jueves, 6 de agosto de 2015

José Manuel Caballero Bonald, Antología poética

Antología poética
José Manuel Caballero Bonald


De Las adivinaciones:

 Versículo del Génesis

 Por las ventanas, por los ojos
de cerraduras y raíces,
por orificios y rendijas
y por debajo de las puertas,
entra la noche.

Entra la noche como un trueno
por las rompientes de la vida,
recorre salas de hospitales,
habitaciones de prostíbulos,
templos, alcobas, celdas, chozos,
y en los rincones de la boca
entra también la noche.

Entra la noche como un bulto
de mar vacío y de caverna,
se va esparciendo por los bordes
del alcohol y del insomnio,
lame las manos del enfermo
y el corazón de los cautivos,
y en la blancura de las páginas
entra también la noche.

Entra la noche como un vértigo
por la ciudad desprevenida,
rasga las sábanas más tristes,
repta detrás de los cobardes,
ciega la cal y los cuchillos
y en el fragor de las palabras
entra también la noche.

Entra la noche como un grito
entre el silencio de los muros,
propaga espantos y vigilias,
late en lo hondo de las piedras,
abre sus últimos boquetes
entre los cuerpos que se aman,
y en el papel emborronado
entra también la noche.



 Domingo

 La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no lo podéis mirar),
un traje del que cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de temor, esperanzas sobrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando semanas, hambres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un afán desahuciado,
de una piedad con fábulas, la veis
venir y ya sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho molde de engaño comunal,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las trizas
de ese telar de amor donde entrevemos
la pobreza de todos que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclementes pestañas,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese sueño blandamente nocivo
que se nos va quedando arrendado en la piel,
que se consume hasta perderse
en un mísero rastro de caricia aterida,
hasta llegar a confundirse con un domingo anónimo,
con un tiempo de nadie hilvanado de lástima.

Y de pronto ese día, el domingo,
ella viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es crédulo en su espera siguiente,
porque está consolándose con un jornal vacío,
porque está desviviéndose
en una vana sucesión de acopios para huir,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.



 Nombre entregado

 Tú te llamabas tercamente Carmen
y era hermoso decir una a una tus letras,
desnudarlas, mirarte en cada una
como si fuesen rastros iguales de alegría,
contiguos besos en mi boca reunidos.
Era hermoso saberte con un nombre
que ya me duele ahora entre los labios,
me sangra entre los labios como el moho de una fruta,
como algo que yo querría nombrar constantemente
y me estuviese amordazando con su olvido,
con su apremiante negación de ser,
porque es inútil repetir lo que termina en nada.

Es posible que ya no puedas tú tener un nombre,
encerrar en un nombre tu ternura,
tus verdes ojos dulces,
la dorada humedad de tu cabello,
que ya no puedas responderme si te llamo,
si te sigo llamando y nada me devuelve
la ilusoria constancia de que aún eres cierta.

Ahora es de noche y tú no tienes nombre,
a nadie pertenecen tu voz, tus adjetivos,
mientras cae la lluvia
mansamente y es más frágil la vida
cuando al llamarte sé que ya no tienes nombre.

¿Es verdad que te has ido para siempre,
que no podremos ya mirar los árboles mojados,
la lenta pesadumbre de las tardes calladas,
el nocturno temor que a nuestro amor se unía?
¿Es verdad que tu boca se irá deshabitando
sin responder a nadie ni siquiera en silencio,
que ya no cabré nunca en tu mirada,
en tus manos que guardan mi latido en su piel?

No puedo imaginar que alguien te llame
allí por ese reino donde ahora enmudeces
mordiéndote los labios como entonces
y tú vuelvas los ojos para ver si es posible
que tengas todavía un nombre en que esconderte,
un nombre que estacione la vida entre sus letras,
que sea vanamente igual que Carmen,
porque ahora es de noche y tú no tienes nombre.

Pero entonces he mirado la luz,
los péndulos furtivos del otoño,
los hombres que caminan y caminan,
las aves del regreso, torpes ya con el frío,
estos libros que ardieron con nuestros ojos juntos,
mis padres, mis hermanos, con sus sombras gemelas,
mi amigo Juan Valencia, que está mi lado y no
me habla, y sé que estoy viviendo,
he aprendido que son las cosas quietas
las que evidencian mi razón de cada día,
que eres tú quien te has ido a una gran soledad,
quien no puedes volver con aquel nombre tuyo,
con aquel cuerpo ajeno y transeúnte que tenías,
con algo que no sea caricia o beso o lágrima
y lo convoque todo en una historia única
donde decir tu nombre equivalga también a poseerte.

Porque es triste y es también preciso
comprender que eso es vivir: ir olvidando,
consistir en palabras que están llamando a nadie,
saber que es una grieta súbita
la que arrasa y corrompe la más cierta esperanza,
saber que es el desamor
quien detrás de lo más amado espera
para poder seguir viviendo
a pesar de la noche y tu nombre entregado.




 Memorias de poco tiempo



 Espera

ArribaAbajo Y tú me dices
que tienes los pechos rendidos de esperarme,
que te duelen los ojos de estar siempre vacíos de mi cuerpo,
que has perdido hasta el tacto de tus manos
de palpar esta ausencia por el aire,
que olvidas el tamaño caliente de mi boca.

Y tú me lo dices que sabes
que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre,
de lastimar mis labios con la sed de tenerte,
de darle a mi memoria, registrándola a ciegas,
una nueva manera de rescatarte en vano
desde la soledad en la que tú me gritas
que sigues esperándome.

Y tú me lo dices que estás tan hecha
a esta deshabitada cerrazón de la carne
que apenas si tu sombra se delata,
que apenas si eres cierta
en esta oscuridad que la distancia pone
entre tu cuerpo y el mío.


 Un cuerpo está esperando

 Detrás de la cortina un cuerpo espera.
Nada es verdad sino su encarnizada
inminencia, esa insaciable culpa
que a mí mismo me absuelvo
aborreciéndome. Nada es verdad:
un cuerpo está esperando
tras el sordo estertor de la cortina.

En la oquedad propicia del instante
que mientras más deseo más maldigo,
quiero amar ese cuerpo, que él perviva
hasta que su orfandad se haya cumplido.

Paredes jadeantes, sucio el suelo
de mercenaria obstinación, allí
nos conducimos mutuamente
al voraz simulacro de la vida.
(La amarra del amor nos hace libres.)
Sólo yo estoy suspenso del engaño:
reptante fiebre muda,
mi memoria confunde sus fronteras
entre las turbias órdenes del tiempo.
De todo cuanto amé, nada logró
sobrevivir al cuerpo en que persisto.
(La noche se agazapa entre las telas
que un falaz movimiento hace carnales.)

Una mentira solo está esperando
detrás de la cortina. Soy
otra vez mi cómplice: consisto en mi deseo,
toco a ciegas la luz, me reconozco
después de extraviarme, despedazo
ese fúnebre espejo al que el placer
se asoma, expío
con mi turno de amor mi propia vida.

De un vértigo ritual pendiente el cuerpo,
ya no es posible conjurar su lastre.


 Hijo de las tinieblas

 Ayer,
por la vertiente de las tierras fluviales,
ya en el último cerco nocturno de la bruma,
te vi cruzar entre el adobe de los muros caseros,
bordeando el declive suburbial del arroyo,
con tu gesto de héroe fugitivo y tu indolencia
de errante flor oscura, alegre al parecer,
hijo mío,
patriarca de telas destrozadas,
de luz a luz buscándote,
de tiniebla en tiniebla haciéndote más hombre,
defendiendo tu corazón contra las brozas
que roían la vida en torno tuyo.

Bernardo Ballester era tu nombre impetuoso
como un bastión de barro y de batallas,
y crecías cambiando tu condición de inválido
por una duda al menos en que poder creer,
por alguna ignorancia o extravío de náufrago
donde fundamentar tu pecho tan inerme.

Frente a ti yergo el filo sonoro
de mi palabra como un herido acero,
para que tú me oigas,
para que tú me vivas y me hermanes,
acaso para nada o tal vez para el sueño
que tienes enterrado debajo de ti mismo,
solitario arrecife
con oleajes de combativa herencia,
varón de pétalo y metal,
agua mansa y turbulento ácido
juntos entre el caudal de tu ceguera.

Hoy,
después de ti, después de haberte hablado,
me acuerdo de quién eres y qué quieres,
me acuerdo de tu vida,
hijo mío.
(Te llamo y me haces falta, hijo mío.)
Necesito mirar el desgarrón culpable
que abre tu historia entre las piedras de Castilla,
sentir cómo te hundes en tu propia esperanza,
oír el golpear de tus pinceles
contra el único amor, palpando al mismo tiempo
su entraña de diamante inflexible.

Entre los tuyos, entre el pan y el vino
de los tuyos, eras
lo mismo que una llama de paciente iracundia,
lo mismo que una herida aminorada
con el ungüento de su propia sangre,
toda tu casta junta en su nativo horror,
muralla de concordias arrasadas,
ilusoria materia de estrago irreparable.

Igual que una pregunta que resbala
por los tramos del odio y se pronuncia casi
con temor de morir y vuelve luego
a restaurar la nada de su crédulo origen,
así tu hombría intraducible,
tu encarnizada pugna contra nadie,
tu libre mano párvula
que ahonda en lo más frágil de cuanto fue creado,
tiembla sobre los fosos de la vida
y toca el mundo y lo delata
y en páginas en blanco lo convierte,
porque siempre estarás luchando solo,
porque jamás podrás ver claro,
hijo de las tinieblas,
hijo mío.


