miércoles, 26 de septiembre de 2007

Tres historias de enamorados, fray Antonio de Guevara

Muy magnífico y engañado señor:

A la hora en que quise responder a vuestra carta tuve en la mano suspensa la pluma más de media hora, debatiendo con mi gravedad y vuestra amistad si os respondería, o disimularía, porque el amor que os tengo convidábame a que lo hiciese, y vuestro descomedimiento constreñíame a que os lo negase. Yo, Señor, leí vuestra carta y vi las tres imágenes que me enviastes con ella, y fué tanto el enojo que rescebí, y la afrenta que sentí, que, si como sois grande amigo mío, fuérades mi muy propincuo deudo, el deudo os negara, y jamás letra os escriviera. En los rostros vergonzosos y en los corazones generosos sin comparación vale más una onza de amistad que una arroba de consanguinidad; lo cual paresce claro en que la enemistad que nasce entre parientes dura mucho, mas la que se levanta entre los verdaderos amigos acábase luego. Pisistrato, rey y tirano que fué de los athenienses, como un sobrino suyo que había nombre Trasilo fuese en cierta conjuración contra el tío, escribióle una carta en que decía estas palabras: «Acordarte debrías, sobrino mío Trasilo, no que te crié en mi casa, no que eres mi sangre, no que te admití a mi conversación, no que te fié mis secretos, no que te casé con mi hija, no que te di la mitad de mi hacienda, sino que te amé como amigo y te traté como a hijo. Hasme salido aleve, y hasme hecho traición, sin yo de ti tal pensar, ni menos te lo merescer, a cuya causa quisiera poder acabar conmigo que, como te niego el deudo, te pudiera negar la amistad; mas no lo puedo hacer, ni con mi fidelidad acabar, porque la sangre que contigo tengo puedo la sacar, pues está en las venas, mas no el amor con que te amo, porque está en el corazón». He querido traheros este exemplo a la memoria para que, pues vos, señor, habéis sido Trasilo en me enojar, seré yo Pisistrato en os perdonar, haciendo, como hago, muy gran caudal, no tanto del deudo que me tenéis, como de la amistad que os tengo.

Viniendo, pues, al propósito, y contando cómo acontesció el caso, digo que yo, señor, rescebí una letra vuestra aquí, en Granada, habrá diez y ocho días, y con ella rescebí unas muy ricas tablas, en las cuales estaban unas imágines, assaz bien pintadas, y no menos bien tratadas. Querríades agora vos saber de mí qué es lo que me paresce de la pintura, y qué misterios tiene su historia, jurando y perjurando que os costaron mucho y las tenéis en mucho. A esto, señor, os respondo y digo que, si vos tenéis aquellas imágines en mucho, yo señor, las tengo en muy poco, y más y allende desto digo que si comprastes lo que no sabíades, os acuso por no cuerdo, y si supistes lo que comprastes, os condeno por mundano. Dixe que os condenaba por mundano, y no por liviano, no porque no lo merescía vuestra culpa, sino porque no cabía en mi crianza. La poca edad, la poca sciencia y la poca experiencia que tenéis del mundo os excusa del yerro que habéis hecho y del descomedimiento que comigo habéis tenido; que, hablando la verdad, yo estoy corrido, y aun afrontado, que tales imágines me enviásedes, y sobre tales liviandades me consultásedes. En mi hábito, por ser de religioso; en mi sangre, por ser de caballero; en mi profesión, por ser de theólogo; en mi oficio, por ser predicador, ni en mi dignidad, por ser de obispo, no se sufre semejantes vanidades preguntar, ni menos platicar, porque el hombre de bien, no sólo ha de mostrar su gravedad en las obras que hace, mas aun en las palabras que dice y en las pláticas que oye. El buen philósopho Diógenes vió en la plaza hablar muy despacio a un discípulo suyo, con un mancebo que era tenido por liviano, y aun por travieso, el cual, como le preguntase en qué hablaban, qué concertaban, respondió él: «Decíame que esta noche pasada había hecho una muy gran travesura, y que había muy gran miedo no fuese descubierta. Oído todo esto, Diógenes mandó llamar al otro mancebo y dixo a ambos a dos: «Yo mando que en el amphiteatro del foro, que igualmente os den a cada uno cuarenta azotes: a él, por lo que hizo, y a ti, por lo que le escuchaste; porque tanto merece el philósopho por no tener atapadas las orejas, como el secular en no tener las manos quedas.»

Yo, señor don Enrrique, ni sé qué me haga, ni sé con quién me cumpla; que por una parte querría hacer lo que me rogáis, pues sois mi amigo, y por otra parte estoy temeroso de Diógenes el philósopho, porque si él sabe lo que vos me consultáis, y atina a lo que yo os respondo, no es menos sino que desta hecha vos o yo quedamos desterrados, y no menos azotados. Aunque sea en detrimento de mi gravedad, y en ofensa de mi honestidad, determínome de responder a vuestra carta, y declararos el misterio de vuestra dubda, con que prometo y protesto que no lo hago por serviros, sino para confundiros, porque veáis y conozcáis que esa vuestra tabla de imágines no es para poner en los altares de los sanctos, sino en las cámaras de los locos.

Es, pues, el caso que en las tres tablas que me enviastes estaban tres imágines de tres mugeres a maravilla hermosas, y por extremo muy bien pintadas, los rétulos de las cuales decían así: «Sancta Lamia», «Sancta Flora» y «Sancta Layda». Queríades agora vos, señor don Enrrique, saber de mí quiénes fueron estas tres mugeres, de dónde fueron, en qué tiempo fueron, a do murieron y qué martirio pasaron; porque, según me escribís, las tenéis en vuestro oratorio colgadas y les rezáis cada día ciertas avemarías. Yo, señor, lo quiero hacer, y a vuestro ruego condescender, aunque no sin mucha pena y gran vergüenza, no de vos, que lo habéis de leer, sino de aquellos a quien lo habéis de mostrar, porque todos dirán, y no sé si con razón, que vos, señor, sois agora vano, y que en algún tiempo yo fuí mundano.

Esta Lamia, esta Flora, esta Layda, que vos, señor, tenéis por sanctas, fueron las tres más hermosas y más famosas rameras que nascieron en Asia, se criaron en Europa, y aun de quienes más cosas los escriptores escribieron, y por quienes más príncipes se perdieron. Destas tres se dice y escribe que fueron dotadas de todas gracias: es a saber, hermosas de rostros, altas de cuerpos, anchas de frentes, gruesas de pechos, cortas de cinturas, largas de manos, diestras en el tañer, suaves en el cantar, polidas en el vestir, amorosas en el mirar, disimuladas en el amar y muy cautas en el pedir. Destas tres se dice y escribe por excelencia que nunca a príncipe amaron que las dexase, ni jamás cosa pidieron que se la negase. Destas tres se dice y escribe que nunca a hombre hicieron burla, ni jamás de hombre rescibieron afrenta. Destas tres se dice y escribe que la Lamia enamoraba con el mirar; la Flora, con el hablar; la Layda, con el cantar; y los que una vez de sus amores se prendían, tarde o nunca se libraban. Destas tres se dice y escribe que fueron las enamoradas más ricas del mundo mientras vivieron, y que dexaron de sí mayores memorias cuando murieron, porque en los pueblos les pusieron estatuas, y los escritores escribieron dellas grandes cosas. Y porque no parezca que hablamos de gracia, contaremos aquí destas tres enamoradas la historia, protestando primero que no diremos más de cada una de sola una palabra, porque para deciros, señor, verdad, no es esta historia tan honesta y limpia para que ose emplear en ella mucho tiempo mi pluma.

La más antigua destas tres enamoradas fué la que llamaron Lamia, la cual fué en el tiempo del rey Antígono, criado de Alexandro el Magno, del cual Antígono escriben los que dél escribieron que fué príncipe muy belicoso, y poco venturoso. Este rey Antígono dexó un hijo heredero, el cual se llamó Demetrio, el cual fué menos belicoso, aunque más fortunado que no su padre, y fuera él muy esclarecido príncipe, si en su mocedad supiera cobrar amigos, y en la vejez no se diera tanto a los vicios. Este rey Demetrio tuvo por amiga a esta enamorada Lamia, a la cual únicamente amé, y largamente dió. Fué el rey Demetrio, en amar a su Lamia, más loco que enamorado, porque olvidaba su gravedad y autoridad, no sólo le daba cuanto ella quería de su hacienda, mas aun no hacía vida con su muger Euxonia. A esta Lamia preguntó una vez el rey Demetrio que cuál era la cosa con que más se convencían las mugeres, a lo cual ella le respondió: «No hay cosa que más ayna haga a una muger caer que ver a un hombre de corazón por ella penar, porque de querer amar los hombres de burla vienen después a quedarse burlados». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, qué es la cosa por que más aborrecéis las mugeres a los hombres?» A esto le respondió Lamia: «La cosa por que una muger aborresce a un hombre es cuando se alaba de lo que no hace y no cumple lo que promete». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿qué es la cosa de que más os contentáis del hombre?» A esto le respondió Lamia: «La causa por que una muger más ama a un hombre es cuando le vee que es discreto en lo que dice, y secreto en lo que hace». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿por qué son los hombres mal casados?» A esto le respondió Lamia: «Es imposible que sean bien casados cuando en la muger hay necesidad, y en el marido necedad». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la causa por que más aýna se deshace el amor de entre dos enamorados?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa por que más aýna se desamen los que se aman que por ser el enamorado derramado en el amar y la enamorada muy importuna en el pedir». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa con que más penan los hombres enamorados?» A esto le respondió Lamia: «La cosa que más atormenta al corazón del hombre enamorado es el no poder alcanzar lo que desea, y pensar que ha de perder lo que goza». Ítem le preguntó Demetrio: «Dime, Lamia, ¿cuál es la cosa que más al corazón de una muger lastima?» A esto le respondió Lamia: «No hay cosa con que más una muger se sienta y se entristezca que con llamarla fea y desgraciada, y saber que la tienen por mala».

