. 39-41:

Aquel año de 1896, duodécimo de mi edad, cuando publiqué mi primera cosa en un periódico, me interesé también por las matemáticas. Me disgustaban profundamente; pero un día, el profesor de álgebra del colegio empezó así su lección:

-Un gavilán pasó volando por delante de un palomar, y saludó: "adiós, mis señoras cien palomas". Y una de ellas le respondió: "No somos ciento; pero nosotras, más nosotras, más la cuarta parte de nosotras, más usted, señor gavilán, sí somos ciento." ¿Cuántas eran las palomas? ¿alguno de ustedes sabe decírmelo?

Un muchacho que estaba a mi lado se puso en pie, como impelido por un resorte.

-Yo sabré.

-¿Sabrá usted? -preguntó el profesor.

-En cuanto resuelva la ecuación - contestó con desparpajo el alumno-. Porque se trata de una ecuación de primer grado con una incógnita.

-Salga usted a la pizarra.

-Pedro Antonio Heredia -así se llamaba el alumno, se llama aún- esgrimió la tiza y dijo:

-El número de palomas es lo que queremos saber, y es por ahora la incógnita.

Y escribió:

X+X+X/2+X/4+1=100

Quitó el uno de la proposición; redujo la igualdad a 99 y comenzó las operaciones. El primer término se iba reduciendo; la incógnita se iba separando de los números; la fórmula era cada vez más pequeña, y al fin la X se quedó sola, a la izquierda, y a la derecha, después del signo = apareció el número 36.

-Son las palomas-afirmó Heredia-, y saludó al profesor con una pirueta de acróbata de circo.

Toda la clase aplaudió.

Aquello había sido buscar lo desconocido, descubrirlo poquito a poco, encontrarlo después de haberlo perseguido como una ilusión y a mí me pareció un encanto.

-Oye, Perico Antuco- le dije en el recreo a mi amigo-. ¿Quieres venir a casa a darme paso de matemáticas?

-¿Me lo darás a mí de literatura?

Aquella noche vino Pedro a mi casa de la calle de la Minería, y vino muchas noches más, y pasábamos dos horas de provechosa y alegre intimidad. Él me decía en la ocasión propicia:

-No te olvides, Felipito. En todo triángulo a mayor lado se opone mayor ángulo, y los tras ángulos de un triángulo, aun los equiláteros, suman siempre dos rectos.

Y yo a él:

-Te presente, Perico, que cuando el verbo ser es copulativo, concierta con el predicado nominal y no con el sujeto. En El Quijote encontrarás ejemplos de esta concordancia: "Todos los encamisados era gente medrosa." Era y no eran, fíjate bien. "La demás chusma del bergantín son moros y turcos." Repara en esto: son y no es.

Un criado negro nos traía chocolate o refrescos, según la estación. Bebíamos repitiendo entre sorbo y sorbo. Él:

-Pleonasmo, hipérbaton, metonimia, epanadiplosis...

Y yo:

-Isósceles, escaleno, hipotenusa, paralaje...

-¡Mira qué epanadiplosis!-¡Mira que paralaje!

Nos reíamos a carcajadas. Al filo de las doce se despedía...

miércoles, 22 de octubre de 2008

Qué matan los suicidas, Benjamín Prado

Qué matan los suicidas

Benjamín Prado

La muerte no tiene pasado. A pesar de ello, cuando un escritor decide suicidarse, los lectores y los críticos buscan en cada una de sus palabras un indicio, una premonición, analizan sus páginas como policías que buscaran huellas en el escenario de un crimen y hasta parecen querer leer sus obras como si, por alguna improbable perversión de las leyes del tiempo y el espacio, hubieran sido escritas después de desaparecido su autor, o como si éste hubiera sido durante años un muerto en vida, alguien que ya escribía desde el futuro, desde ese terrible después. Cuando no existen respuestas, lo mejor es inventarlas. Cuando los hechos no bastan, hay que recurrir a la imaginación. Sin embargo, el silencio de la muerte sólo existe para los vivos, son los que quedan de este lado del más allá quienes parecen sentir la imperiosa necesidad de cubrir o al menos atenuar ese hermético vacío que deja tras de sí la muerte, esa inmovilidad como ultraterrena que sucede al disparo, la copa de veneno o la caída al vacío. Y son los vivos, o los sobrevivientes, que diría un fatalista, quienes inventan lo que tienen que decir las palabras del suicida, quienes asocian el drama final con el resto de la historia de la mujer o el hombre que dijo basta, lo mismo que si no fuesen más que los dos extremos de una misma soga. En realidad, y esto lo sabe cualquier psiquiatra, la mayor parte de los suicidas no saben que van a matarse hasta poco antes de abrir la espita del gas o volcarse en la palma de la mano los barbitúricos. Algo así como los marineros del relato de Horacio Quiroga que se reproduce en este volumen. Son personas depresivas, amargadas o infelices y, seguramente, han jugado en más de una ocasión con la idea del suicidio, pero el paso suelen darlo en un momento de desesperación. Un suicidio se comete, pero no se planea, no al menos como cualquier otro acto. Pensar en morir es muy distinto a ir a morir, como se ve con astuta claridad en el extraordinario relato de Ambrose Bierce incluido en esta antología. Hay escritores que intentaron matarse varias veces, eso es cierto, como la poeta norteamericana Anne Sexton o como otro de los escritores seleccionados para este libro, Guy de Maupassant, que veía en el suicidio, como tantos otros, un acto de poder del hombre ante la fatalidad: "¡El suicidio! Pero ¡si es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos! Sí, hay una puerta por lo menos en esta vida, siempre podemos abrirla y pasar al otro lado." Hay, también, escritores que pusieron fecha de caducidad a sus vidas, como el poeta Gabriel Ferrater, que anunció a los treinta años que no cumpliría jamás los cincuenta y uno y, cuando llegó el momento de cumplir su palabra, se puso fin de un modo estremecedor, atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Por alguna razón, esa vulgar bolsa de plástico me produce un escalofrío mayor que las espadas con que se ultimaron Yukio Mishima o Emilio Salgari.