De Anteo:


 Hija serás de nadie


(La soleá)


ArribaAbajo Me fui acercando hasta la lúgubre
frontera de la llama, todavía
reciente el maleficio. Dioses
en vez de hombres arrancaban
a la terrestre boca sus rescoldos
de mísera epopeya. Ebria
mejor que loca era la sed,
mientras las jadeantes llaves
del amor, la roja flor del vino,
el nudoso gemir de la madera,
reducían la vida a un estéril
fragor de insurrección.
Nunca fue
la omnipotencia concebida
con más proscritos fueros
de humildad. Aquí moría el tiempo
retumbando entre las sometidas
deserciones, fugaz la orilla incrédula
del alma, inmortal su corriente.

Pero la mordedura de lo negro,
¿tú también?, repetía. Toca
mis azotados senos infecundos,
abre el furioso horno del relámpago,
hunde tus manos hasta el fondo
de la estación del hambre, en las sangrientas
volutas del recuerdo, por las roncas
angosturas de un grito. Allí verás
cómo se alza en errabunda cólera
tu propia sumisión. Bebe conmigo
el cuenco de la música, la líquida
maraña del lamento, fértil
amor tendido en la harapienta
majestad de la noche, menguando el clamoroso
martirio de la luz.
Pero la mordedura
de lo negro, ¿tú también?, repetía.
Hija serás de nadie, laberinto
de infamantes asedios, tributaria
consumación del llanto, hija
serás de nadie, soleá tan libérrima
que su arma es su yugo, alimentada
de tierra, engendrada en la tierra,
tanto más alta cuanto más
caída, ¿tú también?, como Anteo.




 Semana Santa


(La saeta)


  La cruenta memoria donde el sueño
busca su alivio en vano, el pedestal
sangriento de la noche, boca
de los dormidos, calla no más
al borde del sollozo, resonando
como el agua en el odre, ¿quién
despierta?, mientras va la anarquía
del corazón vertiendo su insaciable
razón mortificada.
Aquí se agrieta
el mundo, aquí la carne, aquí
el demonio. Lucha, alma mía,
cuerpo mío, demonio mío, lucha
conmigo tú, mi esclavizado
pueblo, reliquia funeral
del enemigo, tal la aciaga tormenta
en la noche beatífica,
cuando el relámpago profana
el cauteloso atrio de los templos.

Batallas son de fe mientras blasfeman
en la sombra, allí los santuarios
portátiles, los cirios, el capuz
insidioso, el rezo entre requiebros.
¿Cómo huir del ludibrio por las calles
nocturnas, a solas bajo el cerco
de las tulipas y los estandartes?
¿Cómo escapar de todos, regresar
a todos y gritar ante ellos
la proclama más crédula, su idioma
acongojado, dardo propiciatorio que degrada
el hueco en que se hunde?
En otro tiempo
viví yo mismo aquella idolatrada
trasmisión del prodigio, cuando
hasta la herencia de verdad de un hombre
era tomada como agravios y las hogueras
que regían la fe se propagaban
hasta la misma libertad del justo,
restaurando en sus hijos
el castigo que nunca merecieran.

Pero la dulce efigie, el cándido cordero
del holocausto, en mercenarias
andas de impiedad, fueron testigos
del incauto ofertorio de la noche.
Y el ebrio aroma céreo, la alquilada
carga del penitente, el metálico chorro
de las candelerías, los grumos
del incienso sordamente sahumado,
la tiniebla del coro, iban teniendo
la inercia de una patria migratoria,
mientras la terca púrpura intocable
aún vibraba a la luz de las alegorías
sobre el civilizado rostro de la historia.

Así la voz volvía a guarecerse
en la querella, única habitación
del oprimido labio alucinado,
y en tanto ya que las antorchas
envolvían el oro de crespones lívidos,
la palabra gemía enmascarándose
con el suplicio de lo oscuro, ¿quién
despierta?, haciendo más humana
su sagrada quejumbre, ya triunfante
del solemne ritual de las diademas.

Setenta veces siete, entre sedientos
vítores, inválidas culturas, fue la pompa
rindiendo pleitesía a la indigente
reconstrucción de un grito, divisoria
liturgia invulnerable, urna
de resignada tradición de hastío
desde donde la noche va gestando
su reconciliación con la mañana.




 Las horas muertas

 Anamorfosis

ArribaAbajo Este olor a achicoria y a orujo
y a crines de caballos y a verdín
con salitre y a yerba de mi infancia
frente a África, acaso
contribuya también a perpetuar
en no sé qué recodo del recuerdo
un equívoco lastre
de amor dilapidado y de injusticia
que en contra de mí mismo cometí,
y es como si de pronto
todo el furtivo flujo del pretérito
convirtiera en rutina
la memoria que tengo de mañana.




 Suplantaciones

 Unas palabras son inútiles y otras
acabarán por serlo mientras
elijo para amarte más metódicamente
aquellas zonas de tu cuerpo aisladas
por algún obstinado depósito
de abulia, los recodos
quizá donde mejor se encubre
ese rastro de hastío
que circula de pronto por tu vientre,

y allí pongo mi boca y hasta
la intempestiva cama acuden
las sombras venideras, se interponen
entre nosotros, dejan
un barrunto de fiebre y como un vaho
de exudación de sueños
y otras esponjas vespertinas,

y ya en lo ambiguo de la noche escucho
la predicción de la memoria: dentro
de ti me aferro igual
que recordándote, subsisto
como la espuma al borde de la espuma,
mientras se activa entre los cuerpos
la carcoma voraz de estar a solas.


 De Un libro, un vaso, nada

 Todas las noches dejo
mi soledad entre los libros, abro
la puerta a los oráculos,
quemo mi alma con el fuego
del salmista.
Qué contraria
voluntad de peligros me desvela,
quiebra la vigilante
sed de vivir de mi palabra.

Todas las noches junto inútilmente
los residuos del día, recupero
las horas muertas de la indefensión,
consisto en lo que he sido.

(Una mano olvidada entre las sábanas
rompe papeles, incinera
los escombros del sueño.)

Oh posesión sin nadie, ¿para qué
tantas páginas vanas, tantos
himnos vacíos? Mira
a tu alrededor, ¿qué queda?
Solos
estamos: toda la ausencia cabe
entre la realidad y el sueño. Aquí
mi obstinación es mi alegría:
un libro, un vaso, nada.



De Pliegos de cordel



  Supervivencia

 Musgo mefítico, adherencia
matinal de lo inerte, día
a día arrastrándome
hacia un fondo de esponjas
oxidadas, broncas burbujas
balbucientes, tentáculos
que en las marañas de la noche
acechan.
Toco a ciegas
la luz, las alas
de las horas, escucho
cómo restallan los cristales
de la mañana llameando
desde el centro
del sueño, desde el centro.
Lentas ondas me emplazan
en lo opaco del día, busco
la cajita de yerbas, el papel
ocasional de los recados.
Salto
por fin al borde de la vida.


 Otra vez en lo oscuro

 Abajo A veces, en la turbia
galería del sueño, encendía la luz
y me quedaba oyendo los ruidos
de la noche: el rumor
de la ronda, el gotear
del grifo, la doméstica
respiración y como un vago
acicate de vida
en la madera.
Trascendía
la casa a los durmientes
y todo era un recluso
depósito de miedo entre las sábanas.
Pedía de beber por no sentirme
solo, quizá por parecerme
al acecho de alguien,
porque el roce de un cuerpo
me desvelara de vivir.

Y otra vez en lo oscuro iba
rastreando los pasos
de la calle, respiraba
el agrio aroma a cuero
del calzado reciente,
la sinuosa urdimbre del almagre,
el impávido vaho del tragaluz.
Dormía
vigilando las sombras,
la sucesión de gérmenes del sueño,
entumeciéndome de fe, como esperando
desde el rincón de reo de mi infancia
que fuese libre para despertar.


 Hasta que el tiempo fue reconstruido

 Hasta que el tiempo fue reconstruido
bajo tu propia vigilancia, cuántas
residuales versiones de los hechos
fueron depositando su carroña
en papeles, en bocas, en conciencias.

Hombres e ideas tenebrosamente
instalados en la mitología, textos
que suplantaron con abyecta máscara
el rostro de la historia, allí
se conjuraban para hacerte cómplice
de la maquinación contra el fantasma
que recorrió tu juventud
hasta que el tiempo fue reconstruido.

¿Cómo escapar a ciegas, desandar
el camino? ¿Quién que no tú
lo haría, con qué trámites
de acotadas lecciones, testimonios
apócrifos, tenaces simulacros?

Arduo oficio fue el tuyo e inhumanas
las trampas de la vida. ¿Con qué suerte
de antídotos, argucias, imposturas
te preservaste del contagio, mientras
a solas compartías las ruinas
hasta que el tiempo fue reconstruido?

Elegir no pudiste una verdad
distinta de la única, algún medio
de subvertir el orden del pasado,
dirimir lo proscrito, rechazar
el asedio.
Pero tú mismo fuiste
tu testigo: primero un libro,
una mano después, más tarde
una palabra, luego un hombre
y luego otro y otro más, y un año
y otro año, una premonitoria
concurrencia de hombres y de años,
y media vida que concurriría
para que al fin y de tu propia mano
otros nombres pusieras a la historia
mientras que el tiempo fue reconstruido.


