miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tristia, II, 10, Ovidio


Yo soy el cantor de los tiernos Amores;
posteridad, escucha mis palabras, si quieres
conocer al poeta que estás leyendo. Sulmona,
abundante en manantiales frescos,
es mi patria y dista noventa millas
de Roma. Allí vi la luz y, porque sepas
cuándo, fue el año en que perecieron
ambos cónsules con una muerte igual.
Si esto algo vale, heredé el orden ecuestre
de mis insignes abuelos y no debo a Fortuna
el título de caballero. No fui primogénito,
sino tras mi hermano mayor nacido,
pues un año antes vino él al mundo.
La misma estrella presidió el natalicio de ambos,
y lo festejábamos el mismo día, con la ofrenda
de dos tortas; era ese uno de los cinco
de festejos consagrados a Minerva, la Guerrera,
el primero dedicado a las ensangrentadas peleas
de gladiadores. Nuestra educación fue temprana,
gracias al interés que se tomó mi padre, y asistimos
a las lecciones de los maestros mejores de Roma.
Mi hermano, desde joven, se inclinaba
a la oratoria, como si hubiese nacido
para las tormentosas luchas del foro,
y a mí, desde niño, me seducían los religiosos
misterios y la Musa, en secreto, me obligaba
a rezarle. Muchas veces dijo mi padre:
«¿Por qué pierdes el tiempo en estudios inútiles?
Homero mismo no dejó riqueza alguna.»
Sus consejos me impresionaban y, abandonando
del todo el Helicón, intentaba juntar palabras
sin metro, pero, espontáneamente, acudían
a formar el ritmo justo y cuanto decir intentaba
verso era. Entre tanto, los años pasaban sigilosos
con paso silente, y mi hermano y yo
tomamos la toga viril echando a nuestros hombros
la púrpura laticlavia, y cada cual siguió
su vocación primitiva. Ya mi hermano mayor
había llegado a los veinte cuando murió,
y así comencé a echar en falta parte de mí mismo.
Entré en la carrera política de honores
concedidos a la primera juventud,
y fui nombrado triunviro. Me quedaba
por conquistar el Senado; mas esta carga era
muy superior a mis fuerzas, y me contenté
con la augusticlavia. De cuerpo poco fuerte
y genio aun peor para trabajos excesivos
y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición,
las hermanas Aonias, que siempre me fueron
bienamadas, me convidaban a sus ocios serenos.
Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas
de aquel tiempo y creía ver como otros dioses
en estos mortales inspirados. Muchas veces
el viejo Macer me leyó sus poemas De las aves
y Las sierpes nocivas y Las hierbas saludables;
muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto,
me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne
por sus cantos heroicos y Baso por sus yambos
se contaban como queridos asistentes
a mis reuniones, y el armonioso Horacio
encantaba mis oídos al acompañar con lira
Ausonia sus odas elegantes. A Virgilio
apenas lo vi y el avaro destino me arrebató
pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo,
tu sucesor, como de éste Propercio, en la continuidad
del tiempo. Yo aparecí detrás el cuarto
y, lo mismo que veneré a los mayores,
así los más jóvenes me veneraron a mí.

No tardó mi Talía en darme a conocer
cuando leí al pueblo las poesías retozonas
de mi juventud: sólo me había afeitado
dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer
celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué
mis Amores bajo el seudónimo de Corina.
Compuse muchas obras, pero las que juzgué
defectuosas yo mismo las castigué entregándolas
a las llamas y, antes de partir al destierro,
quemé algunas que debían agradar, irritado
de mi amor a la poesía. Mi tierno corazón,
no invulnerable a las flechas de Cupido,
se conmovía por la causa más nimia
y, pese a mi talante que se inflamaba
con una chispa, mi reputación no cayó
tropezando en ningún hecho escandaloso.
Casi niño todavía, me dieron una esposa
ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió
en breve. Le sucedió la segunda, de proceder
irreprochable, pero que tampoco hubo
de compartir mi lecho largo tiempo,
y la última, que me acompañó hasta la vejez,
no se avergonzó de llamarse esposa
de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda
en su primera juventud, aunque no de un solo esposo,
me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin
mi padre al término de su vida, habiendo cumplido
noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese
llorado mi pérdida; poco después pagué
el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos,
sepultados a tiempo para no ver el día
de mi condena, y feliz yo también,
porque no los hice testigos de mi infortunio
ni les produje la consiguiente amargura!
Si detrás de la muerte algo más queda
que un vano nombre y la leve sombra huye
las llamas de la hoguera y el rumor de mi falta
llegó hasta vosotras, sombras de mis padres,
y, si mis delitos se juzgan en el tribunal del Infierno,
quiero la causa sepáis, que es imposible engañaros,
de mi destierro: fue por imprudente y no por criminal.
Esto basta a los Manes; ahora vuelvo a vosotros,
espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida.
Transcurridos los mejores años, la vejez había llegado
y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento,
ceñido en Pisa con corona de olivo, el vencedor
en la contienda de los carros había alcanzado
diez veces el premio, cuando la cólera
de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos,
ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.
La causa de mi sentencia, harto conocida
es de todos, no necesita confirmación
de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad
de mis amigos, las acusaciones de siervos
y tantas amarguras, más crueles ya
que el mismo destierro? Pero mi ánimo
se rebeló a sucumbir por tal prueba y, recogiendo
sus fuerzas salió, al fin, victorioso; di al olvido
la paz y los ocios de la pagada edad, tomé
las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba
la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra,
como estrellas lucen en el polo que conocemos
y el que se niega a nuestra vista y, después de largos rodeos,
arribé a las playas sarmáticas, vecinas de los Getas,
hábiles en asaetear. Aquí, aunque aturdido
por el estruendo de las armas que en torno mío resuenan,
endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya
un solo oído dispuesto a escucharme,
abrevio y engaño con ella las horas eternas del día.
Si vivo aún y sobrellevo lo duro de mis trabajos
y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia,
es, Musa, gracias a ti, que me consuelas,
que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores.
Tú eres mi guía y compañera; tú me libras
de las riberas del Ister y me conduces
a la cumbre del Helicón; tú, caso extraño,
me diste en vida un nombre célebre que la fama
no suele conceder más que a los muertos.
La envidia, detractora de lo actual, no clavó
su inicuo diente en ninguna de mis obras;
habiendo producido nuestro siglo
excelentes poetas, la murmuración no se enconó
maligna contra mi ingenio y, si bien reconozco
a muchos superiores, no se me reputa
inferior a ellos y soy muy leído en todo el orbe.
Si es que encierran algo de verdad los presagios
de los vates, no seré ¡oh tierra! tu despojo,
desde el instante que muera y, ya deba al favor,
ya a mis poemas este renombre,  recibe
el testimonio legítimo de mi gratitud, benevolente lector.

Insomnio, de Dámaso Alonso

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,

y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,

por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,

por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?

¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

(De «Hijos de la ira»)

Muerte de Churruca, en Trafalgar, de Pérez Galdós


-Cuénteme usted lo que ha pasado en el Nepomuceno -dijo mi amo con el mayor interés-. Aún me cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y a pesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo tengo lacreencia de que aquel hombre divino ha de estar vivo en alguna parte».

Malespina dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte de Churruca, y prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos, mevolví todo oídos para no perder una sílaba.