Era esta muger Lamia de muy delicado juicio, aunque en ella estuvo mal empleado, y así es que a todos atraya con la lengua, y enamoraba con la persona. Antes que ella viniese a poder, o por mejor decir, a perder al rey Demetrio, anduvo mucho tiempo por las achademias de Athenas, a do ganó muchos dineros, y aun echó a perder muchos mancebos. Plutarco cuenta, en la vida de Demetrio, que como los athenienses le presentasen doscientos talentos de plata para ayuda a pagar su gente de guerra, todos se los dió a su amiga Lamia, sin que entrase ninguno en su casa, de lo cual quedaron los athenienses, no sólo enojados, mas aun afrontados, no tanto por habérselos dado, cuanto por haberlos él tan mal empleado. Cuando el rey Demetrio quería alguna cosa encarescer, o algún negocio arduo con juramento afirmar, nunca juraba por sus dioses, ni juraba por sus antepasados, ni aun por la vida, ni salud de sus hijos, sino que siempre juraba en esta manera: «Ansí yo permanezca en la gracia de mi Lamia, y así ella y yo acabemos juntos la vida, como pasa esto y esto».

Un año y dos meses antes que muriese el rey Demetrio, murió su enamorada Lamia, y sintió el enamorado rey tanto su muerte, que disputaban y aun dudaban los philósophos en Athenas cuál de dos cosas fuese mayor: es a saber, las lágrimas que por ella lloró, o las riquezas que en sus obsequias gastó. Fué esta enamorada natural de Argos, nascida de bajos padres, y anduvo mucho tiempo por Asia la mayor, assaz absoluta y disoluta, y al fin, como muriese en Fenicia, y la mandase enterrar el rey Demetrio junto a su casa, debaxo de una ventana de su cámara, y le preguntase un privado suyo que por qué lo había hecho, le respondió: «Amóme tanto, y quísela tanto, que no sé con qué le pagar lo mucho que me quería, y lo mucho que le debía, si no es con depositarla en tal lugar, a do tengan mis ojos cada día que llorar y cada hora mi corazón que penar».

La segunda enamorada de las tres que arriba contamos se llama Layda, y fué su naturaleza de la isla Bithrita, que es en los confines de Grecia, y, según della escriben sus chronistas, fué hija de un sumo sacerdote del templo de Apolo, que citaba en Delphos, varón muy docto en el arte mágica, mediante la cual alcanzó la perdición de su hija. Esta enamorada Layda nasció y floresció en tiempos del muy nombrado rey Pirro, príncipe y señor que fué muy deseoso de alcanzar honrra, y no muy dichoso en saber conservarla. Siendo el rey Pirro mancebo de dieciséis años, vino en Italia por hacer guerra a los romanos, y déste dicen y cuentan los escriptores de su tiempo que fué el primero príncipe, que dió orden en ordenar los campos, repartir las batallas y hacer escuadrones; porque todos los de antes dél, al tiempo de dar una batalla, juntamente arremetían y confusamente peleaban.

Esta enamorada Layda anduvo mucho tiempo en el campo del rey Pirro, y con él vino a Italia, y con él tornó a Grecia, y désta se dice y escribe que a todos los que podía hacía placer, mas que con un solo hombre se quiso amigar. Fué esta enamorada Layda tan amorosa en la conversación, y tan hermosa en la disposición, que si quisiera ella sus amores recoger, y a un solo señor se allegar, no hubiera príncipe en el mundo que por ella no se perdiera y cuanto quisiera no le diera.
Después que Layda volvió de las guerras de Italia a Grecia, retráxose a vivir en la ciudad de Corintho, y fué allí tan servida y requestada, que no hubo hombre rico en Asia que a sus puertas no llamase, ni quedó rey ni príncipe que allá no entrase. Aulo Gelio dice que el buen philósopho Demóstenes fué una vez disfrazado desde Grecia a Corintho por la ver, y aun con ella se revolver; y como ella, antes que le abriese la puerta, le enviase a pedir docientos sestercios de plata, respondió Demóstenes: «No quieran los dioses que yo gaste mi hacienda, ni aventure mi persona, en cosa que apenas la habré hecho, cuando della esté arrepentido». Esto pienso que dixo Demóstenes, por lo que dice el Philósopho, es a saber: «Quod omne animal post coitum tristatur»

Desta enamorada Layda se dice lo que nunca de muger leí, ni aun en muger tampoco vi, es a saber, que nunca mostró amor a hombre que la sirviese, ni nunca fué aborrescida de hombre que la conosciese. Puédese desto colligir cuán bien fortunada fué esta enamorada Layda, pues nadie la aborrescía, y cuán mal acondicionada era, pues a nadie ella amaba. Si la enamorada Lamia fué sabia, no fué, por cierto, Layda necia, y si fué aquélla aguda, ésta fué reaguda, porque en el arte de amores excedió a todas las mugeres de su oficio, en saber amar y en saberse de los amores aprovechar. Como un mancebo corintho preguntase a Layda qué haría y qué diría a una muger, por la cual él andaba muy penado, y aun cuasi desesperado, respondióle ella: «Dile a esa muger que amas, que pues no te quiere remediar, que te dé licencia para por ella penar, y si diere la tal licencia, ten esperanza que alcanzarás su persona, porque somos de tal condición las mugeres, que cuando con el enamorado soltamos alguna palabra dulce, ya le hemos dado primero el corazón».

Como un día en su casa hablasen, y en su presencia alabasen a los philósophos de Athenas de muy sabios y muy honestos, dixo Layda: «Ni sé qué saben, ni sé qué entienden, ni sé qué aprenden, ni aun sé qué leen estos vuestro philósophos, pues yo, con ser mujer y sin haver estado en Athenas, los veo venir aquí, y de philósophos los torno mis enamorados, y ellos a ningunos de mis enamorados veo que tornan philósophos». Preguntó un caballero thebano a Layda que qué haría un hombre para alcanzar una muger que mucho quisiese, y bien le paresciese, al cual respondió ella: «El hombre que quiere alcanzar una muger, debe seguirla, servirla y sufrirla, y algún tiempo olvidarla» porque una muger de bien, después que le han levantado el corazón, más siente los descuidos que con ella usan que agradesce los servicios que le hacen». Preguntada por uno de Achaya que qué haría con una muger de la cual tenía sospecha, respondióle Layda: «Dale a entender que es buena y quítale las ocasiones con que puede ser mala, porque si sabe que lo sabes y disimulas, primero la verás muerta que no emendada». Otro mancebo de Palestina le preguntó otra vez que qué haría con una muger que servía, la cual ni le agradescía el amor que le tenía, ni le daba gracias por los servicios que le hacía. Responde Layda: «Si la dexases de servir, no sienta de ti que cesas de la amar, porque naturalmente las mugeres somos tiernas en el amar, muy duras en el aborrescer». Preguntada por otra vecina suya que qué enseñaría a una hija suya para que fuese buena, respondióle Layda: «El que quisiere que su hija sea buena, enséñela desde niña a que tenga temor de salir y vergüenza de hablar». Preguntada por una muger que también era su vecina y amiga que qué haría a una hija suya que tenía, la cual se le encomenzaba a levantar y a enamorar, respondióle Layda: «El remedio para la moza alterada y liviana es no la dexar estar ociosa ni le consentir que ande bien vestida».

Murió esta enamorada Layda en la ciudad de Corintho, en edad de sesenta y dos años, cuya muerte fué de muchas matronas deseada y de muchos enamorados llorada.
La tercera muger enamorada fué una que se llamó Flora, la cual no fué tan antigua como lo fueron Lamia y Layda, ni aun fueron de una nación y patria, porque ella fué de Italia, y las otras de Grecia; lo que Lamia y Layda excedieron a Flora en antigüedad, les excedió ella a ellas en sangre y generosidad, porque fué de sangre muy limpia, aunque no de vida muy casta. La naturaleza desta enamorada Flora fué de Nola, de Campania, y descendía de linaje de unos romanos llamados Fabios Metelos, que fueron de los primeros cónsules romanos, varones que fueron en el Imperio romano assaz esclarecidos en la guerra y muy señalados en la república. Cuando los padres de esta Flora murieron, quedó ella en edad de quince años, cargada de mucha riqueza y dotada de gran hermosura, y muy sola de parentela, porque ni le quedó hermano que la recogiese, ni aun tío que la riñese.

