¡Válgame Dios! ¡Quién pudiera
aconsejarse prudente,
si en la ocasión hay alguno
que a sí mismo se aconseje!
¿Quién hiciera de sí otra
mitad, con quien él pudiese
descansar? Pero mal digo:
¿Quién hiciera cuerdamente
de sí mismo otra mitad,
porque en partes diferentes
pudiera la voz quejarse
sin que el pecho lo supiese?
¡Pudiera sentir el pecho
sin que la voz lo dijese!
¡Pudiera yo, sin que yo
llegara a oírme ni a verme,
conmigo mismo culparme,
y conmigo defenderme!
Porque unas veces cobarde,
como atrevido otras veces,
tengo vergüenza de mí.
¡Que tal diga! ¡Que tal piense!
¡Que tenga el honor mil ojos
para ver lo que le pese,
mil oídos para oírlo,
y una lengua solamente
para quejarse de todo!
Fuera todo lengua, fuese
nada oídos, nada ojos,
porque oprimido de verse
guardado, no rompa el pecho,
y como mina reviente.
Ahora bien: fuerza es quejarme;
mas no sé por dónde empiece
que, como en guerra y en paz
viví tan honrado siempre,
para quejarme ofendido
no es mucho que no aprendiese
razones, porque ninguno
previno lo que no teme.
¿Osará decir la lengua
qué tengo?... ¡Lengua, detente!
¡No pronuncies, no articules
mi afrenta, que si me ofendes
podrá ser que castigada,
con mi vida o con mi muerte,
siendo ofensor y ofendido,
yo me agravie y yo me vengue!
No digas que tengo celos...
Ya lo dije, ya no puede
Volverse al pecho la voz;
¿posible es que tal dijese
sin que, desde el corazón
al labio, consuma y queme
el pecho este aliento, esta
respiración fácil, este
veneno infame, de todos
tan distinto y diferente,
que otros desde el labio al pecho
hacer sus efectos suelen,
y este desde el pecho al labio?
¿A qué áspid, a qué serpiente
mató su propio veneno?
A mí ¡cielos! solamente,
porque quiere mi dolor
que él me mate y yo le engendre,
celos tengo, ya lo dije.
¡Válgame Dios! ¿Quién es este
caballero castellano,
que a mis puertas, a mis redes
y mis umbrales clavado,
estatua viva parece?
En la calle, en la visita,
en la iglesia atentamente
es girasol de mi honor,
bebiendo sus rayos siempre.
¡Válgame Dios! ¿Qué será
darme Leonor fácilmente
licencia para ausentarme,
y con un semblante alegre,
no solo darme licencia,
sino decirme y hacerme
discursos tales, que aun ellos
me obligaran a que fuese
cuando yo no lo intentara?
Y ¿qué será, finalmente,
decirme don Juan de Silva
que ni me vaya ni ausente?
¿En más razón no estuviera
que aquí mudados viniesen
de mi amigo y de mi esposa
consejos y pareceres?
¿No fuera mejor, si fuera
que se mudaran las suertes,
y que don Juan me animase
y Leonor me detuviese?
Sí, mejor fuera, mejor;
pero ya que el cargo es este,
hablemos en el descargo:
vaya, que el honor no quiere
por tan sutiles discursos
condenar injustamente.
¿No puede ser que Leonor
tales consejos me diese,
por ser noble como es,
varonil, sagaz, prudente,
porque quedándome yo,
mi opinión no padeciese?
Bien puede ser, pues que dice
que da el consejo y lo siente.
¿No puede ser que don Juan,
que me quedase dijese
por parecerle que estaba
excusado, y parecerle
que es dar disgusto a Leonor?
Sí, puede ser. Y ¿no puede
ser también que este galán
mire a parte diferente?
Y, apretando más el caso,
cuando sirva, cuando espere,
cuando mire, cuando quiera,
¿en qué me agravia ni ofende?
Leonor es quien es, y yo
soy quien soy, y nadie puede
borrar fama tan segura
ni opinión tan excelente.
Pero sí puede (¡ay de mí!);
que al sol claro y limpio siempre,
si una nube no le eclipsa,
por lo menos se le atreve;
si no le mancha, le turba,
y al fin, al fin le oscurece.
¿Hay, honor, más sutilezas
que decirme y proponerme?
¿Más tormentos que me aflijan,
más penas que me atormenten,
más sospechas que me maten,
más temores que me cerquen,
más agravios que me ahoguen
y más celos que me afrenten?
No. Pues no podrás matarme,
si mayor poder no tienes,
que yo sobre proceder
callado, cuerdo, prudente,
advertido, cuidadoso,
solícito y asistente,
hasta tocar la ocasión
de mi vida y de mi muerte:
y, en tanto que esta se llega,
¡valedme, cielos, valedme!
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