«Desde que salimos de Cádiz -dijo Malespina-, Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».

»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía un desastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.

»Churruca era hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, a las once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes que ignoran lo que les espera en el combate». Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie, y hablando en tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si alguno faltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase a mis miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, sus remordimientos le seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable y desgraciado».

»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimiento del deber militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo se perdió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las primeras maniobras dispuestas por Villeneuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden de batalla, manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tan torpe estrategia. Desde luego comprendió el aventurado plan de Nelson, que consistía en cortar nuestra línea por el centro y retaguardia, envolviendo la escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.

»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea. Rompiose el fuego entre el Santa Ana y Royal Sovereign, y sucesivamente todos los navíos fueron entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood se dirigieron contra el San Juan; pero dos de ellos siguieron adelante, y Churruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples.

»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses.
»Estos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y el Dreadnoutgh se puso al costado del San Juan, para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que tomaban las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos; y al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos algo más que hombres.

»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.

»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible hostilizar a un navío que por la proa molestaba al San Juan impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa, cuando una bala de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casi se la desprendió del modo más doloroso por la parte alta del muslo.

Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un corazón, que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo: le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se le inclinaba sobre el pecho, le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó: Esto no es nada. Siga el fuego.

»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, y éste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó posesión del mando.

»Desde aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se convirtió en enano; desapareció el valor, y comprendimos que era indispensable rendirse. La consternación de que yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe del San Juan, no me impidió observar el terrible efecto causado en los ánimos de todos por aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochorno de la rendición.

»La mitad de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de los cañones desmontados; la arboladura, excepto el palo de trinquete, había caído, y el timón no funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe de Asturias, que había izado la señal de retirada; pero el Nepomuceno, herido de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar de la ruina y destrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno de los seis navíos ingleses se atrevió a intentar un abordaje.

Temían a nuestro navío, aun después de vencerlo.

»Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera, y que no se rindiera el navío mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser desgraciadamente muy corto, porque Churruca se moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño a la vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía sobre todo en que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico comportamiento; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios, expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin el resentimiento del vencido; asociando el deber a la dignidad, y haciendo de la disciplina una religión; firme como militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplábamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había de despertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para llorarle menos entereza que él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo que nos había infundido.

»Rindiose el San Juan, y cuando subieron a bordo los oficiales de las seis naves que lo habían destrozado, cada uno pretendía para sí el honor de recibir la espada del brigadier muerto. Todos decían: «se ha rendido a mi navío», y por un instante disputaron reclamando el honor de la victoria para uno u otro de los buques a que pertenecían. Quisieron que el comandante accidental del San Juan decidiera la cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y aquél respondió: «A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».

»Ante el cadáver del malogrado Churruca, los ingleses, que le conocían por la fama de su valor y entendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellos dijo esto o cosa parecida: «Varones ilustres como éste, no debían estar expuestos a los azares de un combate, y sí conservados para los progresos de la ciencia de la navegación». Luego dispusieron que las exequias se hicieran formando la tropa y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actos se mostraron caballeros, magnánimos y generosos.

Monólogo de Laurencia en Fuenteovejuna, Lope de Vega

ESTEBAN:

¡Hija mía!

LAURENCIA:

No me nombres
tu hija.

ESTEBAN:

¿Por qué, mis ojos?
¿Por qué?

LAURENCIA:

Por muchas razones,
y sean las principales:
porque dejas que me roben
tiranos sin que me vengues,
traidores sin que me cobres.
Aún no era yo de Frondoso,
para que digas que tome,
como marido, venganza;
que aquí por tu cuenta corre;
que en tanto que de las bodas
no haya llegado la noche,
del padre, y no del marido,
la obligación presupone;
que en tanto que no me entregan
una joya, aunque la compren,
no ha de correr por mi cuenta
las guardas ni los ladrones.
Llevome de vuestros ojos
a su casa Fernán Gómez;
la oveja al lobo dejáis
como cobardes pastores.
¿Qué dagas no vi en mi pecho?
¿Qué desatinos enormes,
qué palabras, qué amenazas,
y qué delitos atroces,
por rendir mi castidad
a sus apetitos torpes?
Mis cabellos ¿no lo dicen?
¿No se ven aquí los golpes
de la sangre y las señales?
¿Vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois, bien lo dice
de Fuenteovejuna el nombre.
Dadme unas armas a mí
pues sois piedras, pues sois tigres...
--Tigres no, porque feroces
siguen quien roba sus hijos,
matando los cazadores
antes que entren por el mar
y por sus ondas se arrojen.
¡Liebres cobardes nacisteis;
bárbaros sois, no españoles!
Gallinas, ¡vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
Poneos ruecas en la cinta.
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra de estos tiranos,
la sangre de estos traidores,
y que os han de tirar piedras
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes,
y que mañana os adornen
nuestras tocas y basquiñas,
solimanes y colores!
A Frondoso quiere ya,
sin sentencia, sin pregones,
colgar el comendador
del almena de una torre;
de todos hará lo mismo;
y yo me huelgo, mediohombres,
porque quede sin mujeres
esta villa honrada, y torne
aquel siglo de amazonas,
eterno espanto del orbe.

ESTEBAN:


Yo, hija, no soy de aquellos
que permiten que los nombres
con esos títulos viles:
¡iré solo, si se pone
todo el mundo contra mí!

Elegía Romana, Goethe

Esta clásica tierra felizmente me inspira;
pretérito y presente por igual me seducen.
De los antiguos sigo el consejo, y sus obras
con mano ansiosa hojeo, y siempre en ello gozo.
Mas Amor en la noche de otro modo me ocupa,
y por poco que aprenda doblemente me ufano.
Pero ¿es que aprendo poco contemplando las formas
de esta viva escultura que mis manos moldean?
Ahora es cuando comprendo al mármol; pues lo estudio
con ojos sensltlvos y con manos videntes.
Y si del día la amada alguna hora me niega,
en cambio de la noche me las concede todas.
No todo se va en besos; que también conversamos,
y cuando le entra el sueño yo despierto medito.
Más de un poema, en sus brazos, he rimado, y a fe
que tecleando en su espalda suavemente, escandía
los latinos hexámetros. En tanto, ella en su plácido
sueño alentaba un soplo que mi sangre encendía.
Atizaba su antorcha Amor y recordaba
los tiempos en que al célebre triunvirato asistiera

La partida, Franz Kafka

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta".

"¿Así que usted conoce su meta?", preguntó.

"Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".

Una pequeña fábula, Franz Kafka

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió

viernes, 13 de julio de 2007

Edgar Allan Poe, El poder de las palabras

Oinos

Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu recién ornado con las alas de la inmortalidad.

Agathos

Nada has dicho, Oinos mío, por lo que debas pedir perdón. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de intuición. La sabiduría sí, la sabiduría pídesela libremente a los ángeles, que te podrá ser concedida.

Oinos

Pero yo había soñado que en esta existencia sería sabedor de todas las cosas al mismo tiempo, y así al punto feliz por conocerlo todo.

Agathos

¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición del conocimiento! La bienaventuranza eterna reside en conocer más y más, pero conocer todo sería la maldición de un demonio.

Oinos

Pero, ¿no conoce el Altísimo todo?

Agathos

Esa (pues que él es el Felicísimo) debe ser la única cosa desconocida hasta para él.

