domingo, 18 de marzo de 2007

ROMANCE DE LAS HUESTES DE DON RODRIGO



Las huestes de don Rodrigo
desmayaban y huían
cuando en la octava batalla

sus enemigos vencían.

Rodrigo deja sus tiendas

y del real se salía,
solo va el desventurado,

sin ninguna compañía;

el caballo de cansado

ya moverse no podía,
camina por dondequiera

sin que él le estorbe la vía.
El rey va tan desmayado
que sentido no tenía;
muerto va de sed y hambre,

de velle era gran mancilla;
iba tan tinto de sangre
que una brasa parecía.
Las armas lleva abolladas,

que eran de gran pedrería;
la espada lleva hecha sierra
de los golpes que tenía;
el almete de abollado

en la cabeza se hundía;
la cara llevaba hinchada
del trabajo que sufría.
Subióse encima de un cerro,

el más alto que veía;
desde allí mira su gente
cómo iba de vencida;
de allí mira sus banderas

y estandartes que tenía,
cómo están todos pisados
que la tierra los cubría;
mira por los capitanes,

que ninguno parescía;
mira el campo tinto en sangre,
la cual arroyos corría.
Él, triste de ver aquesto,

gran mancilla en sí tenía,
llorando de los sus ojos
desta manera decía:
«Ayer era rey de España,

hoy no lo soy de una villa;
ayer villas y castillos,
hoy ninguno poseía;
ayer tenía criados

y gente que me servía,
hoy no tengo ni una almena,
que pueda decir que es mía.
¡Desdichada fue la hora,

desdichado fue aquel día
en que nací y heredé
la tan grande señoría,
pues lo había de perder

todo junto y en un día!
¡Oh muerte!, ¿por qué no vienes
y llevas esta alma mía
de aqueste cuerpo mezquino,

pues se te agradecería?»

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