Fué, pues, el caso de la triste moza de Flora que, como la mocedad, libertad, riqueza y hermosura sean grandes alcahuetes para una muger se descuidar, y aun resbalar y caherse, fué a la guerra de África, a do puso en almoneda su persona. Floresció esta Flora en los tiempos del primero Bello Púnico, es a saber, cuando el cónsul Mamillo fué enviado contra Carthago, el cual gastó más dineros en los amores que tuvo con Flora, que no con los enemigos de África. Esta enamorada Flora tenía escripto en su puerta: «Rey, príncipe, dictador, cónsul, censor, pontífice y questor, pueden llamar y entrar. En el calendario de sus enamorados no puso Flora a emperadores, ni césares, porque estos dos tan ilustres nombres muchos tiempos después fueron por los romanos criados. Esta enamorada jamás consintió gozar, ni aun llegar a su persona, sino a hombre de sangre esclarecida, o que en dignidad fuese muy honrrado, o de riquezas muy dotado, porque, según decía ella, la muger hermosa en tanto será servida en cuanto se tuviere ella.

Layda y Flora fueron en las condiciones muy contrarias, porque Layda primero se hacía pagar que se dexase gozar, y la Flora, sin hacer mención de la paga, se dexaba tratar la persona, y como en este caso fuese preguntada, respondió: «Por eso me allego a varones ilustres, porque lo hagan ilustremente comigo, que por la diosa Venus vos juro que jamás hombre me dió tan poco que no me diese más de lo que yo pensaba, y aun el doble de lo que yo le pidiera». Dicen que decía esta enamorada Flora: «La muger que es cuerda y sagaz, no ha de pedir al que bien quiere precio por el placer que le hace, sino por el amor que le tiene, porque todas las cosas del mundo tienen precio, si no es el amor, el cual no se paga sino con otro amor».

Todos los embaxadores del mundo que venían a Italia, tanto llevaban que contar de la hermosura y generosidad de Flora como de toda la república romana; que en la verdad era cosa monstruosa ver la riqueza de su casa, el acompañamiento de su persona, la hermosura de su cara, los príncipes que la seguían y los dones que le daban. Esta enamorada Flora siempre tuvo respeto a la buena sangre que heredó, y a la nobleza en que se crió, porque, si vivía como enamorada, siempre se trataba como señora. El día que ella cabalgaba por Roma, dexaba qué decir un mes en toda ella; es a saber, contando unos a otros los señores que la seguían, los criados que la acompañaban, las damas que la miraban, los vestidos que traía, la hermosura que llevaba, los estrangeros que la seguían y los galanes que la hablaban.

Como esta Flora fuese ya vieja y se quisiese casar con ella un mancebo de Corintho, hermoso y generoso, díxo1e ella: «No quieres tú casar con sesenta años que ha Flora, sino con docientos mil sestercios que tiene ella en su casa. Huelga, pues, amigo, y ha placer, que a las de tal edad como la mía más las honrran por ser ricas que no por verlas casadas». Jamás hubo en el Imperio romano ninguna muger enamorada en quien concurriesen tantas gracias como concurrieron en Flora, porque fué generosa en sangre, hermosa en rostro, elegante en el cuerpo, discreta en lo que le cumplía y no pródiga en lo que tenía. Expendió esta Flora lo más de su mocedad en África, en Germania y en la Gallia trasalpina, y como no se dexaba servir sino de personas ricas, ni se dexaba tratar sino de personas generosas, dábase muy buena mafia en disfrutar a los que estaban en paz, y aun en pelar a los que andaban en guerra.

Murió esta enamorada Flora en edad de setenta y cinco años, y dexó por su único heredero de todas sus joyas y riquezas al pueblo romano, y fué tanto el dinero que hallaron y las joyas que vendieron, que abastaron para edificar los muros de Roma, y aun para desempeñar a la república. Por haber sido esta Flora romana, y por haber dexado sus riquezas a la república, hiciéronle en Roma los romanos un solemnísimo templo, al cual, en memoria de Flora, llamaron Floriano, en el cual cada año celebraban la fiesta de la enamorada Flora, el mismo día que había muerto ella.

Suetonio Tranquilo dice que la primera fiesta que celebró el emperador Galba en Roma fué la fiesta de la enamorada Flora, en la cual fiesta podían hacer todos los romanos y romanas tales y tan feas cosas, que tenían entonces por más sancta a la que aquel día era más deshonesta. Como aquel templo Floriano estaba dedicado a la enamorada o ramera que fué Flora, teníanse por dicho las damas romanas que todas las que iban allí aquel día en hábito de romeras, se habían de volver rameras.

Son autores de todo lo sobredicho Pissanio, el griego, y Mamilo, el latino, en los libros que escribieron de las ilustres mugeres y famosas enamoradas.

He aquí, pues, señor don Enrrique, declarada vuestra tabla y cumplido vuestro deseo; mas porque conozco vuestra condición, que es de mozo, y aun vuestra inclinación, que es de hombre travieso, osaré deciros y escrebiros que si fueran aquellas tres enamoradas en vuestro tiempo, o vos fuérades en el suyo, holgárades antes de verlas vivas, que no agora tenerlas pintadas. Días ha que yo sé en cómo soléis ir a jubileo de las christianas y aun tener novenas con las moriscas, porque desde muy niño os avezastes a beber de todas aguas, y aun otras veces a escoger como en peras. Yo confieso que fuera a mí más honesto, y aun más honrroso, escrebir las vidas de tres sanctas que no las historias de tres rameras; mas quiéroos, señor don Enrrique, tanto y déboos tanto, que, por condescender a vuestra condición, niego a mi profesión. Allá os torno a enviar las tablas de estas tres enamoradas, las cuales pienso que, si hasta aquí teníades en mucho, las tendréis de aquí adelante en mucho más, porque todos los que entraren en esta vuestra recámara tendrán que mirar en la pintura, y vos, señor, que les contar en la historia.

En merced de la señora doña Francisca me encomiendo, y a los señores, sus hijos y mis sobrinos, me manden recomendar, pues en sangre les soy deudo y en amor amigo.

No más, sino que Nuestro Señor sea en su guarda, y a mí dé gracia que le sirva.

De Granada, a XVI de mayo de MDXXII.

Carta de Alonso Ramplón, Francisco de Quevedo

En este tiempo vino a don Diego una carta de su padre, en cuyo pliego venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón, hombre allegado a toda virtud y muy conocido en Segovia por lo que era allegado a la justicia, pues cuantas allí se habían hecho de cuarenta años a esta parte, han pasado por sus manos. Verdugo era, si va a decir la verdad, pero una águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar. Este, pues, me escribió una carta a Alcalá, desde Segovia, en esta forma:

«Hijo Pablos (que por el mucho amor que me tenía me llamaba así), las ocupaciones grandes de esta plaza en que me tiene ocupado Su Majestad no me han dado lugar a hacer esto, que si algo tiene malo el servir al Rey es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados.

Pésame de daros nuevas de poco gusto. Vuestro padre murió ocho días ha con el mayor valor que ha muerto hombre en el mundo; dígolo como quien lo guindó. Subió en el asno sin poner pie en el estribo; veníale el sayo vaquero que parecía haberse hecho para él, y como tenía aquella presencia, nadie le veía con los Cristos delante que no le juzgase por ahorcado. Iba con gran desenfado mirando a las ventanas y haciendo cortesías a los que dejaban sus oficios por mirarle; hízose dos veces los bigotes; mandaba descansar a los confesores y íbales alabando lo que decían bueno.

Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y viendo un escalón hendido, volvióse a la justicia y dijo que mandase aderezar aquel para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos.

Sentóse arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: -«Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo». Hízose así; encomendóme que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Hícele cuartos y dile por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me pesa de verle en ellos haciendo mesa franca a los grajos, pero yo entiendo que los pasteleros de esta tierra nos consolarán, acomodándole en los de a cuatro.

De vuestra madre, aunque está viva agora, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo, porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros. Y lo menos que hacía era sobrevirgos y contrahacer doncellas. Dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte. Pésame que nos deshonra a todos, y a mí principalmente, que al fin soy ministro del Rey y me están mal estos parentescos.

Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; será en todo hasta cuatrocientos ducados. Vuestro tío soy, y lo que tengo ha de ser para vos. Vista ésta, os podéis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de verdugo. Respondedme luego, y entre tanto, Dios os guarde».

No puedo negar que sentí mucho la nueva afrenta, pero holguéme en parte (tanto pueden los vicios en los padres, que consuela de sus desgracias, por grandes que sean, a los hijos). Fuime corriendo a don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido de las travesuras mías que había oído decir. Díjome que se determinaba ir y todo lo que le mandaba su padre, que a él le pesaba de dejarme y a mí más; díjome que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, en esto, riéndome, le dije:

-Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; más alto pico y más autoridad me importa tener. Porque si hasta agora tenía como cada cual mi piedra en el rollo, agora tengo mi padre.

Declaréle cómo había muerto tan honradamente como el más estirado, cómo le trincharon y le hicieron moneda, cómo me había escrito mi señor tío, el verdugo, de esto y de la prisioncilla de mama, que a él, como a quien sabía quién yo soy, me pude descubrir sin vergüenza. Lastimóse mucho y preguntóme que qué pensaba hacer. Dile cuenta de mis determinaciones; y con tanto, al otro día, él se fue a Segovia harto triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desventura.

Quemé la carta porque, perdiéndoseme acaso, no la leyese alguien, y comencé a disponer mi partida para Segovia, con fin de cobrar mi hacienda y conocer mis parientes para huir de ellos.

Emily, en David Copperfield, de Charles Dickens

El sitio era, o por lo menos debía serlo, tan encantador como en aquella época; sin embargo, no me impresionó tanto y casi estaba desilusionado. Quizá fuera porque no estaba en casa la pequeña Emily; como me habían enseñado el camino por donde volvería, eché a andar para salir a su encuentro.