Oinos

Sin embargo, puesto que ganamos a cada hora en conocimiento, ¿no han de ser, al fin, conocidas todas las cosas?

Agathos

¡Mira, hacia abajo, hacia las abismales distancias! ¡Intenta hundir la vista en la múltiple perspectiva de las estrellas, mientras nos deslizamos lentamente a través de ellas, así..., así y así! Incluso la visión espiritual, ¿no está detenida en todos los puntos por las continuas murallas áureas del universo..., por esas murallas de las miríadas de los cuerpos brillantes cuyo mero número parece fundirse en una unidad?

Oinos

Advierto claramente que la infinidad de la materia no es un sueño.

Agathos

No hay sueños en Edén..., pero aquí se murmura que la única finalidad de esa infinidad de la materia es ofrecer manantiales infinitos en los cuales el alma pueda aplacar la sed de conocer, siempre insaciable dentro de ella -pues saciarla sería extinguir la esencia misma del alma. Pregúntame, pues, Oinos mía, libremente y sin temor. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la alta armonía de las Pléyades y desde el trono iremos a caer en los prados sembrados de estrellas allende Orión, donde en lugar de pensamientos, violetas y trinitarias están los lechos de los soles triples y tricromos.

Oinos

Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme, háblame en los tonos familiares de la tierra. No he comprendido lo que me has estado sugiriendo sobre los modos o sobre los métodos de lo que, cuando éramos mortales, hemos acostumbrado a llamar Creación. ¿Quieres dar a entender que el Creador no es Dios?

Agathos

Quiero dar a entender que la Deidad no crea.

Oinos

¡Explícate!

Agathos

Sólo en el principio creó. Las aparentes criaturas que están, ahora, por todo el universo, adquiriendo su ser tan continuamente, sólo pueden ser consideradas como resultados indirectos o mediatos, no como directos o inmediatos, del divino poder creador.

Oinos

Entre los hombres, Agathos mío, esa idea sería considerada como herética en extremo.

Agathos

Entre los ángeles, Oinos mía, es aceptada sencillamente como cierta.

Oinos

Puedo comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza, o leyes naturales, darán origen, bajo ciertas condiciones, a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la destrucción final de la tierra, hubo, recuerdo bien, muchos experimentos coronados por el éxito en lo que algunos filósofos denominaron neciamente creación de animálculos.

Agathos

Los casos de que hablas eran, en realidad, ejemplos de creación secundaria y de la única especie de la creación que jamás haya existido desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.

Oinos

¿No son los mundos estelares que, desde el abismo de la nada, estallan a cada hora hacia los cielos..., no son estas estrellas, Agathos, la obra inmediata de la mano del Soberano?

Agathos

Déjame que intente, Oinos mía, conducirte paso a paso a la concepción que busco explicar. Ten por seguro que, así como ningún pensamiento puede perecer, tampoco ningún acto queda sin resultado infinito. Nosotros movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la tierra, y al hacerlo impartíamos vibración a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración iba extendiéndose indefinidamente hasta que daba impulso a cada una de las partículas del aire de la tierra, que en lo sucesivo, y para siempre, era excitado por ese único movimiento de la mano. Este hecho lo conocían bien los matemáticos de nuestroplaneta. En realidad, ellos hicieron de los efectos especiales, creados en los líquidos por impulsos especiales, objeto de cálculo exacto, de manera que resultó fácil determinar en qué momento preciso un impulso de grado determinado circundaría el orbe y dejaría su impresión (por siempre) en cada átomo de la atmósfera ambiente. Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el valor del impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente inacabables, y que una parte de esos resultados podía medirse con exactitud por medio del análisis algebraico, que vieron también la facilidad de la retrogradación, vieron al mismo tiempo que esa especie de análisis contenía en sí una capacidad de progreso indefinido, que no existían límites concebibles para su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo promovía o aplicaba. Pero nuestros matemáticos se detuvieron en ese punto.

Oinos

¿Y por qué, Agathos, debieron haber seguido adelante?

Agathos

Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. Era deducible por lo que conocían que, para un ser de entendimiento infinito, para quien la perfección del análisis algebraico no tuviese secretos, no podía haber dificultad en seguir el rastro a cada uno de los impulsos impartidos al aire - y al éter a través del aire- hasta las consecuencias más remotas en las épocas más infinitamente remotas. Es, en verdad, demostrable que cada uno de tales impulsos dados al aire, debe finalmente dejar su impres ión en cada una de las cosas individuales que existen dentro del universo, de modo que el ser de infinita inteligencia, al ser que hemos imaginado, pueda seguir el rastro a las remotas ondulaciones del impulso, seguir su rastro hacia arriba y adelante en la influencia dejada por ellas en todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante por siempre en las modificaciones hechas por ellas sobre las formasantiguas -o, en otras palabras, en sus creaciones nuevas- hasta que las encuentre reflejadas -incapaces al fin de dejar impresión- desde el trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que además, en cualquier época, dado un resultado (de sometérsele a su examen, por ejemplo, uno de esos innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original era debido. Este poder de retrogradación en su plenitud y perfección absolutas, esta facultad de asignar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es desde luego la prerrogativa única de la Deidad; pero en todas las variedades de grados, inferiores a la absoluta perfección, el poder es ejercido por todas las huestes de las inteligencias angélicas.

Oinos

Pero tú hablas sólo de impulsos sobre el aire.

Agathos

Al hablar del aire, me refiero sólo a la tierra, pero la proposición general hace referencia a impulsos sobre el éter, que, al penetrar y ser él solo el que penetra en todo el espacio, resulta el gran médium de la creación.

Oinos

Entonces, ¿todo movimiento, de la naturaleza que sea, crea?

Agathos

Debe hacerlo. Pero una verdadera filosofía viene enseñando desde hace mucho tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento... y la fuente de todo pensamiento es...

Oinos

Dios.

Agathos

Y mientras hablaba así, ¿no ha cruzado por tu mente algún pensamiento del poder físico de las palabras? ¿No es toda palabra un impulso sobre el aire?

Oinos

Pero ¿por qué lloras, Agathos...? ¿Y por qué, oh, por qué se abaten tus alas mientras pasemos por encima de esa hermosa estrella, que es la más verde y no obstante la más terrible de todas las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores son como un sueño de cuento de hadas, pero sus furiosos volcanes como las pasiones de un turbulento corazón.

Agathos

¡Lo son, lo son! Esa extraña estrella..., hace ahora tres siglos, que con manos crispadas y con ojos radiantes, a los pies de mi amada, le di nacimiento con mis apasionadas frases. ¡Sus brillantes flores son mis más caros sueños irrealizados y sus iracundos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

miércoles, 4 de julio de 2007

Triste España sin ventura, Juan del Enzina

Triste España sin ventura,
todos te deben llorar,
Despoblada de alegría,
para nunca en ti tornar.


Tormentos, penas, dolores
te vinieron a poblar.
¡Sembrote Dios de plazer
porque naciesse pesar!


Hízote la más dichosa
para más te lastimar.
Tus vitorias y trïunfos
ya se hobieron de pagar.


Pues que tal pérdida pierdes,
dime en qué podrás ganar:
pierdes la luz de tu gloria
y el gozo de tu gozar.


¡Pierdes toda tu esperança,
no te queda qué esperar!
Pierdes Príncipe tan alto,
hijo de reyes sin par.