De Descrédito del héroe:



 Guárdate de Leteo

 Defenderé el recuerdo que me queda
de aquella calle inhóspita
detrás de la estación de Copenhague.
Defenderé contra mí mismo
ese recuerdo, cuando
gastado ya el valor de una experiencia
que la literatura prestigiara,
en frágiles nociones se estaciona
la prefiguración de un mundo torvo
que es del placer la copia menos nítida.

No volver ya sino reconstruir
de lejos, por inercia, el anhelante
derredor de la noche: los difusos
cuerpos estacionados
en la acera, la luz de las vitrinas
vibrando entre la bruma y el grasiento
vaho adherido a los zaguanes
donde la identidad del sexo se abolía.

Pero aquella emoción en parte desglosada
de una historia banal, actúa
como la remuneración de un vicio solitario
en la distancia: ese recuerdo que defenderé,
que me defenderá
contra la sordidez de la virtud.



Renuevo de un ciclo alejandrino

Por los feudos del río
Guadalete, ya en las cercas
de espinos del cañaveral
del Charco, aún subsisten
los ruinosos porches
de una casa de postas convertida
hoy en mesón, equívoco refugio
de yegüeros y gente
trashumante. Todos buscan allí
lo que no falta nunca:
el mal vino del pago de Aznalcóllar
y la inerte muchacha
que vende al transeúnte su miseria.

En el pino terrado alquilan
una sucias yacijas, separadas
por trémulos tabiques de latón
y arpillera. Y entre un denso
vaho de mazorcas y un hedor
inconsolable a cama, yace
la mercancía repartida
en dos bultos iguales de letargo
esperando que suba el comprador.

Desde el cubil se oyen
pasar a los que vuelven de la escarda
o van de anochecida a rebuscar
espárragos. Llegan las voces
de Joaquín, el del pies
ligeros, y de Onofre, hábil
en el manejo de la hoz, y de Ana,
la de ojos de novilla, y de Miguel,
domador de caballos. Todos
acuden al señuelo de los porches
antes de vadear las aguas
del Escamandro azul, del Guadalete
de envinados reflejos, fijos
los ojos en las cóncavas
manos, como abrumados todavía
por la insaciable cólera
del investido de poderes.

Y aquella última vez
hasta el sórdido cuarto descendió,
semejante a la noche, Constantino
Cavafis, el secreto hijo
de Calímaco, repitiendo
desde un lúbrico fondo de algodón
y sangre, estas aladas palabras:
en todo el universo destruiste
cuanto has destruido
en estas angosta esquina de la tierra.

Gestión de simulacros
es la verdad vivida: breve
como la fraudulenta desnudez
de la carne, centellea en lo oscuro
el tálamo de Ítaca, ya lejos
la taciturna orilla de Aznalcóllar.
Mas no por rehacer impunemente
la infracción de una historia, impuso
al maltratado cuerpo su sentencia
el implacable oráculo, sino
por rescatar el heroísmo
de una epopeya oculta en un tugurio,
pérfido rastro de sustituciones
que ahora acude
y permanece en el poema.




A batallas de amor campo de pluma

Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.
Despierta, ya es de día,
mira los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediando el taciturno
material del deseo.
Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.

A batallas de amor campo de pluma.


Laberinto de Fortuna

Super flumina Babylonis

Aquella impávida, bellísima harapienta que merodeaba por el mercado de Sanlúcar, tenía que ser sin duda la última portadora aborigen del talismán. Pues nunca podría ser aherrojada quien tan humildemente iba ofreciendo la incorregible magnificencia de su vida. Fermentaban despacio los zumos tórridos de las frutas y un dulce amago de miseria envolvía los ambulantes puestos de la plaza. Pero ella atravesaba incólume la densidad de los desperdicios: nada la hacía tan superviviente como el contacto con lo perecedero. Junto a la edénica antigüedad del gran río, era la más joven desterrada del mundo. Parecía escapar hacia ninguna parte, como buscando esa otra forma de extravío que la conduciría al punto de partida. También junto al gran río, lloraba la harapienta por un perdido reino.



La botella vacía se parece a mi alma

Solícito el silencio se desliza por la mesa nocturna, rebasa el irrisorio contenido del vaso. No beberé ya más hasta tan tarde: otra vez soy el tiempo que me queda. Detrás de la penumbra yace un cuerpo desnudo y hay un chorro de música hedionda dilatando las burbujas del vidrio. Tan distante como mi juventud, pernocta entre los muebles el amorfo, el tenaz y oxidado material del deseo. Qué aviso más penúltimo amagando en las puertas, los grifos, las cortinas. Qué terror de repente de los timbres. La botella vacía se parece a mi alma.


Anochecer en Lluch-Alcari

Esa fracción de vida que he perdido por ignorancia o negligencia, ¿podía haber supuesto la felicidad? Y ese libro en rigor nunca leído, ¿qué me ha negado? Derivan las sospechas hacia el turbio confín de la ensenada y busco el rumbo aquel tan libertario donde cada respuesta irradia un nuevo cerco de preguntas. Taciturna gestión de las balizas que me avisan ya tarde del peligro: sólo podrá escapar quien logre ir acogiéndose a una platónica ignorancia. Al borde de la cala, por la mar de Deyà, brota la flor versátil de la anfetamina. Qué palabra inhumana la palabra certeza: lo que aún desconozco constituye el único argumento de esta historia. Amaina la resaca igual que la demencia mientras inútilmente me rehúye el falso instigador de la sabiduría tratando de impedir que lo desenmascare. Mi oficio es esta forma de imponerle al recuerdo una distinta ambigüedad, este soberbio modo de hacer más seductora una experiencia que habrá quien considere deleznable: cuanto aquí dejo escrito legitima eso otro que nunca escribiré .



De Diario de Argónida:



Biblioteca particular

(Jack London, The Sea-Wolf)


ArribaAbajo Comparecen los libros en lugares
anómalos, se juntan
con indolente asimetría:
un tropel
de vestigios locuaces,
pendencieros, irresolutos, lerdos.

He pugnado con ellos
durante muchos años: los he visto nacer,
durar, languidecer. Han resistido
intemperies, saqueos, turbamultas.

Algunos llevan dentro
la ponderada prueba de mi envidia,
los más el distintivo
incorregible de la decepción.

Mi error fue abrir un día un libro.




Nocturno con barcos

Siento pasar los barcos por dentro
de la noche. Viene de un taciturno
distrito del invierno y van a otra interina
estación de argonautas,
esas rutas
quiméricas que rondan
los fascinantes puertos de la imaginación.

Invisibles a veces, surcan
las cóncavas comarcas de la niebla,
pertenecen a un mundo despoblado,
a alguna procelosa tradición
de vidrieras marchitas, se parecen
a la emoción que queda detrás de algunos sueños.

Llega hasta aquí el empuje
respiratorio de las máquinas, el empellón
del agua en las amuras,
y a veces
una sirena desenrosca
la disonante cinta de su melancolía
por los opacos círculos del aire.

La cifra de esos barcos es la mía.
Con ellos cada noche se va también mi alma.




Mestizaje

Reluce el mármol veteado
entre la pomarrosa y el laurel
y algo como una suave gasa malva
deja sobre los mates barnices de la tarde
un voluptuoso amago de siesta femenina.

Una mujer de grandes ojos dulces
destaca entre los tórridos difuminos del patio
con un lánguido gesto de intimidada
por la inminencia de la fotografía.

Erguido junto a ella hay un niño
en cuyos tenues brazos zozobra una fragata
y a su lado una negra de pechos presurosos
sostiene una cesta de frutas
que parece ofrecer a algún oculto rondador.

Es utensilio extraño la memoria.
Evoco ahora lo que no he vivido:
una estirpe de nombres lentamente criollos
resonando en las ramas prenatales.
Esa es la abuela Obdulia y ese es mi padre
y esa es la casa familiar de Camagüey,
adonde yo llegué una tarde crédula
en busca de un ramal de mi autobiografía
y sólo hallé la cerrazón, el vestigio remoto
de un apellido apenas registrado
en las municipales actas de la infidelidad.

También yo estoy allí, huelo a melaza
rancia y a sudor de machetes,
oigo las pulsaciones grasientas del trapiche,
los encrespados filos de la zafra,
siento la floración de un mestizaje
que a mí también me alía con mi propio deseo.

Cuánto pasado hay
en esa omnipresente estampa familiar.
Mientras más envejezco más me queda de vida.


De Manual de infractores:



Summa vitae

De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
marañas,
conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los suntuosos barrizales del Éufrates,
un arcaico crepúsculo en las Islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn' Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.

Pero de todo eso
¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.




Pasión de clandestino

De aquellas arduas clandestinidades
tenazmente debidas
a causas nobles y amorosos lances,
sólo te queda un sedimento
entre feliz y melancólico, la sensación
de haber perdido algo inencontrable,
un decoro, una fe y algún temor:
eso que fue sin duda
el rango más preciado de tu vida.

Vertiginosos días de lecciones
difíciles, de secretos quehaceres y nocturnidades,
de coartadas sensibles a la luz que te valieron
cárcel, exilio, represalias
y algo como un empecinado acopio de certezas
que afloró andando el tiempo en lastres varios.

