¡Muera el señorito! de Rafael López de Haro
El libro primero de ¡Muera el señorito!, del manchego Rafael López de Haro, conquense de San Clemente, es el único que transcurre en El Pinoso, pueblo inexistente de Castilla la Nueva con el que López de Haro se figura uno manchego. Tras ser nombrado secretario del alcalde, Eugenio se apiada de una mendiga deforme, la Chana, que con frecuencia es enviada al sotanillo del Ayuntamiento que con frecuencia hace de cárcel para borrachos y es donde se depositan todos los trastos del cementerio y demás. Le da una pequeña limosna. Esta muchacha
"Vivía en el arroyo de limosna y disputando a los perros, en los muladares, las piltrafas de carroña. Como era repugnante, insoportablemente repugnante, y como socorrerla era ocasionado a que volviese, la echaban a escobazos de las puertas y la apedreaban los chiquillos. Si alguien le daba una limosna, la perra chica o el mendrugo, se los arrojaban desde lejos. [...] Si conseguía alguna moneda, ella la empleaba en vino inmediatamente y el tabernero se lo echaba en un bote de lata de esos de las conservas que ella llevaba siempre..."
La agricultura no da a la mayoría sino para mantenerse:
"-El labraor -hablaba Evencio- es mísero desde que hace hasta que va a la tierra a mirar desde la tierra al cielo, que es lo propio que hizo en vida. La tierra es probe y no hace ricos. La labranza se mantiene a sí misma y de ahí no pasa. Si el año sale bien, has cogío pa mantenete, mantener el ganao y los gañanes y a malas penas pagar la contribución. Que venga un hielo o una nube o que le dé dolor a un arre que te costó cinco mil reales, pues ya estás atrampao [...] Si alguno se sostiene como nosotros es porque no tenemos un vicio, comemos menos que canarios y estamos día por día dende que sale el sol tras el jornalero. ¿Quién se levanta? ¿Quiénes son los ricos nuevos? El usurero, el tendero, el alambiquero, el contratista. ¿Labraores? Toos pa abajo."
Su cuñado suele maltratar a su hermana, como le cuenta tía Justa, pero eso no debe trascender: que arda la casa y no salga el humo, como se suele decir. La falta de agua potable es tal que la gente apenas se lava, o cuanto más la ducha del polaco: cara, culo y sobaco. La poca que había era a treinta metros y era salobre. Se frega a los novios antes de casarse, solamente. Eugenio termina ecandalizado al enterarse por la mujer del jornalero despedido por el alcalde de que la mendiga deforme, la Chana, es en realidad medio hermana suya, hija de su padre y de una puta del lugar, que ha terminado trastornada tras seguir los pasos de su madre. Entre otros sucesos, contempla como el alcalde Ferreol logra apaciguar un motín popular por falta de pan y trabajo:
Eugenio miraba el campo desierto, la más leve señal de vida; campo espantablemente solo, raso, uniforme, mar muerto, de un color de sangre podrida; páramo soledoso de desesperante ilimitación. La mirada regresaba al espíritu como regresó el cuervo al arca de Noé.
Decía el mayoral:
-Hogaño va a haber mucho de esto. El probe está sin albitrio. Naide manda hacer na. Hay mucha gente pará y hay mucha hambre. Antiguamente dice que había en toa esta redonda muchos pinares del rey y del común, y había ganaos de ovejas y la gente se remediaba mejor con el aquel de la leche y de la leña. Pero de pinos no ha quedao más que el nombre del pueblo. Too se ha arao pa sembral trigo, y el trigo no mantiene más que a unos pocos. Lo pior es que el trigo tampoco se va a dar, porque paice que el cielo se va agotando y cada año llueve menos y la seguía va a acabar con lo poco que quea.
Eugenio se fue a su obligación pensando que una raza así, que descuaja y desola su solar y que cada año padece las mismas viruelas, el mismo tifus, la misma sed y hambre y no cambia, es una triste raza. El derecho civil y el derecho político podían decir lo que quisieran. La verdad la dijo Aristóteles. Ver en cada figura humana un sujeto de derecho es una majadería. El sujeto de derecho no es cada hombre, es la Humanidad. [...]