¡Llora, llora, pues perdiste
quien te había de ensalçar!
En su tierna juventud
te lo quiso Dios llevar.


Llevote todo tu bien,
dexote su desear,
porque mueras, porque penes,
sin dar fin a tu penar.


De tan penosa tristura
no te esperes consolar.



Juan del Encina: "Poesía lírica y cancionero musical". Edición de Royston Oscar Jones y Carolyn Lee. Castalia, Madrid, 1975.

La noche no es para mi, de Vídeo

Ya no sé
qué está bien
o está mal:
una total confusión,
esperando la noche
como el que espera
su final...

Todo el día
de aquí para allá
busco algún leit motiv
para saciar de golpe,
aburrimiento
y soledad...
La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

El reloj
pasa ya de las dos
todo a mi alrededor
se vuelve diferente,
aunque en el fondo
sea igual...

Entre lo incierto
y la realidad,
noto correr el alcohol
por mi sangre efervescente
cumpliendo siempre
el ritual...

La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

La oscuridad
crece aún más y más
y las tinieblas se han
apoderado de mi mente
y no lo puedo
soportar...

Y ya no sé qué está bien
o está mal
busco con desesperación
con quien pasar la noche,
otra noche,
sin final...
La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

El balneario, de Un pingüino en mi ascensor

Yo solía ser fuerte como un roble,
pero nada es perdurable,
hoy mi cuerpo es delicado y sensible
mi salud bastante endeble.
En este balneario
donde vine a acabar mis días,
se empeñó mi sobrino, Zacarías
en que era lo mejor.
Nada como las aguas termales

para mi problema de cervicales,
mis afecciones renales
y mi cáncer de pulmón.
Pero en este balneario

la comida es asquerosa,
las enfermeras, espantosas,
el servicio es demencial
y ya tengo avisado al notario

para que desherede a mi sobrino,
ese pelota cretino
que me metió en este lugar.
Estoy harto de fuentes medicinales,

de baños en oscuros manantiales,
de la importancia de las sales,
del agua mineral sin gas;
y cada día que pasa en el balneario

se acrecienta mi odio a este mundo ingrato,
aumenta mi pasión por el asesinato,
mi único deseo es matar;
y sé que el comisario
no sospecharía de un pobre anciano,
abstraído al estudio del derecho romano
y la filosofía oriental.

En este sanatorio,
los demás pierden el tiempo jugando al mus,
yo repaso mi arsenal, y escucho a Obús
a volumen brutal.
En este purgatorio,

encontré mi entretenimiento,
el remedio al aburrimiento,
liquidando visitantes sin piedad.
Ayer estrangulé a una concejala,

cuando inauguraba la nueva sala,
y tengo guardada una bala
para el Ministro de Sanidad.
Y cada día que pasa en el balneario

se acrecienta mi odio a este mundo ingrato,
aumenta mi pasión por el asesinato,
mi único deseo es matar;
y sé que el comisario
no sospecharía de un pobre anciano,
abstraído al estudio del derecho romano
y la filosofía oriental.
Hoy va a correr la sangre en el balneario.

domingo, 3 de junio de 2007

Cántico de las criaturas de San Francisco, versión de León Felipe

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.
Loado seas por toda criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor.
Y por la hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado mi Señor!
Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!
Y por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación:¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación!
Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución;¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor.

CÁNTICO DE SAN FRANCISCO

Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti sólo, Altísimo corresponden y ningún hombre es digno de mencionarte.
Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente messer hermano Sol, el cual es día, y nos iluminas por él. Y es bello y radiante con gran esplendor: de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Luna y las Estrellas: en el cielo las has formado claras, preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor por hermano Viento, y por Aire y Nublo y Sereno y todo tiempo, por el cual a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Agua, la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por hermano Fuego, por el cual nos alumbra la noche: y él es bello y jocundo y robusto y fuerte.
Alabado seas, mi Señor, por hermana nuestra madre Tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Dichosos aquellos que las sufrirán en paz, porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Muerte corporal, de la que ningún hombre viviente puede escapar: ¡Ay de aquellos que morirán en los pecados mortales! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal.
Alabad y bendecir a mi Señor y dadle gracias y servidlo con gran humildad.

domingo, 6 de mayo de 2007

Escalera al cielo, Stairway to heaven, Led Zeppelin, otra versión

Hay una dama que está segura de que todo lo que brilla es oro;
va a comprar una escalera al cielo
y, cuando allí llegue, sabrá que, si las tiendas están cerradas ,
con una palabra puede obtener lo que vino a buscar.

Hay un letrero en la pared, pero quiere estar segura porque, ¿sabes?, las palabras a veces tienen dos significados.

Por el arroyo, en un árbol, hay un pájaro cantor que canta algunas veces:
todos nuestros pensamientos son dudosos
todos nuestros pensamientos son dudosos.

Hay un sentimiento que tengo
cuando miro al oeste y mi espíritu llora por salir.
He visto en mis pensamientos anillos de humo entre los árboles
y las voces de quienes en pie están mirando.

Y ha susurrado que, pronto, si todos anunciamos la melodía,
el flautista nos llevará a la razón;
y un nuevo día amanecerá para los que aguanten en pie,
y los bosques resonarán con risas.


Eso hace que me maraville.

Si hay un bullir en tu fila de arbustos no te alarmes ahora,
es solo una limpieza de primavera para la Reina de Mayo;

Sí, hay dos sendas que puedes seguir,
pero a la larga hay todavía tiempo de cambiar el camino en el que estás.

Tu cabeza está zumbando y no se va;
por si acaso no lo sabes, el flautista te está llamando para que te le unas;
querida dama ; ¿puedes escuchar el viento soplar? ¿Sabías que tu escalera se reclina sobre el viento susurrante?

Y, a medida que nos enrollamos por el camino,
son nuestras sombras más altas que nuestras almas;
Por allí camina una dama que todos conocemos,
que desprende blanca luz y desea mostrar cómo todo se convierte aún en oro;
y, si escuchas bien, verás que la melodía vendrá hacia ti al final ,
cuando todos son uno y uno es todo, ser una roca y no rodar

Escalera al cielo, Stairway to heaven, Led Zeppelin

Hay una dama que está segura de que todo lo que brilla es oro
y va a comprar una escalera al cielo.
Cuando llegue, sabrá si las tiendas están cerradas;
con una palabra puede conseguir lo que vino a buscar
oh, y va a comprar una escalera al cielo