De grado compartías encomiendas
que la pasión hacía más audaces,
aquella candorosa convicción
de estar fogosamente prestigiando
las noches, los sigilos, los empeños
heroicos, los prohibitivos usos del amor,
mientras la dignidad gestaba su literatura
y en dulces aficiones te acogías.

No has vivido emoción igual que aquella.
Nada ha sido lo mismo desde entonces
y aún eres el recuerdo de ese hermoso
oficio pasional de clandestino.

Nunca fue en vano tan magnánimo
aprendizaje de la vida.

La historia de después te importa menos.



Terror preventivo

Ventana borrascosa abierta al borde
de las ruinas,
ven y asómate, hermano,
¿no ves en esa trama
preconcebida de la iniquidad
como un tajo feroz mutilando el futuro?

Y allí mismo, detrás de la estrategia
irrevocable del terror, ¿no escuchas
el sanguinario paso de la secta,
la marca repulsiva
del investido de poderes,
sus rapiñas, sus mañas, sus patrañas?

Atroz historia venidera,
¿en qué manos estamos, cuántas trampas
tendrá que urdir la vida para seguir viviendo?

Luis Antonio de Villena, Antología

La nave del crepúsculo

(de Asuntos de delirio)

Era un chico con ojeras moradas,
caído en el suelo de un portal de Chueca. Un caserón
enorme, feo.
Lloviznaba en la noche. El frío era impropio de la época.
¿Necesitas algo? Estaba muy pálido.
Los vaqueros en ruinas. Manchas en las manos. Una pupa
en los labios.
¿Puedo ayudarte?
Estoy en el polo sur. No te preocupes.
Es un barco lleno de viejos, hacia el polo sur…
El cielo es blanco y el mar es blanco.
Las olas no hacen ruido. Y la tierra no zumba.
Es el barco de los viejos vestidos de blanco.
Me gusta ¿sabes?
Estás en la vida pero ya no hay vida.
Sólo el mar blanco. Eternamente blanco hacia el polo sur…
¿Qué más, incluso tú, puedes pedir?

Un arte de vida

(de Hymnica)

Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa,
tu corbata de tarde, la carta que le escribes
a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás
en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto
de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero.
Amar el sol y desear veranos, y el invierno
lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde
esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte
el foulard con cariño esmerado ante el espejo,
embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir
y anhelar jóvenes cuerpos, llanuras prodigiosas,
todo el mundo que cabe en tantas euritmia.
Dejar de amanecida tan fantásticos lechos,
y olerte las manos mientras buscas taxi, gozando
en la memoria, porque hablan de vellos y delicias
y escondidos lugares, y perfumes sin nombre,
dulces como los cuerpos. ¡Qué frío amanecer entonces,
qué triste es, qué bello! Las sábanas te acogerán
después, un tanto yermas, y esperarás el sueño.
Del día que vendrá no sabes nada. (No consultas
oráculos.) Te quemarán hastíos y emociones,
tertulias y bellezas, las rosas de un banquete
suntuario, y las viejas callejas, donde se siente
todo, en el verano, como un aroma intenso.
Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa.
Y si todo va mal, si al final todo es duro,
como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno.


El paso de la laguna Estigia

(de La muerte únicamente)

A un lado del bosque -por la orilla-
veía extraños fuegos y gritos espantosos.
(Digo bien: Veía gritos, porque nada oía).
Era el aire melancólico y sombrío.
y lo cruzaban pájaros de color ceniza.
No puedo decir que sufriera exactamente,
era una sucesión de agobio, pesadumbre, angustia,
como queriendo llorar y sintiéndote solo.
Al otro lado del agua (un agua esmeraldina,
profunda, portentosa) se distinguía apenas
otro bosque, y una ignota claridad desconocida.
A la vera del agua (sin rumor, pero móvil)
había un viejo desnudo, con crespa barba blanca.
Le dije: ¿Cuál es la verdad, dime;
qué debí haber hecho? ¿Retirarme de todo,
vivir remoto al mundo, en la paz de las sierras?
¿O arder en las batallas y zozobras,
intrigar, morder ansia, escalar arduamente,
herir al semejante con ponzoña enconada?
¿O simplemente entregarme a la carne,
hundirme entre los cuerpos día a día
mientras seca la lengua siente un vacío instante?
¿Qué debí haber hecho? ¿El poder, la soledad,
el amor, el triunfo? ¿A cuál dedicarse?
Y el viejo no se inmutó aunque yo temblase.
Respondió: Cualquier cosa que hicieras, es lo mismo.
No hay verdad aquí. Nada es verdad segura.
Si buscaste el sosiego -sólo eso- y es mucho…
Esta es la única verdad, siguió. Y me mostró
una barca. Esta de ahora es la sola verdad
de cuanto existe. Y me tendió un vaso de agua clara.
Toma, añadió. Me cogió la mano. Y sentí un blando
frío en los pies, al mojarme, subiéndome a su barca.
Al fondo, un raro sol, como violeta y rojo,
que no daba calor, parecía la sangre cuando mana.

Chapero

(de Marginados)

Nunca pensé hacer eso.
Sencillamente me daba asco
aunque yo hubiese disfrutado de chaval
con otros chicos, tú ya sabes…
Pero ¿qué tiene que ver?
Luego te faltan las pelas,
no dura el curro,
en tu casa dicen que te busques la vida,
y un amigo te da la solución.
Me dijo aquel chaval:
Cuando un tío te dé mucha grima,
tómate un trago de ginebra,
y déjate hacer. Es fácil…
Con el tiempo encuentras que no es tan diferente.
Y hay gente muy legal
Tíos que están dispuestos, de veras,
a echarte una mano. Que se encaprichan contigo…
Y la verdad, te lo montas a gusto con ellos,
en la cama.
Luego hay cerdos, cerdos cabrones,
tíos que te tratan como una servilleta:
Que te orinan el cuerpo
o quieren que les des dos hostias fuertes.
En realidad no te gusta esa vida,
siempre en garitos y pensiones malas…
Pero hay días que cuando entras al bar,
temprano, recién dormido, fresco,
y ves a uno de esos que te apañan la noche,
esos días respiras de repente,
y te parece que todo será como una Kawasaki enorme.
Dirías que nada cuenta el tiempo.
El mundo resplandece, hay copas preparadas. La noche es dulce.
De verdad, mañana ¿qué significa mañana?


La mayoría moral, intachable y serena

(de Asuntos de delirio)

(Manuel Ramos Otero)



Usted comprenderá: yo nunca fui de los suyos.
He podido reír en una cena, aceptar un convite,
simular que estaba de acuerdo con el modo
eficaz en que han ido cuadriculando el mundo…
Ellos llaman Orden a su vida, y se ponen
palmas, insignias, construyen colegios, iglesias,
miran con respeto a las alturas jerárquicas,
emulan, engañan, se perdonan, bendicen…
Nunca fui de los suyos, pese a cierta apariencia.

* * *

Pertenezco a las afueras, al margen,
a la vida ágil y sucia que se escapa
de su red de soga. En lo que a ellos
les duele y asusta yo hallé la bondad.
Mi corazón está lejos y está lejos mi alma.
Mi camino se ha forjado en lo oscuro.
Perdonaban mi pasión y su belleza.
Si no exagerábamos, si no nos excedíamos,
estaban dispuestos a tolerarlos, liberales.
La hermosura de los muchachos les ofende.
Les irrita otra pasión, porque en la red ven
un roto grande, y les grita el vértigo.
Somos una espada sobre su cabeza.
Pirados, vividores, alevines de nada.
Hombres y muchachos en un extraño nudo.

* * *

Nunca fui de los suyos. Los odio. Los detesto.
Su vida levanta comandancia y estados.
Su vida es un cuarto de estar con aduana.
Jamás con ellos, aunque no esté seguro de mi sitio.


El viaje infinito del arte moderno

(de Asuntos de delirio)

Dicen que se quedaba en silencio.
Largas horas. En silencio.
Se llama sufrir. No es agua muerta. Un pantano
en silencio. Hay vértigos adentro.
Una sierra eléctrica, brutal, que zumba a veces.
Y no lo sé. Sufrir. Y de repente
las piernas del Idilio de Fortuny. Como voz de vida
Y hablaban interminablemente después.
¿Quién dijo la palabra motriz? ¿Qué dices cuando
dices, etc…?
Te juro que me tiene sin cuidado.
Lo que quiero es ser feliz,
solo algo más que mantenerme en pie.
¿Saber? También saber. Y joder. Y mirar cuadros.
Pero apenas nunca ocurre.
¿Hablo? ¿Digo?
Largas horas. Fatiga
Dijo: El Estado, nos están masacrando el Estado…
Y ella le miró delicadamente, anochecía:
Creo que esa luz rojiza está intentando decirnos algo.

Jaime Siles, Antología


PROPILEO 

A ti, idioma de agua derrotado, 
a ti, río de tinta detenido, 
a ti, signo del signo más borrado, 
a ti, lápiz del texto más temido, 
a ti, voz de lo siempre más negado, 
a ti, lento silencio perseguido, 
a ti, este paisaje convocado, 
a ti, este edificio sugerido, 
a ti, estas columnas levantadas, 
a ti, los arquitrabes reflexivos, 
a ti, las arquivoltas consagradas, 
a ti, los arbotantes disyuntivos, 
a ti, mar de las sílabas contadas, 
esta suma de sones sucesivos. 