Pronto vi aparecer a distancia una figurita y al momento reconocí en ella a Emily. Había crecido; pero era todavía muy pequeña. Cuando estuve cerca y vi sus ojos azules me lo parecieron más que nunca y su rostro más resplandeciente y toda su persona más bonita y atractiva y, no sé por qué, un sentimiento indefinible me obligó a hacer como que no la conocía y a pasar a su lado como si fuera mirando a lo lejos sin verla; esto me ha sucedido luego más de una vez en la vida, si no me equivoco.

Emily no se preocupó; me había visto muy bien, pero en lugar de volverse y llamarme echó a correr riendo; yo tuve que correr tras ella, pero corría tanto que fue ya cerca de la casa donde la alcancé.

-¡Ah! ¿Eres tú? -dijo.

-¡Ya sabías que era yo, Emily!

-¿Y tú acaso no sabías que era yo?

Fui a besarla; pero ella se cubrió sus labios de cereza con las manos y dijo que ya no era una niña y entró corriendo en la casa, riéndose más fuerte que nunca. Parecía divertirse haciéndome rabiar, y este cambio me extrañaba mucho en ella. La mesa estaba puesta, y nuestro antiguo cajón continuaba en su sitio; pero ella, en lugar de venir a sentarse a mi lado, se colocó junto a la gruñona mistress Gudmige y cuando míster Peggotty le preguntó el porqué, sacudió sus cabellos y solo contestó riendo.

-"Es una gatita" dijo míster Peggotty acariciándola con su manaza.

-Eso es, eso es -exclamó Ham-. Sí, señorito Davy.

Y se sentó mirándola y riéndose con una especie de admiración y deleite que le hacía ponerse colorado.

A Emily la miraban todos, y míster Peggotty más que ninguno. De él hacía la niña lo que quería solamente con acercar su carita a las fuertes patillas de su tío; al menos esta era mi opinión cuando la veía hacerlo, y me parecía que hacía muy bien míster Peggotty en ello: era tan afectuosa y tan dulce, y tenía una manera de ser, a la vez tímida y atrevida, que me cautivó más que nunca.

Además era muy compasiva, pues cuando estando sentados tras el té míster Peggotty fumaba su pipa, aludió a la pérdida que yo había sufrido, asomaron lágrimas a sus ojos y me miró con tanto cariño que se lo agradecí con toda el alma.

Las aventuras de Tom Sawyer, Mark Twain


Llegó la mañana del sábado y el mundo estival apareció luminoso y fresco y rebosante de vida. En cada corazón re sonaba un canto; y si el corazón era joven, la música subía hasta los labios. Todas las caras parecían alegres, y los cuerpos, anhelosos de movimiento. Las acacias estaban en flor y su fragancia saturaba el aire.

El monte de Cardiff, al otro lado del pueblo, y alzándose por encima de él, estaba todo cubierto de verde vegetación y lo bastante alejado para parecer una deliciosa tierra prome tida que invitaba al reposo y al ensueño.

Tom apareció en la calle con un cubo de lechada y una brocha atada en la punta de una pértiga. Echó una mirada a la cerca, y la Naturaleza perdió toda alegría y una aplanadora tristeza descendió sobre su espíritu.

¡Treinta varas de valla de nueve pies de altura! Le pareció que la vida era vana y sin objeto y la existencia una pesadumbre. Lanzando un suspiro, mojó la brocha y la pasó a lo largo del tablón más alto; repitió la operación; la volvió a repetir, comparó la insignificante franja enjalbegada con el vasto continente de cerca sin encalar, y se sentó sobre el boj, descorazonado Jim, salió a la puerta haciendo cabriolas, con un balde de cinc y cantando Las muchachas de Búffalo. Acarrear agua desde la fuente del pueblo había sido siempre a los ojos de Tom una cosa aborrecible; pero entonces no le pareció así. Se acordó de que no faltaba allí compañía. Allí había siempre muchachos de ambos sexos, blancos, mulatos y negros, esperando vez; y entretanto, holgazaneaban, hacían cambios, reñían, se pegaban y bromeaban. Y se acordó de que, aunque la fuente sólo distaba ciento cincuenta varas, Jim jamás estaba de vuelta con un balde de agua en menos deuna hora; y aun entonces era porque alguno había tenido que ir en su busca. Tom le dijo:

-Oye, Jim: yo iré a traer el agua si tú encalas un pedazo.

Jim sacudió la cabeza y contestó:

-No puedo, amo Tom. El ama vieja me ha dicho que tengo que traer el agua y no entretenerme con nadie. Ha dicho que se figuraba que el amo Tom me pediría que encalase, y que lo que tenía que hacer yo era andar listo y no ocuparme más que de lo mío... que ella se ocuparía del encalado.

-No te importe lo que haya dicho, Jim. Siempre dice lo mismo. Déjame el balde, y no tardo ni un minuto. Ya verás cómo no se entera.

-No me atrevo, amo Tom... El ama me va a cortar el pescuezo. ¡De veras que sí!

-¿Ella?... Nunca pega a nadie. Da capirotazos con el dedal, y eso ¿a quién le importa? Amenaza mucho, pero aunque hable no hace daño, a menos que se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. Te daré una de las blancas.

Jim empezó a vacilar.

-Una blanca, Jim; y es de primera.

-¡Anda! ¡De ésas se ven pocas! Pero tengo un miedo muy grande del ama vieja.

Pero Jim era de débil carne mortal. La tentación era demasiado fuerte. Puso el cubo en el suelo y cogió la canica. Un instante después iba volando calle abajo con el cubo en la mano y un gran escozor en las posaderas. Tom enjalbegaba con furia, y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y el brillo de la victoria en los ojos.

Pero la energía de Tom duró poco. Empezó a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y sus penas se exacerbaron. Muy pronto los chicos que tenían asueto pasarían retozando, camino de tentadoras excursiones, y se reirían de él porque tenía que trabajar... ; y esta idea le encendía la sangre como un fuego. Sacó todas sus mundanales riquezas y les pasó revista: pedazos de juguetes, tabas y desperdicios heterogéneos; lo bastante quizá para lograr un cambio de tareas, pero no lo suficiente para poderlo trocar por media hora de libertad completa. Se volvió, pues, a guardar en el bolsillo sus escasos recursos, y abandonó la idea de intentar el soborno de los muchachos. En aquel tenebroso y desesperado momento, sintió una inspiración. Nada menos que una soberbia, magnífica inspiración. Cogió la brocha y se puso tranquilamente a trabajar. Ben Rogers apareció a la vista en aquel instante: de entre todos los chicos, era de aquél precisamente de quien más había temido las burlas. Ben venía dando saltos y cabriolas, señal evidente de que tenía el corazón libre de pesadumbres y grandes esperanzas de divertirse. Estaba comiéndose una manzana, y de cuando en cuando lanzaba un prolongado y melodioso alarido, seguido de un bronco y profundo «tilín, tilín, tilón; tilín, tilón», porque, venía imitando a un vapor del Misisipí. Al acercarse acortó la marcha, enfiló hacia el medio de la calle, se inclinó hacia estribor y tomó la vuelta de la esquina pesadamente y con gran aparato y solemnidad, porque estaba representando al Gran Misuri y se consideraba a sí mismo con nueve pies de calado. Era buque, capitán y campana de las máquinas, todo en una pieza; y así es que tenía que imaginarse de pie en su propio puente, dando órdenes y ejecutándolas.
-¡Para! ¡Tilín, tilín, tilín! (La arrancada iba disminuyendo y el barco se acercaba lentamente a la acera.) ¡Máquina atrás! ¡Tilínlinlin! (Con los brazos rígidos, pegados a los costados.) ¡Atrás la de estribor! ¡Tilínlinlin! ¡Chuchuchu! .... (Entretanto el brazo derecho describía grandes círculos porque representaba una rueda de cuarenta pies de diametro.) ¡Atrás la de babor! Tilín tilín, tilín!... (El brazo izquierdo empezó a voltear.) ¡Avante la de babor! ¡Alto la de estribor! ¡Despacio a babor! ¡Listo con la amarra! ¡Alto! ¡Tilín, tilín, tilín! ¡Chistsss!... (Imitando las llaves de escape.)

Tom siguió encalando, sin hacer caso del vapor. Ben se le quedó mirando un momento y dijo:

-¡Je, Je! Las estás pagando, ¿eh?

Se quedó sin respuesta. Tom examinó su último toque con mirada de artista; después dio otro ligero brochazo y examinó, como antes, el resultado. Ben atracó a su costado. A Tom se le hacía la boca agua pensando en la manzana; pero no cejó en su trabajo.

-¡Hola, compadre! -le dijo Ben-.Te hacen trabajar, ¿eh?

-¡Ah!, ¿eres tú, Ben? No te había visto.

-Oye, me voy a nadar. ¿No te gustaría venir? Pero, claro, te gustará más trabajar. Claro que te gustará.

Tom se le quedó mirando un instante, y dijo:

-¿A qué llamas tú trabajo?

-¡Qué! ¿No es eso trabajo?

Tom reanudó su blanqueo y le contestó, distraídamente:

-Bueno; puede ser que lo sea, y puede que no. Lo único que sé es que le gusta a Tom Sawyer.

-¡Vamos! ¿Me vas a hacer creer que a ti te gusta?

La brocha continuó moviéndose.

-¿Gustar? No sé por qué no va a gustarme. ¿Es que le dejan a un chico blanquear una cerca todos los días?