Hay una señal en la pared, pero quiere estar segura
Porque ya sabe que a veces las palabras tienen doble sentido
En un arbol junto al arroyo hay un pájaro cantando
A veces todos nuestros pensamientos nos llenan de dudas
Oh, me hace pensar
Oh, me hace pensar
Me invade un sentimiento cuando miro hacia el oeste
Y mi espíritu me grita que me marche
En mis pensamientos he visto anillos de humo entre los árboles
Y las voces de los que están allí mirando
Oh, me hace pensar
Oh, de veras me hace pensar
Y se susurra que pronto, si todos cantamos la canción,
El flautista nos conducirá a la razón
Y un nuevo día amanecerá para aquellos que se queden
Y los bosques resonarán con las risas
Si hay agitación en tu seto, no te alarmes
Es sólo una limpieza para la reina de Mayo
Sí, hay dos senderos por los que puedes ir, pero en la larga carrera
Aun queda tiempo para cambiar el camino en el que estás
Y me hace pensarHay un zumbido en tu cabeza, y no parará, por si no lo sabes
El flautista te llama para que te unas a él
Querida dama, ¿puedes oír el viento soplar, y sabes
Que tu escalera está en el susurro del viento?
Y mientras bajamos por el camino
Con nuestras sombras más largas que nuestra alma
Camina una dama que todos conocemos
Que brilla con luz blanca y quiere mostrar
Que todavía todo se convierte en oro
Y si escuchas con atención
Por fin oirás la canción
Cuando todos seamos uno y uno sea todos
Para ser una roca y no rodar
Y va a comprar una escalera al cielo

martes, 1 de mayo de 2007

Subida al monte Carmelo, San Juan de la Cruz


Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas.
Para venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
Para venir a poseer lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.
Cuando reparas en algo
dejas de arrojarte al todo.
Para venir del todo al todo,
has de dejarte del todo en todo.
Y cuando lo vengas del todo a tener,
has de tenerlo sin nada querer.

domingo, 15 de abril de 2007

RESPUESTA DE ISAAC ABRAVANEL AL DECRETO DE EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS EN 1492


Abraham Senior y yo agradecemos esta oportunidad para hacer nuestro último alegato escrito llevando la voz de las comunidades judías que nosotros representamos. Condes, duques y marqueses de las Cortes, caballeros y damas: no es un gran honor cuando un judío es llamado a asistir por el bienestar y seguridad de su pueblo, pero es desgracia mayor que el Rey y la Reina de Castilla y Aragón y por supuesto de toda España tenga que buscar su gloria en gente inofensiva. Encuentro muy difícil comprender como todo hombre judío, mujer y niño pueden ser una amenaza a la fe Católica. Son cargos muy fuertes, demasiado fuertes. ¿Es que nosotros la destruimos?

Es todo lo opuesto. ¿No estáis ogligando en este edicto a confinar a todos los judíos en lugares restringidos y a tantas limitaciones en nuestros privilegios legales y sociales, sin mencionar que nos forzáis a cambios humillantes? ¿No fue suficiente la imposición de la fuerza, no nos aterrorizó vuestra diabólica Inquisición? Déjeseme mostrar en toda su dureza esta materia a todos los presentes; no dejaré callar la voz de Israel en este día.

Escuchad ¡oh cielos!, y sea permitido que se me escuche, Rey y Reina de España. Isaac Abravanel se dirige a vos; yo y mi familia somos descendientes directos del Rey David, verdadera sangre real; la misma del Mesías corre por mis venas. Es mi herencia, y yo lo proclamo en nombre del rey de Israel.

En nombre de mi pueblo, el pueblo de Israel, los escogidos por Dios, declaro que son inocentes y sin culpa de todos los crímenes declarados en este abominable edicto. El crimen y la transgresión es para vos; para nosotros es el soportar el decreto sin justicia que Vos habeis proclamado. El día de hoy será de derrota y este año, que se imagina como el año de la gran gloria, será el de la vergüenza más grande de España. Es reconocido que la palabra honor debe ser propia de buenas y nobles acciones; de la misma forma, un acto impropio haría sufrir la reputación de una persona. Y si reyes y reinas acometen hechos dudosos se hacen daño a ellos mismos; como bien se dice, cuanto más grande es la persona el error es mayor.

Si los errores son reconocidos a tiempo pueden ser corregidos y el ladrillo débil que soporta el edificio puede ser resituado en posición correcta. Asimismo un edicto errado, si es cambiado a tiempo, puede ser corregido; pero objetivos religiosos han aventajado a la razón y malos consejos han precedido al justo razonamiento. El error de este edicto será irreversible, lo mismo que estas obligaciones que proclaman; mi rey y mi reina, escuchadme bien: error ha sido, un error profundo e inconcebible como España nunca haya visto hasta ahora. Vosotros sois los únicos responsables, como instrumentos del poder de una nación; si las artes y letras dan pautas a sensibilidades mas refinadas, si vosotros habéis aplacado el orgullo del infiel musulmán pese a la fuerza de su ejército mostrando conocimiento del arte y de la guerra y respetando su conciencia ¿con qué derecho los inquisidores recorren los campos quemando libros por miles en piras publicas?

¿Con qué autoridad los miembros de la Iglesia desean ahora quemar la inmensa biblioteca arábiga de este gran palacio moro y destruir sus preciosos manuscritos? Porque es por autoridad vuestra, mi rey y mi reina. En lo más profundo de sus corazones Vuestras Mercedes han desconfiado del poder del conocimiento, y Vuestras Mercedes han respetado sólo el poder. Con nosotros los judíos es diferente. Nosotros los judíos admiramos y estimulamos el poder del conocimiento. En nuestros hogares y en nuestros lugares de rezo el aprendizaje es una meta practicada por toda la vida. El aprendizaje es una pasión nuestra que dura mientras existimos; es el corazon de nuestro ser; es la razón, según nuestras creencias, para la cual hemos sido creados. Nuestro agresivo amor a aprender pudo haber contrapesado su excesivo amor al poder. Nos pudimos haber beneficiado de la protección ofrecida por vuestras armas reales y vos os pudisteis haber beneficiado de los adelantos de nuestra comunidad y del intercambio de conocimientos, y digo que nos hubiésemos ayudado mutuamente.

Así como se nos ha mostrado nuestra debilidad, su nación sufrirá la fuerza de un desequilibrio al que Vuestras Mercedes han dado comienzo. Por centurias futuras, vuestros descendientes pagarán por los errores de ahora. Vuestras Mercedes verán que la nación se transformará en una nación de conquistadores que buscan oro y riquezas, viven por la espada y reinan con puño de acero; y al mismo tiempo os convertiréis en una nación de iletrados, vuestras instituciones de conocimiento, amedrentadas por el progreso herético de extrañas ideas de tierras distintas y otras gentes, no serán respetados. En el curso del tiempo el nombre tan admirado de España se convertirá en un susurro ente las naciones. España, que siempre ha sido pobre e ignorante, España, la nación que mostró tanta promesa y que ha completado tan poco. Y entonces, algún día, España se preguntará a sí misma: ¿que ha sido de nosotros? ¿Por qué somos el hazmerreír entre las naciones? Y los españoles de esos días mirarán al pasado para ver por qué sucedió esto. Y aquellos que son honestos señalarán este día y esta época de la misma manera que cuando esta nación se inició. Y la causa de su decadencia no mostrará a nadie más que a sus reverenciados soberanos Católicos, Fernando e Isabel, conquistadores de los moros, expulsores de los judíos, fundadores de la Inquisición y destructores de inquisitivas mentes de los españoles.

El edicto es testimonio a la debilidad cristiana. Esto ha demostrado que los judíos son capaces de ganarle a los siglos. Argumento viejo sobre estas dos creencias. Esto explica el por qué existen falsos cristianos: estos cristianos cuyas creencias han sido sacudidas por argumentos que el judío conoce mejor. Esto explica por qué la nación cristiana se perjudicara como dice que lo ha sido. Deseando silenciar la oposición judía, la mayoría cristiana ha decidido no seguir argumentando, eliminando la fuente del contraargumento. No se le dio oportunidad alguna al judío.