PASOS SOBRE EL PAPEL 

Hoy todas las palabras me vinieron a ver. 
Iban todas vestidas y yo las desnudé. 
Tenían agua dentro y yo se la quité. 
Bebí toda su agua y me quedó su sed. 
No me quedó su habla: me quedó su mudez. 
Hoy todas las palabras me vinieron a ver. 
Todas iban vestidas y yo las desnudé. 
Ni debajo ni dentro había ningún ser 
sino un lento perfume de luz sobre su piel: 
un líquido contacto de tinta y de papel. 
Nada más. Eso es todo lo que recuerdo ver. 
Recuerdo las palabras: eran una mujer, 
una luz, un perfume, una tinta, una piel. 
Oigo pasos que vuelven y vuelven a volver. 
No existen: vuelven sólo e insisten otra vez. 
Las palabras son pasos dados sobre el papel 
hacia nosotros mismos pero con otra piel. 
Ellas y nosotros formamos un vaivén 
en el tiempo que dura nuestro yo en otro quien. 
En las palabras vive lo que vivió una vez 
aunque nunca lo mismo tenga segunda vez.

martes, 4 de agosto de 2015

Tomás de Iriarte, Epístola I a Dalmiro (José Cadalso)

EPÍSTOLA I.

ESCRITA EN II DE NOVIEMBRE DE 1774 A D. JOSEPH CADAHALSO,

a la sazón que este se hallaba en Montijo, y envidiaba al autor la fortuna de vivir en Madrid entre literatos.

Descríbese el estado de la Literatura en esta Corte.

    Que en ese rincón de Extremadura
desterrado te ves, tan triste y solo
que ser habitador se te figura
del antártico polo,
deja ya de envidiarme la ventura
de residir aquí, donde imaginas
que vivo acompañado
de Musas españolas y latinas,
y donde piensas tú que en alto grado
estiman al amante de las Letras.
    ¡Qué mal, qué mal penetras,
oh mi Dalmiro, el lamentable estado
de la sabiduría en esta Corte,
dos siglos ha maestra de las Ciencias, 
y en el nuestro aprendiz de las del Norte! 
    La causa de este mal, sus consecuencias 
a referirte voy. Permite, amigo, 
que desahogue mi pesar contigo. 
   La mala educacion echó raíces. 
Los niños que de escuela carecieron 
en sus primeros años infelices, 
ya son hombres idiotas, que subieron 
q ocupar los empleos de importancia, 
en que es leve defecto la ignorancia. 
    ¿Quién te ha dicho que aquí desacredita 
a un racional el ver que no ejercita 
la parte intelectual de su individuo? 
Comen, duermen, se adornan, se pasean, 
y del dia el residuo 
en total ocio, u en el juego emplean. 
Gastan dinero, tren, tiempo en visitas, 
las paciencias de todos (que aun no bastan) 
y solo sus potencias jamas gastan; 
que al morir se las dejan nuevecitas. 
 —¿Conque se casa Julia? 
—Y si Lisardo muere ¿quién le hereda? 
—Muy pobre estuvo anoche la tertulia.  
—¡Bonito frac! ¿Es algodon, o seda? 
—¿Qué has perdido?  —Diez onzas de un envite.
—Aquel hombre riñó con la fulana
—¿Han mudado comedia? Si el convite 
No se acaba muy tarde, iré mañana...— 
Estos son sus discursos, sus ideas, 
sus artes y científicas tareas. 
    Isócrates y Euclides resuciten: 
vengan Virgilio y Cicerón: reciten 
graves sentencias, sólidas doctrinas: 
Solís y Garcilaso en las esquinas 
fijen limada prosa y dulce verso:  
corra el naturalista el universo; 
afánese, y adquiera 
cuantas preciosidades y portentos 
puede ofrecer Naturaleza entera: 
verán por galardón de sus talentos 
que un jugador de manos, la Giganta, 
un pájaro de América, o del Norte, 
una muchacha que en las tablas canta, 
y otras insubstanciales menudencias 
alborotan la Corte, 
surten de diversión las concurrencias; 
y el libro bien escrito,
por más que en los carteles se señale 
con la letra más gorda de la imprenta, 
como a todo el lugar le importa un pito, 
expuesto queda a perdurable venta. 
    Y ¡pobre del autor que sobresale, 
que si el injusto público le mienta 
es para alzar contra su fama el grito! 
   Primeramente nuestro bello idioma, 
competidor del de la antigua Roma, 
sujeto yace a dura servidumbre. 
Escríbenle sin regla ni cuidado 
háblanle por costumbre; 
sus delicados fueros no veneran 
nadie le estudia; todos le adulteran. 
    Si alguno se ha esmerado 
en escribir pesando las dicciones, 
después de mil prolijas correcciones, 
la turba de lectores indiscreta 
hace de la elegancia igual aprecio 
que del peor estilo de gaceta. 
Ya se acabó aquel tiempo en que hubo necio 
que pasaba las noches y los días 
limando sordamente sus escritos, 
fiel censor de retóricos delitos, 
exacto en evitar cacofonías, 
vocablos forasteros, redundancias, 
frases impropias, malas concordancias. 
Hoy cada cual se explica como quiere: 
si habla castizo o no, nadie lo inquiere.  
Escribir con borrones ya no es moda: 
¡Nuevo y útil convenio, 
que a todos los bolonios acomoda! 
Y los que se temían 
como penosos partos del ingenio, 
ahora son abortos repentinos. 
Los ásperos caminos 
que antiguamente a pocos conducían 
del remoto Parnaso a las alturas, 
hoy se han vuelto llanuras 
por donde sin peligros ni sudores 
se pasean serviles traductores. 
Ellos son, oh Dalmiro, los perversos 
traidores al lenguaje de su tierra,   
y que haciéndole están continua guerra. 
¡Oh! Quiera el justo Apolo, 
(pues se lo pido así en mis pobres versos) 
que cuanto aquéllos en su vida escriban, 
quede, como archivado en protocolo, 
del más necio librero en la trastienda; 
que solo de ello los gusanos vivan, 
y eterno polvo empuerque tal hacienda; 
¡que ni los confiteros la reciban  
ni aun merezca servir para cohetes 
o para alfombra en lóbregos retretes! 
Sí, legos traductores: 
caiga sobre vosotros mi anatema, 
viciosos corruptores, 
los que a la pura lengua castellana 
pegasteis una gálica apostema, 
que en su cuerpo no deja parte sana. 
   Pero, amigo, si acaso el sufrimiento 
te basta para oír cuál me lamento 
de nuestra erudicion y su rüina, 
sabe, pues, que el estudio indispensable 
de la noble y matriz lengua latina, 
confiado a una secta inexpugnable (1) 
de adustos preceptores 
o de antiguos errores 
o de nuevas pasiones inducidos,   
víctima es hoy de acérrimos partidos,   
padeciendo el bien público entretanto. 
    Unos a la instrucción tomos dedican 
que en número y volumen dan espanto; 
la memoria del joven mortifican, 
su entendimiento ofuscan,   
la voluntad le cansan. Otros buscan 
defectos que objetar a un Arte breve,   
metódico y cabal, cuanto es posible, 
que nuestra España debe  
al que en un solo libro, en patrio idioma, 
y en verso inteligible 
que de memoria sin afán se toma, 
dio según orden justo reglas fijas, 
útilmente copiosas, no prolijas. 
Otros hasta la muerte son parciales 
de aquel Arte confuso 
que en las manos el dómine les puso, 
cuando, a poder de fieros cardenales 
y de recias palmetas, en sus mentes 
introdujo gramáticos principios, 
cortos, obscuros, falsos, imprudentes,
con duros versos y con floxos ripios.   
    Y pues los libros del antiguo Lacio, 
modelos de elocuencia y poesía, 
el filósofo Tulio, el cuerdo Horacio, 
mas se olvidan e ignoran cada dia;
¡bien haya el erudito que, si escribe, 
da por prision a su obra el cartapacio, 
de donde no la saca mientras vive, 
por no exponerla al triste menosprecio 
en que no incurre acaso la de un necio! 
   Mas si pretenderán los defensores 
de la antigua enseñanza madrileña 
que donde, por gramática, se enseña 
no sé qué jerigonza y greguería, 
monserga, guirigay o algarabía, 
sobresalgan poetas y oradores?
¡Ojalá no ofreciera el mismo templo 
de elocuencia infeliz más de un ejemplo! 
Pláticas oirán contra escofietas, 
calzados, rascamoños, manteletas; 
retruécanos tal vez, tal vez consejas 
de aquel lugar impropias, y con gritos 
espantajo de niños y de viejas; 
mas si una corrección de los delitos  
enérgica, fundada e instructiva, 
con seriedad, con arte y persuasiva; 
si un estilo oratorio digno y puro, 
perceptible, y no bajo, 
culto, sin ser obscuro, 
quieren buscar, les costará trabajo. 
Son raros los que en púlpito, u en foro 
guardan a la retórica el decoro. 
    ¿Pues qué será si la atención convierten 
a ese par de teatros que divierten 
al Matritense vulgo, y le habitúan 
a falsa idea de lo que es un drama; 
que en las rudas molleras perpetúan 
la no envidiable fama 
de absurdos e increíbles fabulones, 
en que el poeta con el arte juega 
a la gallina ciega, 
y a tientas gira, dando tropezones?... 
    Mas perdona, Dalmiro,
si por mi ingenuo celo,
y por el compasivo desconsuelo
con que el atraso de las Letras miro,
y el estrago infeliz que las espera,
esta epístola mía
casi en declamación ya degenera. 
Y, por más que te dé melancolía 
carecer de este mundo literario, 
yo la suerte contigo trocaría, 
y en Montijo viviera solitario, 
donde tratara simples labradores, 
y no idiotas preciados de doctores. 
Por fin, Dalmiro, hagamos un ajuste, 
(aunque es muy de temer que te disguste) 
si me envías un cándido ignorante, 
te regalo un fantástico pedante. 


