domingo, 13 de abril de 2008
Benito Pérez Galdós, Nazarín
El portal del edificio era como de mesón, ancho, con todo el revoco desconchado en mil fantásticos dibujos, dejando ver aquí y allí el hueso de la pared desnuda y con una faja de suciedad a un lado y otro, señal del roce continuo de personas más que de caballerías. Un puesto de bebidas —botellas y garrafas, caja de polvoriento vidrio llena de azucarillos y asediada de moscas, todo sobre una mesa cojitranca y sucia—, reducía la entrada a proporciones regulares. El patio, mal empedrado y peor barrido, como el portal, y con hoyos profundos, a trechos hierba raquítica, charcos, barrizales o cascotes de pucheros y botijos, era de una irregularidad más que pintoresca, fantástica. El lienzo del Sur debió de pertenecer a los antiguos edificios del corral famoso; lo demás, de diferentes épocas, pudiera pasar por una broma arquitectónica: ventanas que querían bajar, puertas que se estiraban para subir, barandillas convertidas en tabiques, paredes rezumadas por la humedad, canalones oxidados y torcidos, tejas en los alféizares, planchas de cinc claveteadas sobre podridas maderas para cerrar un hueco, ángulos chafados, paramentos con cruces y garabatos de cal fresca, caballetes erizados de vidrios y cascos de botellas para amedrentar a la ratería; por un lado, pies derechos carcomidos sustentando una galería que se inclina como un barco varado; por otro, puertas de cuarterones con gateras tan grandes que por ellas cabrían tigres si allí los hubiese; rejas de color de canela; trozos de ladrillo amoratado, como coágulos de sangre; y, por fin, los escarceos de la luz y la sombra en todos aquellos ángulos cortantes y oquedades siniestras. (...)Subimos, al fin, deseando ver todos los escondrijos de la extraña mansión, guarida de una tan fecunda y lastimosa parte de la Humanidad, y en un cuartucho, cuyo piso de rotos baldosines imitaba en las subidas y bajadas a las olas de un proceloso mar, vimos a Estefanía, en chancletas, lavándose las manazas, que después se enjugó en su delantal de arpillera; la panza voluminosa, los brazos hercúleos, el seno emulando en proporciones a la barriga y cargando sobre ella, por no avenirse con apreturas de corsé, el cuello ancho, carnoso y con un morrillo como el de un toro, la cara encendida y con restos bien marcados de una belleza de brocha gorda, abultada, barroca, llamativa, como la de una ninfa de pintura de techos, dibujada para ser vista de lejos, y que se ve de cerca.
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