jueves, 6 de agosto de 2015

Guillermo Carnero, Ostende

De Ensayo de una teoría de la visión (1979)


Ostende


Obediencia me lleva, y no osadía (Villamediana)                


Nuestros burgueses [...] sienten una grandísima fruición en seducirse unos a otros sus mujeres. (Manifiesto Comunista, 11)                


ArribaAbajoRecorrer los senderos alfombrados
de húmedas y esponjadas hojas muertas,
no por la arista gris de grava fría
como la hoja de un cuchillo.
Mueven
su ramaje los plátanos como sábanas lentas
empapadas de noche, de grávida humedad
y reluciente.
También en la espesura
late la oscuridad de las cavernas,
y el Sol sobre las hojas evapora
las gotas de rocío-
el aura de calor
que envuelve e ilumina los cuerpos agotados
cuando duermen: si acercas la mejilla
ves las formas bailar y retorcerse,
un espejismo fácil y sin riesgo:
dos bueyes que remontan la colina,
el mago que construye laberintos,
el calafate, el leproso, el halconero
parten seguros al amanecer,
no como yo, por los senderos
cubiertos de hojas muertas, esponjadas y húmedas.
A veces entre los árboles clarean
los lugares amenos que conozco:
el pintado vaporcillo con su blanca cabeza
de ganso, acribillada de remaches y cintas;
las olas estrellándose bajo el suelo de tablas
del gran salón de baile abandonado,
las lágrimas de hielo que lloran los tritones
emergiendo en la nieve de las fuentes heladas;
el cuartito en reposo con la cama deshecha
junto al enorme anuncio de neón
que lanza sobre el cuerpo reflejos verdes, rojos,
como en las pesadillas de los viejos opiómanos
del siglo diecinueve.
Un cervatillo salta
impasible: lo sigo.
En un claro del bosque
está sentada al borde de la fuente,
con blanquísima túnica que no ofrece materia
que desgarrar a la rama del espino.
Corro tras ella sin saber su rostro,
pero no escapa sino que conduce
hasta lo más espeso de la fronda,
donde juntos rodamos entre las hojas muertas.
Cuando la estrecho su rostro se ha borrado,
la carne hierve y se diluye; el hueso
se convierte en un reguero de ceniza,
y en medio de la forma que levemente humea
brilla nítida y pura una piedra preciosa.
La recojo y me arreglo la corbata;
de vuelta, silencioso en el vagón del tren,
temo que me delate su fulgor,
que resplandece y quema aún bajo el abrigo.
Tengo una colección considerable,
y en el silencio de mi biblioteca
las acaricio, las pulo, las ordeno
y a veces las imprimo.
En el dolor se engendra la conciencia.

Recorrer los senderos alfombrados
de húmedas y esponjadas hojas muertas,
inseguro paisaje poblado de demonios
que adoptan apariencia de formas deseables
para perder al viajero.
Mas no perecerá
quien sabe que no hay más que la palabra
al final del viaje.
Por ella los lugares,
las camas, los crepúsculos y los amaneceres
en cálidos hoteles sitiados
forman una perfecta arquitectura,
vacía y descarnada como duelas y ejes
de los modelos astronómicos.
Vacío perseguido cuya extensión no acaba,
como es inagotable la conciencia,
la anchura de su río
y su profundidad.
Desde el balcón
veo romper las olas una a una,
con mansedumbre, sin pavor.
Sin violencia ni gloria se acercan a morir
las líneas sucesivas que forman el poema.
Brillante arquitectura que es fácil levantar
igual que las volutas, los pináculos,
las columnatas y las logias
en las que se sepulta una clase acabada,
ostentando sus nobles materiales
tras un viaje en el vacío.
Producir un discurso
ya no es signo de vida, es la prueba mejor
de su terminación.
En el vacío
no se engendra discurso,
pero sí en la conciencia del vacío.

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