(1) Gens dura atque aspera cultu / debellanda tibi Latio est. Virg. Aeneid. V, 73O. "Con nación de un inculto y duro trato / has de lidiar en la región latina". 

William Saroyan, El sentido de la vida

William Saroyan, en  Un tal Rock Wagram, 1960:

Todo hombre es un buen hombre en un mundo malo. Ningún hombre cambia el mundo. Todo hombre cambia del bien al mal o del mal al bien una y otra vez durante su vida y, al final, muere. Pero, sin importar cómo o por qué o cuándo cambia, el hombre continúa siendo un buen hombre en un mundo malo y él lo sabe. Toda la vida el hombre lucha contra la muerte y al fin pierde la pelea, habiendo sabido siempre que la perdería. La soledad es el tributo y el fracaso de todo hombre. 

    El hombre que intenta escapar de la soledad, es un lunático.

    El hombre que no sabe que todo es fracaso, es un estúpido.

    El hombre que no se ríe de todas estas cosas, es un pelmazo.

   Pero el lunático es un buen hombre y también el estúpido y el pelmazo, y cada uno de ellos lo sabe. Todo hombre es inocente y, en última instancia, un lunático solitario, un estúpido solitario o un pelmazo solitario.

    Y, sin embargo, el hombre tiene un sentido. La vida que vive todo hombre tiene un sentido. Un sentido secreto y patético si no fuese por las mentiras del arte.

Azorín, Supervivencia de las arañas

Azorín, en su Antonio Azorín


Las sociedades animales son tan interesantes como las sociedades humanas. Los sociólogos las estudian con gran cuidado. Las hormigas y las abejas se agrupan en urbes regimentadas sabiamente; son metódicas unas y otras, son laboriosas, son sagaces, son perseverantes, son humildes, son industriosas. Las arañas, en cambio, no se agrupan en sociedad jerarquizada; son los más fuertes de todos los insectos. Los naturalistas se plañen de su insociabilidad. Y no hay animal más difundido sobre el planeta.

Viven bajo las aguas, como la argironeta; corren sobre la superficie de los lagos, como el dolomelo orlado; fabrican su morada so las piedras, como la segestria; se agazapan en un pozo guateado de blanca seda, como la teniza minera; se columpian en aéreas redes, como la tejenaria. Corren, nadan, saltan, vuelan, minan, trepan, tejen, patinan. Y en su insociabilidad hosca tienen como mira capital, como sentido esencialísimo, el amor a la raza. El amor a la raza está en las arañas sobrepuesto a todo interés peculiarísimo. La raza ha de ser fuerte, recia, audaz, incontrastable. La hembra, a este fin, devora despiadadamente al macho débil que se le acerca a cortejarla. Y de este modo sólo los machos fuertes triunfan y legan a las nuevas generaciones su audacia y fortaleza.

¿Es un animal nietzschano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas hay un orden que más que ningún otro profesa en el reino animal esta novísima filosofía que ahora nos obsesiona a los hombres. Tres de estos arácnidos—Ron, King y Pic—ha estudiado Azorín pacientemente. A continuación doy, en forma amena, algunas de sus observaciones. Excúseme el lector si las encuentra deficientes, y vea sólo en estas líneas un modesto intento de contribuir al estudio de la sociología comparada.

** *

Ron es un varón fuerte, a quien los naturalistas llaman saltador escénico, y dicen que es de la clase de los aracnoides, y aseguran que pertenece al orden de los atidos. Los saltadores son los más intelectuales y elegantes de los arácnidos. No son metódicos, no son extáticos. Corren, brincan, se mueven prestamente. No fabrican urdimbres donde permanecer hastiados; no labran agujeros donde esperar aburridos. Son mundanos, son errabundos. Vagan ligeros por las puertas y por las paredes soleadas. Persiguen las moscas; las atrapan saltando. Y de este modo han sabido unir a la utilidad la belleza, puesto que su caza es un deporte airoso.

Ron vive en una confortable casa; tiene catorce centímetros de larga y seis de ancha. Son de cartón sus muros, es de cristal su techumbre. El interior es blanco. Y en la blancura, Ron va y viene gallardo y se destaca intenso.

Ron es grande; mide más de un centímetro; tiene henchido el abdomen; su cuerpo parece afelpado de fina seda; sobre el fondo blanquecino resaltan caprichosos dibujos negros. Ron es ligero; tiene ocho patas cortas. Ron es polividente; tiene en la frente dos ojuelos negros, fúlgidos; y junto a éstos, a cada lado, otros dos más pequeños; y encima de éstos, sobre la testa, otros dos diminutos. Ron es nervioso; tiene dos palpos, como minúsculos abanicos de plumas blancas, que él mueve a intervalos con el movimiento rítmico de un nadador. Ron es voluble; corre por pequeños avances de dos o tres segundos; se detiene un momento; yergue la cabeza; da media vuelta; se pasa los palpos por la cara; torna a correr un poco...

Azorín cree que a Ron le ha parecido bien la nueva casa. El ha entrado tranquilo, indiferente, impasible; luego ha dado una vuelta con el discreto desdén de un hombre de mundo. Azorín lo observaba; esta frivolidad le ha molestado un poco. Y, sin embargo, esta frivolidad no era ficticia. He aquí la prueba: Ron, sin pensarlo, ha dado un topetazo con una mosca que se hallaba muy tranquila en medio de la caja. La mosca se ha sobresaltado un tanto. Entonces Ron, ya vuelto a la realidad, ha advertido su presencia.

«He hecho una tontería»—debe de haber pensado—; «tenía aquí a mi lado una mosca y yo estaba completamente distraído.» Inmediatamente ha retrocedido con cautela hasta separarse de la mosca cinco centímetros. Ha transcurrido un instante de espera. Ron se contrae, se repliega como un felino. Luego, lentamente, con suavidad, avanza un centímetro; luego, más lentamente, otro centímetro; luego se para, aplanado, encogido. La mosca está inmóvil; Ron no se mueve tampoco. Transcurren treinta segundos, solemnes, angustiosos, trágicos. La mosca hace un ligero movimiento. Ron salta de pronto sobre ella y la coge por la cabeza. Esta pobre mosca se mueve violentamente, patalea estremecida de terror. No, no se marchará; Ron la tiene bien cogida. «Las moscas—debe de pensar él, que, como hombre de grueso abdomen, será conservador, y como conservador, creerá en las causas finales—; las moscas se han hecho para los saltadores; yo soy saltador, luego esta mosca ha nacido y se ha criado para que yo me la coma.»

Y se la come, en efecto; pero como es un saltador afectuoso, le da de cuando en cuando golpecitos con los palpos sobre la espalda, como queriendo convencerla de su teleología. Azorín no sabe si la mosca quedará convencida; ello es que sus patas han cesado de moverse y que Ron se la lleva a un ángulo, donde permanece quieto con ella un gran rato.

Después de comer, Ron se pasa los palpos por la cara, como limpiándosela, con el mismo gesto que los gatos; a veces se lleva también su segunda pata izquierda a la boca, como si se estuviese hurgando los dientes. Una mosca cogida por Ron tarda en morir poco más de un minuto. En la succión del tórax emplea Ron veintiocho, treinta, treinta y tres minutos; en la del abdomen, uno o dos. Cuando el hambre no aprieta, suele desdeñar el abdomen; esto es plausible.

Ron pasea por la caja, camina boca arriba por el cristal, se deja caer y cae de pie con suave movimiento elástico. De cuando en cuando se frota los ojos con los palpos, con gesto inteligentísimo. A las moscas las percibe a 12 centímetros de distancia. Entonces se yergue gallardo como un león; alza la cabeza; pone las dos patas delanteras en el aire; las observa atento; se vuelve rápido cuando ellas se vuelven... La Naturaleza es maravillosa; estos saltadores diriase que son felinos diminutos.

Ron es audaz y feroz. Azorín ha soltado en la caja un moscardón fuerte y voluminoso. Es grisáceo; tiene cerca de dos centímetros; salta e intenta volar, y cuando cae de espaldas hace sobre el cartón un ruido sonoro de tambor. Ron, al principio, se ha azorado un poco de este estrépito. Corría velozmente; no me atrevo a decir que huía. «Este bicho—pensaría él—es demasiado grande para mí.» Luego, cuando el moscardón se ha amansado, Ron, que estaba a su derecha, ha descrito un perfecto medio círculo y se ha colocado frente a frente de su adversario. Entonces el moscardón se ha movido, y Ron ha desandado el camino recorrido. Después ha tornado a describir el medio círculo, y como el moscardón se estuviese quedo, se ha lanzado contra él audazmente.