Aquello puso la cosa bajo una nueva luz. Ben dejó de mordisquear la manzana. Tom, movió la brocha, coquetonamente, atrás y adelante; se retiró dos pasos para ver el efecto; añadió un toque allí y otro allá; juzgó otra vez el resultado. Y en tanto, Ben no perdía de vista un solo movimiento, cada vez más y más interesado y absorto. Al fin dijo:

-Oye, Tom: déjame encalar un poco.

Tom reflexionó. Estaba a punto de acceder; pero cambió de propósito:

-No, no; eso no podría ser, Ben. Ya ves..., mi tía Polly es muy exigente para esta cerca porque está aquí, en mitad de la calle, ¿sabes? Pero si fuera la cerca trasera no me importaría, ni a ella tampoco. No sabes tú lo que le preocupa esta cerca; hay que hacerlo con la mar de cuidado; puede ser que no haya un chico entre mil, ni aun entre dos mil, que pueda encalarla de la manera que hay que hacerlo.

-¡Quiá!... ¿Lo dices de veras? Vamos, déjame que pruebe un poco; nada más que una miaja. Si tú fueras yo, te dejaría, Tom.

-De veras que quisiera dejarte, Ben; pero la tía Polly... Mira: Jim también quiso, y ella no le dejó. Sid también quiso, y no lo consintió. ¿Ves por qué no puedo dejarte? ¡Si tú fueras a encargarte de esta cerca y ocurriese algo!...

-Anda..., ya lo haré con cuidado. Déjame probar. Mira, te doy el corazón de la manzana.

-No puede ser. No, Ben; no me lo pidas; tengo miedo...

-¡Te la doy toda!

Tom le entregó la brocha, con desgana en el semblante y con entusiasmo en el corazón. Y mientras el exvapor Gran Misuri trabajaba y sudaba al sol, el artista retirado se sentó allí, cerca, en una barrica, a la sombra, balanceando las piernas, se comió la manzana y planeó el degüello de los más inocentes. No escaseó el material: a cada momento aparecían muchachos; venían a burlarse, pero se quedaban a encalar.

Para cuando Ben se rindió de cansancio, Tom había ya vendido el turno siguiente a Billy Fisher por una cometa en buen estado; cuando éste se quedó aniquilado, Johnny Miller compró el derecho por una rata muerta, con un bramante para hacerla girar; así siguió y siguió hora tras hora. Y cuando avanzó la tarde, Tom, que por la mañana había sido un chico en la miseria, nadaba materialmente en riquezas. Tenía, además de las cosas que he mencionado, doce tabas, parte de un cornetín, un trozo de vidrio azul de botella para mirar las cosas a través de él, un carrete, una llave incapaz de abrir nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldado de plomo, un par de renacuajos, seis cohetillos, un gatito tuerto, un tirador de puerta, un collar de perro (pero sin perro), el mango de un cuchillo y una falleba destrozada. Había, entretanto, pasado una tarde deliciosa, en la holganza, con abundante y grata compañía, y la cerca ¡tenía tres manos de cal! De no habérsele agotado la existencia de lechada, habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del lugar.

Tom se decía que, después de todo, el mundo no era un páramo. Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir. Si hubiera sido un eximio y agudo filósofo, como el autor de este libro, hubiera comprendido entonces que el trabajo consiste en lo que estamos obligados a hacer, sea lo que sea, y que el juego consiste en aquello a lo que no se nos obliga. Y esto le ayudaría a entender por qué confeccionar flores artificiales o andar en la rueda del hamster es trabajo, mientras que jugar a los bolos o escalar el MontBlanc no es más que divertimiento. Hay en Inglaterra caballeros opulentos que, durante el verano, guían las diligencias de cuatro caballos y hacen el servicio diario de veinte o treinta millas porque el hacerlo les cuesta mucho dinero; pero si se les ofreciera un salario por su tarea, eso la convertiría en trabajo, y entonces dimitirían.

Tristia, II, 10, Ovidio


Yo soy el cantor de los tiernos Amores;
posteridad, escucha mis palabras, si quieres
conocer al poeta que estás leyendo. Sulmona,
abundante en manantiales frescos,
es mi patria y dista noventa millas
de Roma. Allí vi la luz y, porque sepas
cuándo, fue el año en que perecieron
ambos cónsules con una muerte igual.
Si esto algo vale, heredé el orden ecuestre
de mis insignes abuelos y no debo a Fortuna
el título de caballero. No fui primogénito,
sino tras mi hermano mayor nacido,
pues un año antes vino él al mundo.
La misma estrella presidió el natalicio de ambos,
y lo festejábamos el mismo día, con la ofrenda
de dos tortas; era ese uno de los cinco
de festejos consagrados a Minerva, la Guerrera,
el primero dedicado a las ensangrentadas peleas
de gladiadores. Nuestra educación fue temprana,
gracias al interés que se tomó mi padre, y asistimos
a las lecciones de los maestros mejores de Roma.
Mi hermano, desde joven, se inclinaba
a la oratoria, como si hubiese nacido
para las tormentosas luchas del foro,
y a mí, desde niño, me seducían los religiosos
misterios y la Musa, en secreto, me obligaba
a rezarle. Muchas veces dijo mi padre:
«¿Por qué pierdes el tiempo en estudios inútiles?
Homero mismo no dejó riqueza alguna.»
Sus consejos me impresionaban y, abandonando
del todo el Helicón, intentaba juntar palabras
sin metro, pero, espontáneamente, acudían
a formar el ritmo justo y cuanto decir intentaba
verso era. Entre tanto, los años pasaban sigilosos
con paso silente, y mi hermano y yo
tomamos la toga viril echando a nuestros hombros
la púrpura laticlavia, y cada cual siguió
su vocación primitiva. Ya mi hermano mayor
había llegado a los veinte cuando murió,
y así comencé a echar en falta parte de mí mismo.
Entré en la carrera política de honores
concedidos a la primera juventud,
y fui nombrado triunviro. Me quedaba
por conquistar el Senado; mas esta carga era
muy superior a mis fuerzas, y me contenté
con la augusticlavia. De cuerpo poco fuerte
y genio aun peor para trabajos excesivos
y extraño a los impulsos de la turbulenta ambición,
las hermanas Aonias, que siempre me fueron
bienamadas, me convidaban a sus ocios serenos.
Cultivé y frecuenté la amistad de los poetas
de aquel tiempo y creía ver como otros dioses
en estos mortales inspirados. Muchas veces
el viejo Macer me leyó sus poemas De las aves
y Las sierpes nocivas y Las hierbas saludables;
muchas veces Propercio, unido a mí por íntimo afecto,
me recitó sus fogosas elegías; Póntico, insigne
por sus cantos heroicos y Baso por sus yambos
se contaban como queridos asistentes
a mis reuniones, y el armonioso Horacio
encantaba mis oídos al acompañar con lira
Ausonia sus odas elegantes. A Virgilio
apenas lo vi y el avaro destino me arrebató
pronto la amistad de Tibulo, que fue, Galo,
tu sucesor, como de éste Propercio, en la continuidad
del tiempo. Yo aparecí detrás el cuarto
y, lo mismo que veneré a los mayores,
así los más jóvenes me veneraron a mí.

No tardó mi Talía en darme a conocer
cuando leí al pueblo las poesías retozonas
de mi juventud: sólo me había afeitado
dos o tres veces. Exaltó mi numen una mujer
celebrada en toda la ciudad, a la que dediqué
mis Amores bajo el seudónimo de Corina.
Compuse muchas obras, pero las que juzgué
defectuosas yo mismo las castigué entregándolas
a las llamas y, antes de partir al destierro,
quemé algunas que debían agradar, irritado
de mi amor a la poesía. Mi tierno corazón,
no invulnerable a las flechas de Cupido,
se conmovía por la causa más nimia
y, pese a mi talante que se inflamaba
con una chispa, mi reputación no cayó
tropezando en ningún hecho escandaloso.
Casi niño todavía, me dieron una esposa
ni digna ni conveniente, cuya unión se rompió
en breve. Le sucedió la segunda, de proceder
irreprochable, pero que tampoco hubo
de compartir mi lecho largo tiempo,
y la última, que me acompañó hasta la vejez,
no se avergonzó de llamarse esposa
de un desterrado. Mi hija, dos veces fecunda
en su primera juventud, aunque no de un solo esposo,
me hizo otras tantas abuelo. Llegó por fin
mi padre al término de su vida, habiendo cumplido
noventa años de edad, y lo lloré como él hubiese
llorado mi pérdida; poco después pagué
el último tributo a mi madre. ¡Felices ambos,
sepultados a tiempo para no ver el día
de mi condena, y feliz yo también,
porque no los hice testigos de mi infortunio
ni les produje la consiguiente amargura!
Si detrás de la muerte algo más queda
que un vano nombre y la leve sombra huye
las llamas de la hoguera y el rumor de mi falta
llegó hasta vosotras, sombras de mis padres,
y, si mis delitos se juzgan en el tribunal del Infierno,
quiero la causa sepáis, que es imposible engañaros,
de mi destierro: fue por imprudente y no por criminal.
Esto basta a los Manes; ahora vuelvo a vosotros,
espíritus curiosos de conocer los sucesos de mi vida.
Transcurridos los mejores años, la vejez había llegado
y sembrado de canas mi cabeza; desde mi nacimiento,
ceñido en Pisa con corona de olivo, el vencedor
en la contienda de los carros había alcanzado
diez veces el premio, cuando la cólera
de un príncipe ofendido me obligó a residir en Tomos,
ciudad sita a la izquierda del mar Euxino.
La causa de mi sentencia, harto conocida
es de todos, no necesita confirmación
de mi testimonio. ¿A qué referir la deslealtad
de mis amigos, las acusaciones de siervos
y tantas amarguras, más crueles ya
que el mismo destierro? Pero mi ánimo
se rebeló a sucumbir por tal prueba y, recogiendo
sus fuerzas salió, al fin, victorioso; di al olvido
la paz y los ocios de la pagada edad, tomé
las armas extrañas a mis hábitos, cuando lo reclamaba
la ocasión, y afronté tantos peligros por mar y tierra,
como estrellas lucen en el polo que conocemos
y el que se niega a nuestra vista y, después de largos rodeos,
arribé a las playas sarmáticas, vecinas de los Getas,
hábiles en asaetear. Aquí, aunque aturdido
por el estruendo de las armas que en torno mío resuenan,
endulzo con la poesía mi triste situación; y aunque no haya
un solo oído dispuesto a escucharme,
abrevio y engaño con ella las horas eternas del día.
Si vivo aún y sobrellevo lo duro de mis trabajos
y no he llegado a aborrecer mi penosa existencia,
es, Musa, gracias a ti, que me consuelas,
que calmas mis inquietudes y alivias mis dolores.
Tú eres mi guía y compañera; tú me libras
de las riberas del Ister y me conduces
a la cumbre del Helicón; tú, caso extraño,
me diste en vida un nombre célebre que la fama
no suele conceder más que a los muertos.
La envidia, detractora de lo actual, no clavó
su inicuo diente en ninguna de mis obras;
habiendo producido nuestro siglo
excelentes poetas, la murmuración no se enconó
maligna contra mi ingenio y, si bien reconozco
a muchos superiores, no se me reputa
inferior a ellos y soy muy leído en todo el orbe.
Si es que encierran algo de verdad los presagios
de los vates, no seré ¡oh tierra! tu despojo,
desde el instante que muera y, ya deba al favor,
ya a mis poemas este renombre,  recibe
el testimonio legítimo de mi gratitud, benevolente lector.