Y hay autores que decidieron tomarle la delantera a la muerte cuando, por unos u otros motivos, sus existencias ya eran, como en el relato de Jack London que incluye este libro, "un largo camino de amargura y horrores" que se había ido estrechando y que ya llegaba a su fin. Eso le ocurrió a Sylvia Plath, que no pudo sostener el peso de ser abandonada; a Reinaldo Arenas, que pronto descubriría que el paraíso capitalista era igual que el infierno comunista; a Hemingway y Bohumil Hrabal, el primero de los cuales se disparó para matar, junto a él, todo el sufrimiento que le causaba el cáncer que padecía; y el segundo porque encontró un doble remedio trágico al sufrimiento que le producía la enfermedad, en su caso una terrible artritis, y a la depresión en que lo había sumido la muerte de su esposa. Le ocurrió a Marina Tsvietáieva cuando ya sólo quedaban a su alrededor miseria y abandono. Y también a dos de los autores de este tomo, Stefan Zweig y Virginia Woolf, el primero por huir de su memoria -igual que Paul Celan, el fascista Pierre Drieu la Rochelle o Primo Levi- y la segunda por escapar a la locura. El fracaso literario llevó a la tumba a Maiakovski y a Alfonso Costafreda. El alcohol empujó hasta el cementerio a Malcolm Lowry, a Dylan Thomas, ambos presentes aquí, y hace poco al poeta Javier Egea. Otros, como Pavese, se mataron porque eran incapaces de seguir vivos. Es impresionante, al leer este libro, pensar en el cianuro de Horacio Quiroga, la morfina de Jack London, el veronal de Ryunosuke Akatugawa, la bala dadaísta de Jaques Rigaut o los somníferos de Malcolm Lowry. Es impresionante pensar en el minuto anterior a todo eso, ese minuto que creo que ha reflejado como nadie otra suicida, la poeta y narradora austriaca Ingeborg Bachmann, que se quemó viva prendiéndole fuego a su cama, por ejemplo en este poema de su libro No sé de ningún mundo mejor -publicado en España por Hiperión y traducido por Jan Pohl-, titulado "Hablar con un tercero":

Y he elegido a la muerte, para todas las confesiones ella, le he contado, a esta muerte disparatada, a la que no puedo imaginar, a la que puedo provocar rápidamente, pero nunca imaginar, le he contado. La muerte, a la que le he contado tiene la amargura de treinta píldoras, mide una caída por la ventana, y le digo, al estar sola con ella, ella tan larga tan larga como una caída por la ventana, ella tan corta, larga como un sueño, hasta que le quite al sueño la preocupaciones por mí, le cuento a este tercero. Digo: hazme ver su boca, y ese ojo hazme ver cómo era, dale marcha atrás, hazme ver cómo digo: Otra vez, y soy.


La muerte no es un valor literario ni el suicidio tiene más que ver con la literatura que el amor, el odio, la felicidad, el miedo, la tristeza, el deseo, la traición, la soledad o la envidia. Y, claro, no hay muerte que convierta un libro en algo mejor de lo que es, porque en el espacio hermético e inalterable de las obras impresas, a los relatos, los poemas y las novelas no les importa en absoluto si su autor está vivo, muerto o en un punto intermedio entre ambos estados. Y, en el fondo, a los lectores tampoco. Excepto, quizás, a los más morbosos. En este libro no sólo se reúne a unos cuantos autores suicidas, sino que en gran parte de los relatos el suicidio es un tema central o, como mínimo, una amenaza de fondo. Sin embargo, lo que les ha otorgado a la gran mayoría de estos escritores un lugar en la historia es la calidad de sus obras, no la tragedia de sus vidas. Alrededor del suicidio hay, como no podía ser de otro modo, toda una mitología, y hasta quien se atreve casi a decir que no matarse es de cobardes. No comparto esa opinión ni suicidarse me parece un acto de coraje, sólo de desesperación. Y tampoco creo que los autores que terminan suicidándose posean un secreto que los demás ignoran. Las librerías están llenas de obras maestras sobre el dolor, el sufrimiento, la desdicha y la angustia escritas por mujeres y hombres que murieron en sus camas de eso que se llama, de un modo un tanto macabro, ni más ni menos que muerte natural. Y también están llenas de obras maravillosas escritas por gente como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova que crearon sus versos en medio del infierno, cuando eran perseguidos, veían caer asesinados a los suyos, sufrían hambre y privaciones de todo tipo, acosos, cárceles, torturas y campos de concentración. Y, sin embargo, pensaron que escribir era un modo de salvarse, de vencer a sus verdugos. En la literatura, lo mismo que en la vida, una cosa puede ser lo contrario de la otra y ser tan verdad como ella. Ojalá los escritores que componen esta antología no se hubiesen matado. Sus creaciones no serían peor por eso y no hay más que leer este libro para darnos cuenta de todo el placer que nos robaron al verter el veneno o disparar sus pistolas.

martes, 21 de octubre de 2008

El niño yuntero, de Miguel Hernández

EL NIÑO YUNTERO

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
resuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.