OTELO, ante Desdémona, dormida en su lecho:
Con razón lo hago, con razón, alma mía. No os lo quiero contar, castas estrellas. Tampoco quiero derramar la sangre de ella, ni ajar su cutis más blanco que la nieve, y más terso que mármol sepulcral, y con todo eso, tengo que matarla, para que no engañe a otros hombres. Apagaré esta luz... y luego aquella. Si apago esta luz, y luego me arrepiento, puedo volver a encenderla; pero si te apago a ti, luz clarísima, primor y ejemplar de la naturaleza, ¿dónde hallaré el fuego de Prometeo para volverte a dar la vida? Si arranco la flor de su tallo, ¿cómo he de restituirla su frescura y lozanía? Necesario es que se marchite. Quiero respirar por la última vez su deleitoso aroma. (La besa.) ¡Oh regalado aliento de su boca; casi bastas para arrancar el hierro de la mano de la justicia! Otro beso, y nada más. ¡Quédate así cuando yo te mate, que muerta y todo te he de amar. Otro beso, el último. Nunca le hubo más delicioso ni más fatal: lloremos. Mi llanto es feroz, y mi ira es como la de Dios, que hiere donde más ama. Ahora se despierta.
OTELO, antes de suicidarse:
OTELO
Oídme una palabra nada más, y luego os iréis. He servido bien y lealmente a la república, y ella lo sabe, pero no tratemos de eso. Solo os pido por favor una cosa: que cuando en vuestras cartas al Senado refiráis este lastimoso caso, no tratéis de disculparme, ni de agravar tampoco mi culpa. Decid que he sido un desdichado; que amé sin discreción y con furor; que, aunque tardo en recelar, me dejé arrastrar como loco por la corriente de los celos: decid que fui tan insensato como el indio que arroja al lado una pieza preciosa que vale más que toda su tribu. Decid que mis ojos, que antes no lloraban nunca, han destilado luego largo caudal de lágrimas, como destilan su bálsámico jugo los árboles de Arabia. Contádselo todo así, y decid también que un día que en Alepo un turco puso la mano en un veneciano, ultrajando la majestad de la república, yo agarré del cuello a aquel perro infiel, y le mate así. (Se hiere.)
OTELO, antes de suicidarse:
OTELO
Oídme una palabra nada más, y luego os iréis. He servido bien y lealmente a la república, y ella lo sabe, pero no tratemos de eso. Solo os pido por favor una cosa: que cuando en vuestras cartas al Senado refiráis este lastimoso caso, no tratéis de disculparme, ni de agravar tampoco mi culpa. Decid que he sido un desdichado; que amé sin discreción y con furor; que, aunque tardo en recelar, me dejé arrastrar como loco por la corriente de los celos: decid que fui tan insensato como el indio que arroja al lado una pieza preciosa que vale más que toda su tribu. Decid que mis ojos, que antes no lloraban nunca, han destilado luego largo caudal de lágrimas, como destilan su bálsámico jugo los árboles de Arabia. Contádselo todo así, y decid también que un día que en Alepo un turco puso la mano en un veneciano, ultrajando la majestad de la república, yo agarré del cuello a aquel perro infiel, y le mate así. (Se hiere.)
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