Esta es la ultima oportunidad para traer este tema a tierra española. En estos últimos momentos de libertad, otorgada por el Rey y la Reina, yo, como representante de la judería Española, reposo en un punto la disputa teológica. Yo la dejaré con un mensaje de partida, a pesar de que a Vuestras Mercedes no os guste.

El mensaje es simple. El histórico pueblo de Israel, como se ha caracterizado por sus tradiciones, es el único que puede emitir juicio sobre Jesús y sus demanda de ser el Mesías; y como Mesías, su destino fue el de salvar a Israel, de modo que debe venir de Israel a decidir cuándo debe salvarlo. Nuestra respuesta es la única respuesta que importa, o acaso Jesús fue un falso Mesías. Mientras el pueblo de Israel exista, mientras las gentes de Jesús continúen en rechazarlo. Su religión no puede ser validada como verdadera. Vuestras Mercedes pueden convertir a todas las gentes, a todos los salvajes del mundo, pero mientras no conviertan al judío, Vuestras Mercedes no han probado nada, salvo que pueden persuadir a los que no están informados.

Lo dejamos con este confortante conocimiento. Porque Vuestras Mercedes pueden disponer de sus poderes, pero nosotros poseemos la verdad por lo alto. Vuestras Mercedes podrán desposeernos como individuos, pero no podrán desposeernos de nuestras almas sagradas y de la verdad histórica, que es el único testigo nuestro.


Escuchad, Rey y Reina de España, en este día Vuestras Mercedes han engrosado la lista de fabricantes de maldades contra los que quedan de la Casa de Israel; si Vuestras Mercedes se empeñan en destruirnos, todos han fracasado. Mas, sin embargo, nosotros prosperaremos en otras tierras lejanas. Y doquiera que vayamos, el Dios de Israel estará con nosotros, y a Vuestras Mercedes rey Fernando y reina Isabel, la mano de Dios los atrapará y castigará por la arrogancia de sus corazones.

Hágase a Vuestras Mercedes autores de esta iniquidad; a lo largo de generaciones por venir, será contado repetidamente cómo su fe no fue benevolente y cómo su visión se cegó. Pero, más que sus actos de odio y fanatismo, el coraje del pueblo de Israel será recordado por haberse enfrentado contra el poderoso Imperio Español y por habernos apegado a la herencia religiosa de nuestros padres, resistiendo a los argumentos inciertos.


Expúlsennos, arrójennos de esta tierra que hemos querido tanto como Vos, pero los recordaremos, Rey y Reina de España, como los que en nuestros santos libros buscaron nuestro daño. Nosotros los judíos, con nuestros hechos en las paginas de la historia y nuestros recuerdos de sufrimiento; e incurriréis en un daño mayor a vuestros hombres que el mal que nos habéis causado. Nosotros los recordaremos, y a su vil edicto de expulsión
, para siempre.