Aquel día, bajo los soportales de la plaza, se habían congregado los sin trabajo. Eran muchos. Todos vestían, como uniformados, calzón, chaquetilla y chamarreta de colorines; todos se calzaban con el atadijo de las albarcas, especie de sandalias de suela, con cuyas correas sujetábanse pie y pierna envueltos en trapajos, trozos de arpillera o de manta vieja; llevaban casi todos monterillas de piel de cabrito o un pañuelo atado en forma especial, que les hacía como un pequeño turbante. y todos, sin excepción, traían sobre los hombros unas mantas de mulas, pardas, del mismo color de la tierra, que, al lado que caía a la derecha, estaban cosidas formando un fondo de saco, en donde llevarían oculta el hacha o tal vez el trabuco.
Venían al Ayuntamiento a pedir pan y trabajo. Eran una legión de hombres humildes, ignorantes y resignados, que llegaban a este extremo cuando llevaban dos o tres días sin comer. Sus rostros empalidecidos, sus ojos vidriados, aterraban. Esperándolos quedaban sus esposas descaecidas y sus pequeñuelos, llorando, clamando, exigiendo.
Don Ferreol resoplaba más que de costumbre. Don Ferreol se había comido toda la consignación del presupuesto para caminos vecinales, para policía urbana... Don Ferreol se había comido todo el presupuesto. ¿Qué iba a hacer ahora don Ferreol?
Subió al despacho de la Alcaldía una representación de los pedigüeños: la formaban los cuatro mas atrevidos y sueltos de lengua. Estos cuatro parlamentarios de la desesperación eran cuatro tipos sintéticos. El azadón los derrengó, les descuadernó los hombros y loes hundió el pecho; el cierzo les atezó la cara y el hambre les encendió los ojos y les afiló los dientes.
-¿Qué queréis, hijos míos?
-Pus ya lo sabe usté.
-¿Pan y trabajo? ¿Cuántos sois?
-Tuicos.
-Esto ya lo sabía yo; esto vuestro ya me lo tenía yo tragao. Hoy mismo escribo al Diputao y al Ministro pa que vengan recursos de arriba...
-De arriba, de arriba... -masculló uno de ellos-. Y en el entre tanto que contestan, la gente perece. Eso no pue ser, señor alcalde. Nusotros no golvemos a nuestras casas sin un piazo e pan pa los chicos. ¡No pue ser!
Los otros tres ratificaron:
-¡No pue ser!
Don Ferreol acudió al remedio de todos los años.
-Bueno, pues ir pasando por las boletas.
Los tagarotes de la secretaría, con la lista de contribuyentes, y pasando por alto, como es natural, a los parientes y amigos de don Ferreol, distribuyeron el ejército de famélicos. Cada propietario debía dar trabajo a los obreros que se le asignaban. Era un impuesto no votado en Cortes, pero que se pagaba sin protesta. Ante la fiera hambrienta, nadie osaba defenderse.
Poco a poco la turba miserable se iba disgregando. Con la papeleta de la Alcaldía en una mano y el hacha o el trabuco en la otra, bajo el cojín de la manta, iban llamando a las puertas.
-Este pueblo -pensaba Eugenio- o es de borregos o es de lobos. De hombres no es. (Muera el señorito, Barcelona: Ramón Sopena, 1917, p. 110-112)
Tía Justa se muere de uremia, enfermedad de la vejiga, pero en realidad de muere de vergüenza o pudor, ese pudor tan español que es superior al instinto de conservación y que le impedía ir al médico o dejarse visitar por él. Y aquí termina el libro primero, único que trata sobre el pueblo manchego., y se traslada de la intrahistoria a la metahistoria de Madrid. Allí estudia Derecho y hace algunos amigos como Torralva (sic), que le dice cosas como estas:
Trabajar siempre fue carga de los viles, de los esclavos. El que trabaja hace profesión servil. ¡Déjate de eso! ¿Conoces a alguien que haya hecho gran fortuna trabajando? Para dominar, para ser rico, es necesario tener talento, que no se obtiene trabajando, o suerte, que es holgazana. Un hombre trabajando puede, afanosamente, ahorrar en sesenta años una miseria. Un gran capital no se hace trabajando: se hace traficando, negociando, que no es lo mismo. El tenedor de libros de cualquier triunfador de esos que conquistan el trono de reyes del carbón o del sulfato de cobre ha trabajado más que su amo. Creo que me hago entender. Trabajar, en suma, no es un camino que lleve a parte alguna; es un camino de noria que no conduce a ninguna parte. ¡No trabajes, Eugenio! ¡Conquista!
Me parece que la política española está llena de conquistadores. Así nos va.
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