Insomnio, de Dámaso Alonso

Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).

A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,

y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.

Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.

Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,

por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,

por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.

Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?

¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?

(De «Hijos de la ira»)

Muerte de Churruca, en Trafalgar, de Pérez Galdós


-Cuénteme usted lo que ha pasado en el Nepomuceno -dijo mi amo con el mayor interés-. Aún me cuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y a pesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo tengo lacreencia de que aquel hombre divino ha de estar vivo en alguna parte».

Malespina dijo que desgraciadamente él había presenciado la muerte de Churruca, y prometió contarlo puntualmente. Formaron corro en torno suyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos, mevolví todo oídos para no perder una sílaba.

«Desde que salimos de Cádiz -dijo Malespina-, Churruca tenía el presentimiento de este gran desastre. Él había opinado contra la salida, porque conocía la inferioridad de nuestras fuerzas, y además confiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve. Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos, hasta el de su muerte, pues es indudable que la presentía, seguro como estaba de no alcanzar la victoria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes que rendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Este es el deber de los que sirven al Rey y a la patria». El mismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Si llegas a saber que mi navío ha sido hecho prisionero, di que he muerto».

»Ya se conocía en la grave tristeza de su semblante que preveía un desastroso resultado. Yo creo que esta certeza y la imposibilidad material de evitarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron profundamente su alma, capaz de las grandes acciones, así como de los grandes pensamientos.

»Churruca era hombre religioso, porque era un hombre superior. El 21, a las once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes que ignoran lo que les espera en el combate». Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie, y hablando en tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes! Si alguno faltase a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si escapase a mis miradas o a las de los valientes oficiales que tengo el honor de mandar, sus remordimientos le seguirán mientras arrastre el resto de sus días miserable y desgraciado».

»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, que hermanaba el cumplimiento del deber militar con la idea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotación del Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo se perdió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avistados los ingleses, Churruca vio con el mayor desagrado las primeras maniobras dispuestas por Villeneuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadra virase en redondo, lo cual, como todos saben, desconcertó el orden de batalla, manifestó a su segundo que ya consideraba perdida la acción con tan torpe estrategia. Desde luego comprendió el aventurado plan de Nelson, que consistía en cortar nuestra línea por el centro y retaguardia, envolviendo la escuadra combinada y batiendo parcialmente sus buques, en tal disposición, que éstos no pudieran prestarse auxilio.

»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la línea. Rompiose el fuego entre el Santa Ana y Royal Sovereign, y sucesivamente todos los navíos fueron entrando en el combate. Cinco navíos ingleses de la división de Collingwood se dirigieron contra el San Juan; pero dos de ellos siguieron adelante, y Churruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzas triples.

»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan superiores enemigos hasta las dos de la tarde, sufriendo mucho; pero devolviendo doble estrago a nuestros contrarios. El grande espíritu de nuestro heroico jefe parecía haberse comunicado a soldados y marineros, y las maniobras, así como los disparos, se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de leva se había educado en el heroísmo, sin más que dos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por su defensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asombro de los ingleses.
»Estos necesitaron nuevos refuerzos: necesitaron seis contra uno. Volvieron los dos navíos que nos habían atacado primero, y el Dreadnoutgh se puso al costado del San Juan, para batirnos a medio tiro de pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seis colosos, vomitando balas y metralla sobre un buque de 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agrandaba, creciendo en tamaño, conforme crecía el arrojo de sus defensores. Las proporciones gigantescas que tomaban las almas, parecía que las tomaban también los cuerpos; y al ver cómo infundíamos pavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamos algo más que hombres.

»Entre tanto, Churruca, que era nuestro pensamiento, dirigía la acción con serenidad asombrosa. Comprendiendo que la destreza había de suplir a la fuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a la buena puntería, consiguiendo así que cada bala hiciera un estrago positivo en los enemigos. A todo atendía, todo lo disponía, y la metralla y las balas corrían sobre su cabeza, sin que ni una sola vez se inmutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyo hermoso y triste semblante no parecía nacido para arrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a todos misterioso ardor, sólo con el rayo de su mirada.

»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terrible porfía. Viendo que no era posible hostilizar a un navío que por la proa molestaba al San Juan impunemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logró desarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa, cuando una bala de cañón le alcanzó en la pierna derecha, con tal acierto, que casi se la desprendió del modo más doloroso por la parte alta del muslo.

Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis brazos. ¡Qué terrible momento! Aún me parece que siento bajo mi mano el violento palpitar de un corazón, que hasta en aquel instante terrible no latía sino por la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo: le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se le inclinaba sobre el pecho, le vi tratando de reanimar con una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortal palidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó: Esto no es nada. Siga el fuego.

»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disimulando el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cuyas postreras palpitaciones se extinguían de segundo en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; pero no fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cediendo a nuestros ruegos, comprendió que era preciso abandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, y le dijeron que había muerto; llamó al comandante de la primera batería, y éste, aunque gravemente herido, subió al alcázar y tomó posesión del mando.

»Desde aquel momento la tripulación se achicó: de gigante se convirtió en enano; desapareció el valor, y comprendimos que era indispensable rendirse. La consternación de que yo estaba poseído desde que recibí en mis brazos al héroe del San Juan, no me impidió observar el terrible efecto causado en los ánimos de todos por aquella desgracia. Como si una repentina parálisis moral y física hubiera invadido la tripulación, así se quedaron todos helados y mudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdida de hombre tan querido diera lugar al bochorno de la rendición.

»La mitad de la gente estaba muerta o herida; la mayor parte de los cañones desmontados; la arboladura, excepto el palo de trinquete, había caído, y el timón no funcionaba. En tan lamentable estado, aún se quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe de Asturias, que había izado la señal de retirada; pero el Nepomuceno, herido de muerte, no pudo gobernar en dirección alguna. Y a pesar de la ruina y destrozo del buque; a pesar del desmayo de la tripulación; a pesar de concurrir en nuestro daño circunstancias tan desfavorables, ninguno de los seis navíos ingleses se atrevió a intentar un abordaje.

Temían a nuestro navío, aun después de vencerlo.

»Churruca, en el paroxismo de su agonía, mandaba clavar la bandera, y que no se rindiera el navío mientras él viviese. El plazo no podía menos de ser desgraciadamente muy corto, porque Churruca se moría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nos asombrábamos de que alentara todavía un cuerpo en tal estado; y era que le conservaba así la fuerza del espíritu, apegado con irresistible empeño a la vida, porque para él en aquella ocasión vivir era un deber. No perdió el conocimiento hasta los últimos instantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pesar por su fin cercano; antes bien, todo su empeño consistía sobre todo en que la oficialidad no conociera la gravedad de su estado, y en que ninguno faltase a su deber. Dio las gracias a la tripulación por su heroico comportamiento; dirigió algunas palabras a su cuñado Ruiz de Apodaca, y después de consagrar un recuerdo a su joven esposa, y de elevar el pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pronunciado varias veces tenuemente por sus secos labios, expiró con la tranquilidad de los justos y la entereza de los héroes, sin la satisfacción de la victoria, pero también sin el resentimiento del vencido; asociando el deber a la dignidad, y haciendo de la disciplina una religión; firme como militar, sereno como hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar a nadie, con tanta dignidad en la muerte como en la vida. Nosotros contemplábamos su cadáver aún caliente, y nos parecía mentira; creíamos que había de despertar para mandamos de nuevo, y tuvimos para llorarle menos entereza que él para morir, pues al expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmo que nos había infundido.