He dicho que Ron es feroz; añadiré que no tiene ni un átomo de piedad. Esto de la piedad es cosa para él totalmente desconocida. Azorín ha metido en la caja un saltador joven, casi un niño, a juzgar por su aspecto, puesto que caminaba lentamente y apenas sabía hacer nada. Pues bien; a la mañana siguiente, Azorín ha visto que los despojos de este saltador pendían de una de las paredes; lo cual indica que Ron lo había devorado durante la noche.

Ha soltado también Azorín en la caja una tejenaria, o sea una de esas arañas domésticas de largas patas. ¿Qué ha sucedido con esta tejenaria? Lo primero que ha hecho esta araña es fabricar una tela en medio de la caja, seguramente con la esperanza de que en ella caiga una mosca, cosa asaz absurda, porque las moscas son para Ron, según su filosofía teleológica. En su tela permanecía inmóvil la tejenaria; cuando se daba un golpecito sobre el cristal, se agitaba en un baile frenético. Así ha permanecido dos días, y al fin ha sucedido lo que había de suceder, es decir, que Ron ha devorado también a la tejenaria.

He de declarar que Ron tiene una cama. Esta cama es como una especie de hamaca, que él ha colgado en un rincón; en ella dormita algunos ratos después de haber comido.

Cuando se despierta vuelve a sus paseos. El suelo está sembrado de cadáveres. Al principio, Ron veía uno de estos cadáveres y los creía cuerpos vivos; esto era una desagradable sorpresa. Azorín ha observado que en una ocasión, para evitar decepciones, Ron se ha aproximado con discreción a un cadáver y ha alargado una pata y lo ha tocado ligeramente para averiguar si estaba muerto o vivo.

** *

King es más chico que Ron. Es delgado y negro; los palpos los tiene también negros y sin plumas, con una rayita blanca en la base. Vive en una casa más pequeña.

King ha probado a correr por el cristal y no podía. Luego se ha comido dos moscas y se deslizaba por él perfectamente. Sin duda, este saltador hacía tiempo que no encontraba moscas en su camino y estaba, por consiguiente, bastante débil.

King tarda en matar una mosca un minuto y cuarenta y cinco segundos. En sorber el tórax emplea treinta y un minutos; desdeña el abdomen. King, como todas las arañas, ama la noche. Aplacado su apetito, mira indiferente a las moscas que corren por la caja; pero a la mañana siguiente, todas, sean las que fueren, aparecerán muertas.

* * *

Pic es el más pequeño de todos y el que más ancha casa habita. Pic mide medio centímetro; tiene también negros los palpos, y el cuerpo es a rayas pardas y blancas, que le cogen de arriba abajo, como esos bellos trajes del Renacimiento italiano.

Es indudablemente Pic un niño de estirpe principesca. Es gallardo, vivo; se yergue hasta poner en el aire las cuatro patas anteriores; sube por las paredes, y corre, seguro, por el cristal; da, de cuando en cuando, rápidos saltitos; se deja caer del techo, y permanece un instante balanceándose cogido a un hilo tenue.

Cuatro moscas le han sido puestas en la caja; cuando se encuentra con alguna, huye azorado. «Decididamente—ha pensado Azorín—, es muy niño aún este saltador para atreverse con una mosca.» Toda la tarde ha estado Pic sin tocarlas; a la mañana siguiente, cuando Azorín ha ido a ver qué tal había pasado Pic la noche, ha encontrado las cuatro moscas difuntas.

Porque Pic será pequeño, pero tiene arrestos. Una mosca yace patas arriba en medio de la caja; Pic se acerca, creyéndola sin duda muerta; la mosca suelta una patada; Pic se queda atónito. Después se vuelve a acercar y la torna a tocar en el ala; la mosca rebulle y se pone de pie. He aquí un terrible compromiso; pero Pic no se arredra. Al contrario, salta sobre ella tratando de cogerla; la mosca, como es natural, es esquiva. Al fin, Pic la coge por la cabeza, y entonces, como Pic es pequeñito y la mosca tiene mucha fuerza, arrastra la mosca a Pic y lo lleva un momento revolando por el aire. Pero Pic no la suelta y logra afianzarla en un rincón, donde la mosca permanece cuatro minutos pataleando, y al cabo sucumbe.

Armando Macchia, microrrelato premiado: El francotirador

El francotirador, de Armando Macchia

Todos los días, mientras esperaba el ómnibus, un niño me apuntaba desde un balcón con el dedo, y gatillaba como un rito su arma imaginaria, gritándome “¡bang, bang!”. Un día, solo por seguirle el rutinario juego, también yo le apunté con mi dedo, gritándole “¡bang, bang!”. El niño cayó a la calle como fulminado. Salí corriendo hacia él, y vi que entreabría sus ojitos y me miraba aturdido. Desesperado le dije “pero yo solo repetí lo mismo que tú me hacías a mí”. Entonces me respondió compungido: “sí señor, pero yo no tiraba a matar”.

Benito Pérez Galdós, Cánovas, 1912

"Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una Nación [...] Alarmante es la palabra Revolución. Pero si no inventáis otra menos aterradora, no tendréis más remedio que usarla los que no queráis morir de la honda caquexia que invade el cansado cuerpo de tu Nación. Declaraos revolucionarios, díscolos si os parece mejor esta palabra, contumaces en la rebeldía. En la situación a que llegaréis andando los años, el ideal revolucionario, la actitud indómita si queréis, constituirán el único síntoma de vida. Siga el lenguaje de los bobos llamando paz a lo que en realidad es consunción y acabamiento [...] Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, paupérrima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos…"

Benito Perez Galdós, Cánovas, 1912.

Rafael López de Haro, Muera el señorito

¡Muera el señorito! de Rafael López de Haro

El libro primero de ¡Muera el señorito!, del manchego Rafael López de Haro, conquense de San Clemente, es el único que transcurre en El Pinoso, pueblo inexistente de Castilla la Nueva con el que López de Haro se figura uno manchego. Tras ser  nombrado secretario del alcalde, Eugenio se apiada de una mendiga deforme, la Chana, que con frecuencia es enviada al sotanillo del Ayuntamiento que con frecuencia hace de cárcel para borrachos y es donde se depositan todos los trastos del cementerio y demás. Le da una pequeña limosna. Esta muchacha

"Vivía en el arroyo de limosna y disputando a los perros, en los muladares, las piltrafas de carroña. Como era repugnante, insoportablemente repugnante, y como socorrerla era ocasionado a que volviese, la echaban a escobazos de las puertas y la apedreaban los chiquillos. Si alguien le daba una limosna, la perra chica o el mendrugo, se los arrojaban desde lejos. [...] Si conseguía alguna moneda, ella la empleaba en vino inmediatamente y el tabernero se lo echaba en un bote de lata de esos de las conservas que ella llevaba siempre..."

La agricultura no da a la mayoría sino para mantenerse:

"-El labraor -hablaba Evencio- es mísero desde que hace hasta que va a la tierra a mirar desde la tierra al cielo, que es lo propio que hizo en vida. La tierra es probe y no hace ricos. La labranza se mantiene a sí misma y de ahí no pasa. Si el año sale bien, has cogío pa mantenete, mantener el ganao y los gañanes y a malas penas pagar la contribución. Que venga un hielo o una nube o que le dé dolor a un arre que te costó cinco mil reales, pues ya estás atrampao [...] Si alguno se sostiene como nosotros es porque no tenemos un vicio, comemos menos que canarios y estamos día por día dende que sale el sol tras el jornalero. ¿Quién se levanta? ¿Quiénes son los ricos nuevos? El usurero, el tendero, el alambiquero, el contratista. ¿Labraores? Toos pa abajo." 

Su cuñado suele maltratar a su hermana, como le cuenta tía Justa, pero eso no debe trascender: que arda la casa y no salga el humo, como se suele decir. La falta de agua potable es tal que la gente apenas se lava, o cuanto más la ducha del polaco: cara, culo y sobaco. La poca que había era a treinta metros y era salobre. Se frega a los novios antes de casarse, solamente. Eugenio termina ecandalizado al enterarse por la mujer del jornalero despedido por el alcalde de que la mendiga deforme, la Chana, es en realidad medio hermana suya, hija de su padre y de una puta del lugar, que ha terminado trastornada tras seguir los pasos de su madre. Entre otros sucesos, contempla como el alcalde Ferreol logra apaciguar un motín popular por falta de pan y trabajo:

Eugenio miraba el campo desierto, la más leve señal de vida; campo espantablemente solo, raso, uniforme, mar muerto, de un color de sangre podrida; páramo soledoso de desesperante ilimitación. La mirada regresaba al espíritu como regresó el cuervo al arca de Noé. 

Decía el mayoral:

-Hogaño va a haber mucho de esto. El probe está sin albitrio. Naide manda hacer na. Hay mucha gente pará y hay mucha hambre. Antiguamente dice que había en toa esta redonda muchos pinares del rey y del común, y había ganaos de ovejas y la gente se remediaba mejor con el aquel de la leche y de la leña. Pero de pinos no ha quedao más que el nombre del pueblo. Too se ha arao pa sembral trigo, y el trigo no mantiene más que a unos pocos. Lo pior es que el trigo tampoco se va a dar, porque paice que el cielo se va agotando y cada año llueve menos y la seguía va a acabar con lo poco que quea.

