domingo, 2 de agosto de 2015

Pedro Calderón de la Barca, monólogo de Lope de Almeida en A secreto agravio, secreta venganza

Don Lope, presa de los celos:

¡Válgame Dios! ¡Quién pudiera
aconsejarse prudente, 
si en la ocasión hay alguno 
que a sí mismo se aconseje! 
¿Quién hiciera de sí otra 
mitad, con quien él pudiese 
descansar? Pero mal digo: 
¿Quién hiciera cuerdamente 
de sí mismo otra mitad, 
porque en partes diferentes 
pudiera la voz quejarse 
sin que el pecho lo supiese? 
¡Pudiera sentir el pecho 
sin que la voz lo dijese! 
¡Pudiera yo, sin que yo 
llegara a oírme ni a verme, 
conmigo mismo culparme, 
y conmigo defenderme! 
Porque unas veces cobarde, 
como atrevido otras veces, 
tengo vergüenza de mí. 
¡Que tal diga! ¡Que tal piense! 
¡Que tenga el honor mil ojos 
para ver lo que le pese, 
mil oídos para oírlo, 
y una lengua solamente 
para quejarse de todo! 
Fuera todo lengua, fuese 
nada oídos, nada ojos, 
porque oprimido de verse 
guardado, no rompa el pecho, 
y como mina reviente. 
Ahora bien: fuerza es quejarme; 
mas no sé por dónde empiece 
que, como en guerra y en paz
viví tan honrado siempre, 
para quejarme ofendido 
no es mucho que no aprendiese
razones, porque ninguno 
previno lo que no teme. 
¿Osará decir la lengua 
qué tengo?... ¡Lengua, detente! 
¡No pronuncies, no articules 
mi afrenta, que si me ofendes
podrá ser que castigada, 
con mi vida o con mi muerte, 
siendo ofensor y ofendido, 
yo me agravie y yo me vengue! 
No digas que tengo celos... 
Ya lo dije, ya no puede 
Volverse al pecho la voz; 
¿posible es que tal dijese 
sin que, desde el corazón 
al labio, consuma y queme 
el pecho este aliento, esta 
respiración fácil, este 
veneno infame, de todos 
tan distinto y diferente, 
que otros desde el labio al pecho 
hacer sus efectos suelen, 
y este desde el pecho al labio? 
       ¿A qué áspid, a qué serpiente 
mató su propio veneno? 
A mí ¡cielos! solamente, 
porque quiere mi dolor 
que él me mate y yo le engendre, 
celos tengo, ya lo dije. 
¡Válgame Dios! ¿Quién es este 
caballero castellano, 
que a mis puertas, a mis redes 
y mis umbrales clavado, 
estatua viva parece? 
En la calle, en la visita, 
en la iglesia atentamente 
es girasol de mi honor, 
bebiendo sus rayos siempre. 
¡Válgame Dios! ¿Qué será 
darme Leonor fácilmente 
licencia para ausentarme, 
y con un semblante alegre, 
no solo darme licencia, 
sino decirme y hacerme 
discursos tales, que aun ellos 
me obligaran a que fuese 
cuando yo no lo intentara? 
Y ¿qué será, finalmente, 
decirme don Juan de Silva 
que ni me vaya ni ausente? 
¿En más razón no estuviera 
que aquí mudados viniesen 
de mi amigo y de mi esposa 
consejos y pareceres? 
¿No fuera mejor, si fuera 
que se mudaran las suertes, 
y que don Juan me animase 
y Leonor me detuviese? 
Sí, mejor fuera, mejor; 
pero ya que el cargo es este, 
hablemos en el descargo: 
vaya, que el honor no quiere 
por tan sutiles discursos 
condenar injustamente. 
¿No puede ser que Leonor 
tales consejos me diese, 
por ser noble como es, 
varonil, sagaz, prudente, 
porque quedándome yo, 
mi opinión no padeciese? 
Bien puede ser, pues que dice 
que da el consejo y lo siente. 
¿No puede ser que don Juan, 
que me quedase dijese 
por parecerle que estaba 
excusado, y parecerle 
que es dar disgusto a Leonor? 
Sí, puede ser. Y ¿no puede 
ser también que este galán 
mire a parte diferente? 
Y, apretando más el caso, 
cuando sirva, cuando espere, 
cuando mire, cuando quiera, 
¿en qué me agravia ni ofende? 
Leonor es quien es, y yo 
soy quien soy, y nadie puede 
borrar fama tan segura 
ni opinión tan excelente. 
Pero sí puede (¡ay de mí!); 
que al sol claro y limpio siempre, 
si una nube no le eclipsa, 
por lo menos se le atreve; 
si no le mancha, le turba, 
y al fin, al fin le oscurece. 
¿Hay, honor, más sutilezas 
que decirme y proponerme? 
¿Más tormentos que me aflijan, 
más penas que me atormenten, 
más sospechas que me maten, 
más temores que me cerquen, 
más agravios que me ahoguen 
y más celos que me afrenten? 
No. Pues no podrás matarme, 
si mayor poder no tienes, 
que yo sobre proceder 
callado, cuerdo, prudente, 
advertido, cuidadoso, 
solícito y asistente, 
hasta tocar la ocasión 
de mi vida y de mi muerte: 
y, en tanto que esta se llega, 
¡valedme, cielos, valedme! 

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