»Rindiose el San Juan, y cuando subieron a bordo los oficiales de las seis naves que lo habían destrozado, cada uno pretendía para sí el honor de recibir la espada del brigadier muerto. Todos decían: «se ha rendido a mi navío», y por un instante disputaron reclamando el honor de la victoria para uno u otro de los buques a que pertenecían. Quisieron que el comandante accidental del San Juan decidiera la cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses se había rendido, y aquél respondió: «A todos, que a uno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».

»Ante el cadáver del malogrado Churruca, los ingleses, que le conocían por la fama de su valor y entendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellos dijo esto o cosa parecida: «Varones ilustres como éste, no debían estar expuestos a los azares de un combate, y sí conservados para los progresos de la ciencia de la navegación». Luego dispusieron que las exequias se hicieran formando la tropa y marinería inglesa al lado de la española, y en todos sus actos se mostraron caballeros, magnánimos y generosos.

Monólogo de Laurencia en Fuenteovejuna, Lope de Vega

ESTEBAN:

¡Hija mía!

LAURENCIA:

No me nombres
tu hija.

ESTEBAN:

¿Por qué, mis ojos?
¿Por qué?

LAURENCIA:

Por muchas razones,
y sean las principales:
porque dejas que me roben
tiranos sin que me vengues,
traidores sin que me cobres.
Aún no era yo de Frondoso,
para que digas que tome,
como marido, venganza;
que aquí por tu cuenta corre;
que en tanto que de las bodas
no haya llegado la noche,
del padre, y no del marido,
la obligación presupone;
que en tanto que no me entregan
una joya, aunque la compren,
no ha de correr por mi cuenta
las guardas ni los ladrones.
Llevome de vuestros ojos
a su casa Fernán Gómez;
la oveja al lobo dejáis
como cobardes pastores.
¿Qué dagas no vi en mi pecho?
¿Qué desatinos enormes,
qué palabras, qué amenazas,
y qué delitos atroces,
por rendir mi castidad
a sus apetitos torpes?
Mis cabellos ¿no lo dicen?
¿No se ven aquí los golpes
de la sangre y las señales?
¿Vosotros sois hombres nobles?
¿Vosotros padres y deudos?
¿Vosotros, que no se os rompen
las entrañas de dolor,
de verme en tantos dolores?
Ovejas sois, bien lo dice
de Fuenteovejuna el nombre.
Dadme unas armas a mí
pues sois piedras, pues sois tigres...
--Tigres no, porque feroces
siguen quien roba sus hijos,
matando los cazadores
antes que entren por el mar
y por sus ondas se arrojen.
¡Liebres cobardes nacisteis;
bárbaros sois, no españoles!
Gallinas, ¡vuestras mujeres
sufrís que otros hombres gocen!
Poneos ruecas en la cinta.
¿Para qué os ceñís estoques?
¡Vive Dios, que he de trazar
que solas mujeres cobren
la honra de estos tiranos,
la sangre de estos traidores,
y que os han de tirar piedras
hilanderas, maricones,
amujerados, cobardes,
y que mañana os adornen
nuestras tocas y basquiñas,
solimanes y colores!
A Frondoso quiere ya,
sin sentencia, sin pregones,
colgar el comendador
del almena de una torre;
de todos hará lo mismo;
y yo me huelgo, mediohombres,
porque quede sin mujeres
esta villa honrada, y torne
aquel siglo de amazonas,
eterno espanto del orbe.

ESTEBAN:


Yo, hija, no soy de aquellos
que permiten que los nombres
con esos títulos viles:
¡iré solo, si se pone
todo el mundo contra mí!

Elegía Romana, Goethe

Esta clásica tierra felizmente me inspira;
pretérito y presente por igual me seducen.
De los antiguos sigo el consejo, y sus obras
con mano ansiosa hojeo, y siempre en ello gozo.
Mas Amor en la noche de otro modo me ocupa,
y por poco que aprenda doblemente me ufano.
Pero ¿es que aprendo poco contemplando las formas
de esta viva escultura que mis manos moldean?
Ahora es cuando comprendo al mármol; pues lo estudio
con ojos sensltlvos y con manos videntes.
Y si del día la amada alguna hora me niega,
en cambio de la noche me las concede todas.
No todo se va en besos; que también conversamos,
y cuando le entra el sueño yo despierto medito.
Más de un poema, en sus brazos, he rimado, y a fe
que tecleando en su espalda suavemente, escandía
los latinos hexámetros. En tanto, ella en su plácido
sueño alentaba un soplo que mi sangre encendía.
Atizaba su antorcha Amor y recordaba
los tiempos en que al célebre triunvirato asistiera

La partida, Franz Kafka

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis órdenes. Así que fuí al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo, y lo monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta, y le pregunté al sirviente qué significaba. El no sabía nada, y escuchó nada. En el portal me detuvo y preguntó: "¿A dónde va el patrón?" "No lo sé", le dije, "simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí. Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi meta".

"¿Así que usted conoce su meta?", preguntó.

"Sí", repliqué, "te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta".

Una pequeña fábula, Franz Kafka

"Ay", dijo el ratón, "el mundo se está haciendo más chiquito cada día. Al principio era tan grande que yo tenía miedo, corría y corría, y me alegraba cuando al fin veía paredes a lo lejos a diestra y siniestra, pero estas largas paredes se han achicado tanto que ya estoy en la última cámara, y ahí en la esquina está la trampa a la cual yo debo caer".
"Sólamente tienes que cambiar tu dirección", dijo el gato, y se lo comió

viernes, 13 de julio de 2007

Edgar Allan Poe, El poder de las palabras

Oinos

Perdona, Agathos, la flaqueza de un espíritu recién ornado con las alas de la inmortalidad.

Agathos

Nada has dicho, Oinos mío, por lo que debas pedir perdón. Ni siquiera aquí el conocimiento es cosa de intuición. La sabiduría sí, la sabiduría pídesela libremente a los ángeles, que te podrá ser concedida.

Oinos

Pero yo había soñado que en esta existencia sería sabedor de todas las cosas al mismo tiempo, y así al punto feliz por conocerlo todo.

Agathos

¡Ah, la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición del conocimiento! La bienaventuranza eterna reside en conocer más y más, pero conocer todo sería la maldición de un demonio.

Oinos

Pero, ¿no conoce el Altísimo todo?

Agathos

Esa (pues que él es el Felicísimo) debe ser la única cosa desconocida hasta para él.

Oinos

Sin embargo, puesto que ganamos a cada hora en conocimiento, ¿no han de ser, al fin, conocidas todas las cosas?

Agathos

¡Mira, hacia abajo, hacia las abismales distancias! ¡Intenta hundir la vista en la múltiple perspectiva de las estrellas, mientras nos deslizamos lentamente a través de ellas, así..., así y así! Incluso la visión espiritual, ¿no está detenida en todos los puntos por las continuas murallas áureas del universo..., por esas murallas de las miríadas de los cuerpos brillantes cuyo mero número parece fundirse en una unidad?

Oinos

Advierto claramente que la infinidad de la materia no es un sueño.

Agathos

No hay sueños en Edén..., pero aquí se murmura que la única finalidad de esa infinidad de la materia es ofrecer manantiales infinitos en los cuales el alma pueda aplacar la sed de conocer, siempre insaciable dentro de ella -pues saciarla sería extinguir la esencia misma del alma. Pregúntame, pues, Oinos mía, libremente y sin temor. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la alta armonía de las Pléyades y desde el trono iremos a caer en los prados sembrados de estrellas allende Orión, donde en lugar de pensamientos, violetas y trinitarias están los lechos de los soles triples y tricromos.

Oinos

Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, instrúyeme, háblame en los tonos familiares de la tierra. No he comprendido lo que me has estado sugiriendo sobre los modos o sobre los métodos de lo que, cuando éramos mortales, hemos acostumbrado a llamar Creación. ¿Quieres dar a entender que el Creador no es Dios?

Agathos

Quiero dar a entender que la Deidad no crea.

Oinos

¡Explícate!

Agathos

Sólo en el principio creó. Las aparentes criaturas que están, ahora, por todo el universo, adquiriendo su ser tan continuamente, sólo pueden ser consideradas como resultados indirectos o mediatos, no como directos o inmediatos, del divino poder creador.

Oinos

Entre los hombres, Agathos mío, esa idea sería considerada como herética en extremo.

Agathos

Entre los ángeles, Oinos mía, es aceptada sencillamente como cierta.

Oinos

Puedo comprenderte hasta este punto: que ciertas operaciones de lo que denominamos Naturaleza, o leyes naturales, darán origen, bajo ciertas condiciones, a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la destrucción final de la tierra, hubo, recuerdo bien, muchos experimentos coronados por el éxito en lo que algunos filósofos denominaron neciamente creación de animálculos.

Agathos

Los casos de que hablas eran, en realidad, ejemplos de creación secundaria y de la única especie de la creación que jamás haya existido desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.

Oinos

¿No son los mundos estelares que, desde el abismo de la nada, estallan a cada hora hacia los cielos..., no son estas estrellas, Agathos, la obra inmediata de la mano del Soberano?