domingo, 8 de abril de 2007

Estragos de la guerra, en El siglo de las luces, de Alejo Carpentier

Chrétien y Víctor Hugues salieron en una de las primeras barcas —acaso por demostrar al ejército que, en hora de acción, eran tan arrojados como los militares. Cuando las tropas estuvieron en tierra, se oyeron algunos disparos, seguidos de un corto intercambio de descargas, que se fueron diluyendo en la distancia. Cayó la noche y el silencio se hizo en las naves, donde quedaban tropas de la marina con dos compañías de Cazadores de los Pirineos, dejadas al mando del capitán De Leyssegues. Y transcurrieron tres días durante los cuales nada ocurrió, nada se oyó, nada se supo. Para burlar su angustia. Esteban se entretenía en pescar, en compañía de los tipógrafos, forzosamente inactivos en tales momentos. Tanto espacio libre había ahora a bordo de los barcos, con la partida del grueso del ejército, que las cubiertas hacían pensar en el escenario de un teatro, luego de que ha terminado una función de gran espectáculo. Ahí colgaban cabos sueltos, yacían fardos abandonados, quedaban cajas vacías. Se podía transitar a gusto, dormitar a la sombra de las lonas, llevar la escudilla de sopa a donde mejor se quisiera, espulgarse al aire libre —jugar a las cartas con la mirada siempre llevada al horizonte, entre dos envites, en previsión de que a lo lejos se dibujara el velamen de un bastimento enemigo. Aquello hubiera tenido un aspecto de felices vacaciones en islas de Barlovento, si la ausencia de noticias no desazonara a tantos ánimos. Inútil era interrogar el paisaje de la costa. Allí no pasaba nada. Sacaba un niño almejas de la arena; retozaban algunos perros con el agua por las tetas; pasaba una familia de negros, como en mudanza perpetua, cargando con enormes bultos en las cabezas... Empezaban algunos a suponer lo peor cuando, en la madrugada del cuarto día, una estafeta abordó a la Thétis, trayendo orden de llevar la flota a Pointe-à-Pitre. El Ejército de la República era victorioso. Después de una escaramuza, tenida a poco de desembarcar, los franceses habían avanzado cautelosamente, sin hallar la resistencia esperada. Víctor Hugues atribuía el repliegue constante de las tropas inglesas al terror de los colonos monárquicos ante quienes embestían sus inmundas banderas blancas con las banderas republicanas. Más animosos, los tripulantes de los buques mercantes, sorprendidos en el puerto, habían organizado la resistencia en el fuerte Fleur d’Epée, tras de dieciséis piezas de artillería. La noche anterior, Cartier y Rouger habían subido al asalto de ese reducto defendido por novecientos hombres, tomándolo por sorpresa, al arma blanca. Chrétien, por dar el ejemplo con harta bizarría, había caído de cara al enemigo. Los ingleses, desmoralizados por esa victoria, estaban atrincherados ahora en la Basse-Terre, tras de la Rivière Salée —minúsculo paso de agua, invadido por los mangles, que, pese a su delgadez, dividía la Guadalupe en dos comarcas distintas. Víctor Hugues se hallaba en la Pointe-à-Pitre desde medianoche, instalando su gobierno. Ochenta y siete barcos mercantes abandonados en el puerto habían pasado a poder de los franceses. Los almacenes estaban repletos de mercancías. La escuadra era esperada allá con urgencia... Comenzaron las maniobras, mientras las chalupas de transporte regresaban a sus naves. Una enorme alegría, alegría de fondo, casi visceral, movía a los hombres de las cofas a las bodegas, trepando, corriendo, empujando el espeque, izando, desenrollando, enrollando, arrumbando. La victoria era buena. Pero, además, esta noche habría vinos y perniles frescos, hincados con dientes de ajo, mucho vino, y buey con zanahorias nuevas; habría muchísimo vino y ron del mejor, café del que mancha la taza, y acaso mujeres, de las rojizas, de las cobrizas, de las pálidas, de las oscuras —de las que llevan calzado de tacón alto bajo el encaje de las enaguas; de las que huelen a frangipana, agua de azahar, vetiver, y, más que nada, a hembra. Y con cantos y gritos, vítores a la República, levantados en los muelles y coreados en las naves, entró la escuadra en el puerto de la ciudad, aquel día de Pradial del Año II, llevando la guillotina, erguida en la proa de la Pique, bien bruñida como objeto nuevo —bien desenfundada para que la vieran bien y la conocieran todos. Víctor y De Leyssegues se abrazaron. Y juntos fueron al antiguo edificio del Senescalado —donde el Comisario procedía a la instalación de sus despachos y oficinas— para inclinarse ante el cuerpo de Chrétien, tendido con banda y escarapela, sobre un túmulo negro florecido de claveles rojos, nardos blancos y embelesos azules. Esteban fue despachado a la Albóndiga del Comercio Extranjero. Hoy empezaría a desempeñar su cabal empleo, abriendo un Registro de Presas, a la vista de los buques dejados por el enemigo. En todas partes se ostentaban los carteles donde se proclamaba la abolición de la esclavitud. Los patriotas encarcelados por los «Grandes Blancos» eran puestos en libertad. Una multitud abigarrada y jubilosa vagaba por las calles, aclamando a los recién llegados. Para mayor regocijo se supo que el General Dundas, gobernador británico en la Guadalupe, había muerto en Basse-Terre, la víspera del desembarco francés. La suerte era propicia al ejército de la República. Mas, la bambochada marinera que todos se prometían para aquella tarde quedó en apetencia: el Capitán De Leyssegues dio comienzo, poco después del mediodía, a las obras de fortificación y defensa del puerto, hundiendo varias naves viejas en la barra, para vedar su entrada, y colocando cañones en los muelles, con las bocas apuntadas hacia el mar... Pero, cuatro días después, la suerte se volteó repentinamente. Una batería emplazada en el Morne Saint-Jean, más allá de la Rivière Salée, inició el bombardeo sistemático de la Pointe-à-Pitre. El Almirante Jarvis, luego de haber desembarcado sus tropas en el Gozier, ponía asedio a la ciudad... El terror se apoderó de la población, bajo los proyectiles caídos del cielo que a todas horas martilleaban al azar, hundiendo techos, atravesando pisos, haciendo volar los tejados en aludes de barro rojo, rebotando en la mampostería, el pavimento de las calles, los cipos esquineros, antes de rodar con fragores de trueno hacia algo derribable —una columna, una baranda, un hombre atontado por la velocidad de lo que se le venía encima. Un olor de cal vieja, reseca, cineraria, envolvía la ciudad en una atmósfera de demolición, secando las gargantas, encendiendo los ojos. Una bala, topando con una muralla de cantería, saltaba a las casas de madera, se arrojaba escaleras abajo, yendo a dar a un aparador lleno de botellas, a los escaparates de una locería, a una bodega donde su trayectoria terminaba en un revuelo de duelas rotas, sobre el cuerpo destrozado de una parturienta. Despedida por un impacto, una campana había caído con tan tremendo alarido del bronce, que hasta los cañoneros enemigos se enteraron del caso. Mal resguardo contra el hierro era el de ese reino de persianas, mamparas, balcones ligeros, romanillas, barrotes de madera, emparrados y listones, donde todo estaba hecho para aprovechar el menor aliento de la brisa. Cada disparo resultaba un mazazo en jaula de mimbre, dejando cadáveres debajo de la mesa de nogal donde una familia hubiera buscado algún amparo. Pronto se conoció otra espantosa novedad: una batería con hornos, instalada en el Morne Savon, bombardeaba la población con balas calentadas al rojo vivo. Lo que quedaba en pie empezó a arder. A la cal sucedió el fuego. No acababa de dominarse un incendio cuando otro se prendía, más allá, en la tienda de paños, en el aserradero, en el depósito del ron que, prendido a su vez, arrojaba a las calles un lento derrame de llamas azules que las aceras llevaban hacia cualquier pendiente próxima. Como muchas casas pobres tenían techos de hojas y fibras trenzadas, un solo proyectil al rojo bastaba para acabar con una manzana entera. Para colmo, la falta de agua obligaba a combatir los incendios con el hacha, la sierra y el machete. A la destrucción caída del cielo, se añadía la consciente destrucción llevada por niños, mujeres y ancianos. Un humo negro, denso, sacado de abajo, de donde arden muchas cosas viejas y sucias, ponía penumbras repentinas, en pleno mediodía, sobre la ciudad supliciada. Y aquello, que era intolerable, imposible de soportar durante una hora, se prolongaba día y noche, en un estruendo perpetuo, donde el derrumbe se confundía con el grito, el crepitar de las fogaradas con el trueno a ras del suelo de lo que rodaba, topaba, rebotaba, pegando como ariete. Se vivía en el desastre y aunque su paroxismo pareciera alcanzado, el desastre se agrandaba de noticia en noticia. Tres intentos de acallar las mortíferas baterías habían fracasado. El General Cartier, extenuado por el insomnio, la fatiga y la poca costumbre del clima, acababa de morir. El General Rouger, alcanzado por un proyectil, agonizaba, en una sala del edificio transformado en hospital militar. Habían reaparecido unos Frailes Dominicos misteriosos, soterrados, salidos de sus escondites, que, de pronto, se erguían en las cabeceras de los enfermos con una pócima o una tisana en la mano. En tales momentos nadie reparaba en sus hábitos, aceptándose el cuidado y el alivio inmediato, pronto seguidos de una reaparición de Crucifijos y Santos Óleos. Ese contrabando de la fe se insinuaba donde más gangrenas y heridas hubiera, no faltando quien reclamara los sacramentos, arrojando la escarapela, al sentir la proximidad de la muerte... A los innumerables tormentos se añadía ahora el de la sed. Como algunos cadáveres habían caído en los algibes, era imposible beber aquella agua envenenada. Los soldados hacían hervir el agua de mar preparando un café salobre que luego endulzaban con enormes cantidades de azúcar, añadiéndole algún alcohol. Los aguadores, que siempre habían abastecido la población con sus barricas llevadas en botes y en carros, no podían alcanzar los riachuelos cercanos a causa del tiro enemigo. Las ratas pululaban en las calles, corriendo en medio de los escombros, invadiéndolo todo, y como si esa plaga fuese poco, unos alacranes grises surgían de las maderas viejas, hincando el dardo donde mejor pudiese hincar. Varios barcos, en el puerto, estaban reducidos a errantes montones de tablas calcinadas. La Thétis, acaso herida de muerte, se escoraba en un panorama de mástiles rotos, de cuadernas dejadas en el hueso. Al vigésimo día del asedio apareció el Cólico Miserere. Las gentes se vaciaban en horas, largando la vida por los intestinos. En la imposibilidad de darles un cristiano sepelio, se enterraban los cuerpos donde fuera posible, al pie de un árbol, en un agujero cualquiera, al lado de las letrinas. Cayendo sobre el Cementerio Viejo, las balas habían sacado huesos a la luz, dispersándolos entre lápidas hundidas y cruces arrancadas. Víctor Hugues, seguido de los últimos jefes militares que le quedaban y de sus mejores tropas, se había atrincherado en el Morne du Gouvernement, eminencia que dominaba la ciudad y, enclavada en su perímetro, ofrecía el resguardo de una iglesia de cantería... Esteban, anonadado, estupefacto, incapaz de pensar en nada en medio del cataclismo que duraba desde hacía casi cuatro semanas, pasaba el tiempo acostado dentro de una suerte de guarida, de fosa horizontal, que se había cavado entre los sacos de azúcar que llenaban el almacén portuario donde, estando en labor de inventario, lo había sorprendido el bombardeo. Frente a él, siguiendo su ejemplo, los Loeuillet, padre e hijo, se resguardaban en una caverna entre sacos, más ancha, donde habían metido una parte del material de su imprenta —las cajas de tipos, sobre todo, que eran lo más irremplazable en esta tierra. No padecían de sed, ya que varios toneles de vino estaban guardados en aquel lugar, y, unas veces por refrescarse, otras por miedo, otras por beber, vaciaban jarros de aquel líquido tibio, que se iba agriando cada vez más, poniendo costras moradas en sus labios. Loeuillet, el viejo, hijo de camisardo, no se había ocultado, en tales momentos de miseria, de sacar la Biblia familiar, que traía escondida en una caja de papel. Cuando las balas pegaban cerca, envalentonado por lo mucho bebido, clamaba, desde las honduras de su antro, algún versículo del Apocalipsis. Y nada se concertaba mejor con la realidad que aquellas frases sacadas del delirio profetice por la mano de Juan el Teólogo: «Y el primer Ángel tomó la trompeta, y fue hecho granizo y fuego, mezclado con sangre, y fueron arrojados a la tierra, y la tercera parte de los árboles fue quemada y quemóse toda la yerba verde.» «Tanta impiedad —gimoteaba el tipógrafo— nos ha llevado al Fin de los Tiempos.» Las baterías de Jarvis se le identificaban, en aquellos momentos con las iras ejemplares de los Viejos Grandes Dioses.