Eugenio se fue a su obligación pensando que una raza así, que descuaja y desola su solar y que cada año padece las mismas viruelas, el mismo tifus, la misma sed y hambre y no cambia, es una triste raza. El derecho civil y el derecho político podían decir lo que quisieran. La verdad la dijo Aristóteles. Ver en cada figura humana un sujeto de derecho es una majadería. El sujeto de derecho no es cada hombre, es la Humanidad. [...]

Aquel día, bajo los soportales de la plaza, se habían congregado los sin trabajo. Eran muchos. Todos vestían, como uniformados, calzón, chaquetilla y chamarreta de colorines; todos se calzaban con el atadijo de las albarcas, especie de sandalias de suela, con cuyas correas sujetábanse pie y pierna envueltos en trapajos, trozos de arpillera o de manta vieja; llevaban casi todos monterillas de piel de cabrito o un pañuelo atado en forma especial, que les hacía como un pequeño turbante. y todos, sin excepción, traían sobre los hombros unas mantas de mulas, pardas, del mismo color de la tierra, que, al lado que caía a la derecha, estaban cosidas formando un fondo de saco, en donde llevarían oculta el hacha o tal vez el trabuco.

Venían al Ayuntamiento a pedir pan y trabajo. Eran una legión de hombres humildes, ignorantes y resignados, que llegaban a este extremo cuando llevaban dos o tres días sin comer. Sus rostros empalidecidos, sus ojos vidriados, aterraban. Esperándolos quedaban sus esposas descaecidas y sus pequeñuelos, llorando, clamando, exigiendo.

Don Ferreol resoplaba más que de costumbre. Don Ferreol se había comido toda la consignación del presupuesto para caminos vecinales, para policía urbana... Don Ferreol se había comido todo el presupuesto. ¿Qué iba a hacer ahora don Ferreol?

Subió al despacho de la Alcaldía una representación de los pedigüeños: la formaban los cuatro mas atrevidos y sueltos de lengua. Estos cuatro parlamentarios de la desesperación eran cuatro tipos sintéticos. El azadón los derrengó, les descuadernó los hombros y loes hundió el pecho; el cierzo les atezó la cara y el hambre les encendió los ojos y les afiló los dientes.

-¿Qué queréis, hijos míos?
-Pus ya lo sabe usté.
-¿Pan y trabajo? ¿Cuántos sois?
-Tuicos.
-Esto ya lo sabía yo; esto vuestro ya me lo tenía yo tragao. Hoy mismo escribo al Diputao y al Ministro pa que vengan recursos de arriba...
-De arriba, de arriba... -masculló uno de ellos-. Y en el entre tanto que contestan, la gente perece. Eso no pue ser, señor alcalde. Nusotros no golvemos a nuestras casas sin un piazo e pan pa los chicos. ¡No pue ser!
Los otros tres ratificaron:
-¡No pue ser!
Don Ferreol acudió al remedio de todos los años.
-Bueno, pues ir pasando por las boletas.

Los tagarotes de la secretaría, con la lista de contribuyentes, y pasando por alto, como es natural, a los parientes y amigos de don Ferreol, distribuyeron el ejército de famélicos. Cada propietario debía dar trabajo a los obreros que se le asignaban. Era un impuesto no votado en Cortes, pero que se pagaba sin protesta. Ante la fiera hambrienta, nadie osaba defenderse.

Poco a poco la turba miserable se iba disgregando. Con la papeleta de la Alcaldía en una mano y el hacha o el trabuco en la otra, bajo el cojín de la manta, iban llamando a las puertas.
-Este pueblo -pensaba Eugenio- o es de borregos o es de lobos. De hombres no es. (Muera el señorito, Barcelona: Ramón Sopena, 1917, p. 110-112)

Tía Justa se muere de uremia, enfermedad de la vejiga, pero en realidad de muere de vergüenza o pudor, ese pudor tan español que es superior al instinto de conservación y que le impedía ir al médico o dejarse visitar por él. Y aquí termina el libro primero, único que trata sobre el pueblo manchego., y se traslada de la intrahistoria a la metahistoria de Madrid. Allí estudia Derecho y hace algunos amigos como Torralva (sic), que le dice cosas como estas:

Trabajar siempre fue carga de los viles, de los esclavos. El que trabaja hace profesión servil. ¡Déjate de eso! ¿Conoces a alguien que haya hecho gran fortuna trabajando? Para dominar, para ser rico, es necesario tener talento, que no se obtiene trabajando, o suerte, que es holgazana. Un hombre trabajando puede, afanosamente, ahorrar en sesenta años una miseria. Un gran capital no se hace trabajando: se hace traficando, negociando, que no es lo mismo. El tenedor de libros de cualquier triunfador de esos que conquistan el trono de reyes del carbón o del sulfato de cobre ha trabajado más que su amo. Creo que me hago entender. Trabajar, en suma, no es un camino que lleve a parte alguna; es un camino de noria que no conduce a ninguna parte. ¡No trabajes, Eugenio! ¡Conquista!

Me parece que la política española está llena de conquistadores. Así nos va.

Antero de Quental, Soneto quijotesco

EL PALACIO DE LA VENTURA

Antero de Quental  (1843-1891)

Sueño que soy un caballero andante;
por desiertos cabalgo en noche oscura. 
del amor paladín, busco anhelante 
el Palacio feliz de la ventura.

Mas ya desmayo, exhausto y vacilante, 
rota la espada y rota la armadura... 
cuando de pronto veo, fulgurante, 
toda su altiva pompa y hermosura.

Con grandes golpes llamo, sin recelos: 
"Soy el desheredado, el vagabundo, 
¡Abrid la puerta de oro a mis anhelos!"

Se abre la puerta al fin lenta y pausada 
y al entrar caigo, de dolor profundo: 

frío y silencio y sombra y nada.

Fábula anónima Manera de ver las cosas

(Está inspirada en el segundo apólogo de esa obra maestra sobre la naturaleza humana que es El conde Lucanor, compuesta por el infante Juan Manuel, un auténtico Dostoievski del siglo XIV. Es de tradición esópica, pero la versificó un escritor anónimo que la publicó por vez primera en el Diario de Madrid más o menos hacia 1800. Allí es donde la descubrí. Investigando reparé en que esta adaptación apareció poco después en un libro decimonónico que recopilaba las mejores fábulas de autor desconocito. La he titulado "Maneras de ver las cosas" y es un ejemplo magnífico de perspectivismo o de cómo la gente no es buena ni mala, sino solo egoísta porque así lo piden los genes darwinianos):

El hombre, el chico, el asno y los que pasaban. 

  Encontró en un camino 
montados en un mísero pollino 
a un chico y a un anciano cierto arriero; 
y al punto dijo: ¡Oh chusco lastimero! 
¡Pobre animal! Con estas valentías 
no tenéis asno para cuatro días. 
tanto, por más que calla, le ha dolido 
la pulla al pobre viejo, que, corrido, 
se desmontó al instante: 
y al asno con el chico echó adelante. 
    Caminaban así, cuando de cara 
dan con otro hombre, el cual, como repara 
que el muchacho va holgado, 
y el viejo a pie detras estropeado, 
"¡Mal enseñáis -le dice-
a vuestro hijo o lo que es, infelice!
Mirad mejor por vos y a ese insolente  
hacedle pese a tal, que ande o reviente; 
que nuevo es su pellejo 
y al fin es un rapaz y vos sois viejo. 
    Esto que oyó el anciano, dijo: "Tate,
tiene razón: molerme es disparate.
Baja, montaré yo". Y así lo han hecho,
pero a muy corto trecho
un soldado bribón desde otra senda,
la voz alzó para que el viejo atienda:
"¡Qué caridad que tiene el tal abuelo!
Como él va a su placer, no le da duelo
despear al muchacho.
Apuesto que es judío o va borracho".
Sin desplegar la boca
contra quien con denuestos le provoca,
se apeó el triste anciano
y, tomando el chicuelo de la mano,
fueron en pos de su jumento un rato;
cuando a deshora un estudiante chato,
(para fisgón sobrole el ser manchego)
soltó la carcajada y dijo luego:
"¡Donoso desvarío!
¡Ellos a pie y el asno de vacío!
Ce, buena gente: pues así os apiada
la caridad con bestia tan honrada,
a cuestas la tomad y por los daños
ponedla luego de aguardiente paños".
    A tanta sinrazón, de enojo ciego,
prorumpió el viejo así:
"¡De mí reniego,
y reniego del bruto y del canalla
que a gusto de otro se acomoda y calla!
Ir en un asno me decís qne es mengua:
si nadie va, me mofa vuestra lengua,
mal si camino a pie, peor si monto;
¿Subo al chico? Soy tonto:
¿Le bajo? Es acción fea:
¿Cómo le he de entender? ¡Maldito sea
tanto hablador y consejero tanto,
y maldito sea yo, si más aguanto!
Ven, chico, ven: ya que el pollino es mío,
bien tengo poderío
para servirme de él a mi talante,
sin que de necios el decir me espante;
¡murmuren ellos y los dos montemos,
que así a lo menos con descanso iremos!

APLICACIÓN,

El que de todos quiere 
seguir los pareceres, poco a poco, 
por premio logrará volverse loco.