Una mañana callaron las baterías. Los hombres se descrisparon; las bestias pusieron las orejas en descanso; lo yacente, lo inerte, se hicieron yacente e inerte sin más sobresaltos. Oyóse el chapaleo de las olas en el puerto, y una última cristalería, rota por la pedrada de un niño, asustó a las gentes por la desacostumbrada nimiedad del ruido. Los supervivientes salieron de sus hoyos, de sus cuevas, de sus zahúrdas, cubiertos de hollín, de mugre, de excrementos, con vendajes colgantes, inmundos, que se les mecían a un palmo de las llagas.

Alejo Carpentier, El Siglo de las Luces

VÍCTOR HUGUES SORPRENDE A SOFÍA Y ESTEBAN, Alejo Carpentier

Las Antillas constituían un archipiélago maravilloso, donde se encontraban las cosas más raras: áncoras enormes abandonadas en playas solitarias; casas atadas a la roca por cadenas de hierro, para que los ciclones no las arrastraran hasta el mar; un vasto cementerio sefardita en Curazao; islas habitadas por mujeres que permanecían solas durante meses y años, mientras los hombres trabajaban en el Continente; galeones hundidos, árboles petrificados, peces inimaginables; y, en la Barbados, la sepultura de un nieto de Constantino XI, último emperador de Bizancio, cuyo fantasma se aparecía, en las noches ventosas, a los caminantes solitarios... De pronto Sofía preguntó al, visitante, con gran seriedad, si había visto sirenas en los mares tropicales. Y, antes de que el forastero contestara, la joven le mostró una página de Las delicias de Holanda, viejísimo libro donde se contaba que alguna vez después de una tormenta que había roto los diques de West-Frise, apareció una mujer, marina, medio enterrada en el lodo. Llevada a Harlem, la vistieron y la enseñaron a hilar. Pero vivió durante varios años sin aprender el idioma, conservando siempre un instinto que la llevaba hacia el agua. Su llanto era como la queja de una persona moribunda... Nada desconcertado por la noticia, el visitante habló de una sirena hallada, años antes, en el Maroní. La había descrito un Mayor Archicombie, militar muy estimado, en un informe elevado a la Academia de Ciencias de París: «Un mayor inglés no puede equivocarse», añadió, con casi engorrosa seriedad. Carlos, advirtiendo que el visitante acababa de ganar algunos puntos en la estimación de Sofía, hizo regresar la conversación al tema de los viajes. Pero sólo faltaba hablar de Basse-Terre, en la Guadalupe, con sus fuentes de aguas vivas y sus casas que evocaban las de Rochefort y La Rochela —¿no conocían los jóvenes Rochefort ni La Rochela?—. «Eso debe ser un horror —dijo Sofía—: Por fuerza nos detendremos unas horas en tales sitios cuando vayamos a París. Mejor háblenos de París, que usted, sin duda, conoce palmo a palmo.» El forastero la miró de reojo y, sin responder, narró cómo había ido de la Pointe-à-Pitre a Santo Domingo con el objeto de abrir un comercio, estableciéndose finalmente en Port-au-Prince, donde tenía un próspero almacén: un almacén con muchas mercancías, pieles, salazones («¡Qué espanto!», exclamó Sofía), barricas, especias —«más o menos comme le vótre», subrayó el francés arrojándose el pulgar por sobre el hombro, hacia la pared medianera, con gesto que la joven consideró como el colmo de la insolencia: «Este no lo atendemos nosotros», observó. «No sería trabajo fácil ni descansado», replicó el otro, pasando en seguida a contar que venía de Boston, centro de grandes negocios, magnífico para conseguir harina de trigo a mejor precio que el de Europa. Esperaba ahora un gran cargamento, del que vendería una parte en la plaza, mandando el resto a Port-au-Prince. Carlos estaba por despedir cortésmente a aquel intruso que, después del interesante introito autobiográfico, derivaba hacia el odiado tema de las compra-ventas, cuando el otro, levantándose de la butaca como si en casa propia estuviera, fue hacia los libros amontonados en un rincón. Sacaba un tomo, manifestando enfáticamente su contento cuando el nombre de su autor podía relacionarse con alguna teoría avanzada en materia de política o religión: «Veo que están ustedes muy au courant», decía ablandando la resistencia de los demás. Pronto le mostraron las ediciones de sus autores predilectos, a las que palpaba el forastero con deferencia, oliendo el grano del papel y el becerro de las encuadernaciones. Luego se acercó a los trastos del Gabinete de Física, procediendo a armar un aparato cuyas piezas yacían, esparcidas, sobre varios muebles: «Esto también sirve para la navegación», dijo. Y como mucho era el calor, pidió permiso para ponerse en mangas de camisa, ante el asombro de los demás, desconcertados por verlo penetrar con tal familiaridad en un mundo que, esta noche, les parecía tremendamente insólito al erguirse, junto al «Paso de los Druidas» o «La Torre Inclinada», una presencia extraña. Sofía estaba por invitarlo a comer, pero la avergonzaba revelarle que en la casa se almorzaba a medianoche con manjares propios del mediodía, cuando el forastero, ajustando un cuadrante cuyo uso había sido un misterio hasta entonces, hizo un guiño hacia el comedor, donde la mesa estaba servida desde antes de su llegada. «Traigo mis vinos», dijo. Y buscando las botellas que al entrar había dejado en un banco del patio, las colocó aparatosamente sobre el mantel invitando a los demás a tomar asiento. Sofía estaba nuevamente escandalizada ante el desparpajo de aquel intruso que se otorgaba, en la casa, atribuciones de pater familias. Pero ya los varones probaban un mosto alsaciano con tales muestras de agrado que, pensando en el pobre Esteban —había estado muy enfermo últimamente y mucho parecía divertirse con el visitante—, adoptó una actitud de señora estirada y cortés, pasando las bandejas a quien llamaba «Monsieur Jiug» con silbado acento, «Huuuuug» enderezaba el otro, poniendo un circunflejo verbal en cada «u» para cortar bruscamente en la «g», sin que Sofía enmendara la pronunciación.
De Alejo Carpentier, El siglo de las luces