Agathos

Déjame que intente, Oinos mía, conducirte paso a paso a la concepción que busco explicar. Ten por seguro que, así como ningún pensamiento puede perecer, tampoco ningún acto queda sin resultado infinito. Nosotros movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la tierra, y al hacerlo impartíamos vibración a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración iba extendiéndose indefinidamente hasta que daba impulso a cada una de las partículas del aire de la tierra, que en lo sucesivo, y para siempre, era excitado por ese único movimiento de la mano. Este hecho lo conocían bien los matemáticos de nuestroplaneta. En realidad, ellos hicieron de los efectos especiales, creados en los líquidos por impulsos especiales, objeto de cálculo exacto, de manera que resultó fácil determinar en qué momento preciso un impulso de grado determinado circundaría el orbe y dejaría su impresión (por siempre) en cada átomo de la atmósfera ambiente. Retrogradando, no tuvieron dificultad en determinar el valor del impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente inacabables, y que una parte de esos resultados podía medirse con exactitud por medio del análisis algebraico, que vieron también la facilidad de la retrogradación, vieron al mismo tiempo que esa especie de análisis contenía en sí una capacidad de progreso indefinido, que no existían límites concebibles para su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo promovía o aplicaba. Pero nuestros matemáticos se detuvieron en ese punto.

Oinos

¿Y por qué, Agathos, debieron haber seguido adelante?

Agathos

Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. Era deducible por lo que conocían que, para un ser de entendimiento infinito, para quien la perfección del análisis algebraico no tuviese secretos, no podía haber dificultad en seguir el rastro a cada uno de los impulsos impartidos al aire - y al éter a través del aire- hasta las consecuencias más remotas en las épocas más infinitamente remotas. Es, en verdad, demostrable que cada uno de tales impulsos dados al aire, debe finalmente dejar su impres ión en cada una de las cosas individuales que existen dentro del universo, de modo que el ser de infinita inteligencia, al ser que hemos imaginado, pueda seguir el rastro a las remotas ondulaciones del impulso, seguir su rastro hacia arriba y adelante en la influencia dejada por ellas en todas las partículas de toda la materia, hacia arriba y adelante por siempre en las modificaciones hechas por ellas sobre las formasantiguas -o, en otras palabras, en sus creaciones nuevas- hasta que las encuentre reflejadas -incapaces al fin de dejar impresión- desde el trono de la Divinidad. Y no sólo podría hacer eso un ser semejante, sino que además, en cualquier época, dado un resultado (de sometérsele a su examen, por ejemplo, uno de esos innumerables cometas), no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original era debido. Este poder de retrogradación en su plenitud y perfección absolutas, esta facultad de asignar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es desde luego la prerrogativa única de la Deidad; pero en todas las variedades de grados, inferiores a la absoluta perfección, el poder es ejercido por todas las huestes de las inteligencias angélicas.

Oinos

Pero tú hablas sólo de impulsos sobre el aire.

Agathos

Al hablar del aire, me refiero sólo a la tierra, pero la proposición general hace referencia a impulsos sobre el éter, que, al penetrar y ser él solo el que penetra en todo el espacio, resulta el gran médium de la creación.

Oinos

Entonces, ¿todo movimiento, de la naturaleza que sea, crea?

Agathos

Debe hacerlo. Pero una verdadera filosofía viene enseñando desde hace mucho tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento... y la fuente de todo pensamiento es...

Oinos

Dios.

Agathos

Y mientras hablaba así, ¿no ha cruzado por tu mente algún pensamiento del poder físico de las palabras? ¿No es toda palabra un impulso sobre el aire?

Oinos

Pero ¿por qué lloras, Agathos...? ¿Y por qué, oh, por qué se abaten tus alas mientras pasemos por encima de esa hermosa estrella, que es la más verde y no obstante la más terrible de todas las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores son como un sueño de cuento de hadas, pero sus furiosos volcanes como las pasiones de un turbulento corazón.

Agathos

¡Lo son, lo son! Esa extraña estrella..., hace ahora tres siglos, que con manos crispadas y con ojos radiantes, a los pies de mi amada, le di nacimiento con mis apasionadas frases. ¡Sus brillantes flores son mis más caros sueños irrealizados y sus iracundos volcanes son las pasiones del más turbulento e impío corazón!

miércoles, 4 de julio de 2007

Triste España sin ventura, Juan del Enzina

Triste España sin ventura,
todos te deben llorar,
Despoblada de alegría,
para nunca en ti tornar.


Tormentos, penas, dolores
te vinieron a poblar.
¡Sembrote Dios de plazer
porque naciesse pesar!


Hízote la más dichosa
para más te lastimar.
Tus vitorias y trïunfos
ya se hobieron de pagar.


Pues que tal pérdida pierdes,
dime en qué podrás ganar:
pierdes la luz de tu gloria
y el gozo de tu gozar.


¡Pierdes toda tu esperança,
no te queda qué esperar!
Pierdes Príncipe tan alto,
hijo de reyes sin par.


¡Llora, llora, pues perdiste
quien te había de ensalçar!
En su tierna juventud
te lo quiso Dios llevar.


Llevote todo tu bien,
dexote su desear,
porque mueras, porque penes,
sin dar fin a tu penar.


De tan penosa tristura
no te esperes consolar.



Juan del Encina: "Poesía lírica y cancionero musical". Edición de Royston Oscar Jones y Carolyn Lee. Castalia, Madrid, 1975.

La noche no es para mi, de Vídeo

Ya no sé
qué está bien
o está mal:
una total confusión,
esperando la noche
como el que espera
su final...

Todo el día
de aquí para allá
busco algún leit motiv
para saciar de golpe,
aburrimiento
y soledad...
La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

El reloj
pasa ya de las dos
todo a mi alrededor
se vuelve diferente,
aunque en el fondo
sea igual...

Entre lo incierto
y la realidad,
noto correr el alcohol
por mi sangre efervescente
cumpliendo siempre
el ritual...

La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

La oscuridad
crece aún más y más
y las tinieblas se han
apoderado de mi mente
y no lo puedo
soportar...

Y ya no sé qué está bien
o está mal
busco con desesperación
con quien pasar la noche,
otra noche,
sin final...
La noche no es para mí
no es para mí
La noche no es para mí
no es para mí

El balneario, de Un pingüino en mi ascensor

Yo solía ser fuerte como un roble,
pero nada es perdurable,
hoy mi cuerpo es delicado y sensible
mi salud bastante endeble.
En este balneario
donde vine a acabar mis días,
se empeñó mi sobrino, Zacarías
en que era lo mejor.
Nada como las aguas termales

para mi problema de cervicales,
mis afecciones renales
y mi cáncer de pulmón.
Pero en este balneario

la comida es asquerosa,
las enfermeras, espantosas,
el servicio es demencial
y ya tengo avisado al notario

para que desherede a mi sobrino,
ese pelota cretino
que me metió en este lugar.
Estoy harto de fuentes medicinales,

de baños en oscuros manantiales,
de la importancia de las sales,
del agua mineral sin gas;
y cada día que pasa en el balneario

se acrecienta mi odio a este mundo ingrato,
aumenta mi pasión por el asesinato,
mi único deseo es matar;
y sé que el comisario
no sospecharía de un pobre anciano,
abstraído al estudio del derecho romano
y la filosofía oriental.

En este sanatorio,
los demás pierden el tiempo jugando al mus,
yo repaso mi arsenal, y escucho a Obús
a volumen brutal.
En este purgatorio,

encontré mi entretenimiento,
el remedio al aburrimiento,
liquidando visitantes sin piedad.
Ayer estrangulé a una concejala,

cuando inauguraba la nueva sala,
y tengo guardada una bala
para el Ministro de Sanidad.
Y cada día que pasa en el balneario

se acrecienta mi odio a este mundo ingrato,
aumenta mi pasión por el asesinato,
mi único deseo es matar;
y sé que el comisario
no sospecharía de un pobre anciano,
abstraído al estudio del derecho romano
y la filosofía oriental.
Hoy va a correr la sangre en el balneario.

domingo, 3 de junio de 2007

Cántico de las criaturas de San Francisco, versión de León Felipe

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor, tuyas son la alabanza, la gloria y el honor; tan sólo tú eres digno de toda bendición, y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.
Loado seas por toda criatura, mi Señor, y en especial loado por el hermano sol, que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor, y lleva por los cielos noticia de su autor.
Y por la hermana luna, de blanca luz menor, y las estrellas claras, que tu poder creó, tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son, y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana agua, preciosa en su candor, que es útil, casta, humilde: ¡loado, mi Señor! Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol, y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado mi Señor!
Y por la hermana tierra, que es toda bendición, la hermana madre tierra, que da en toda ocasión las hierbas y los frutos y flores de color, y nos sustenta y rige: ¡loado, mi Señor!
Y por los que perdonan y aguantan por tu amor los males corporales y la tribulación:¡felices los que sufren en paz con el dolor, porque les llega el tiempo de la consolación!
Y por la hermana muerte: ¡loado, mi Señor! Ningún viviente escapa de su persecución;¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
¡No probarán la muerte de la condenación! Servidle con ternura y humilde corazón. Agradeced sus dones, cantad su creación. Las criaturas todas, load a mi Señor.

CÁNTICO DE SAN FRANCISCO

Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti sólo, Altísimo corresponden y ningún hombre es digno de mencionarte.
Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente messer hermano Sol, el cual es día, y nos iluminas por él. Y es bello y radiante con gran esplendor: de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Luna y las Estrellas: en el cielo las has formado claras, preciosas y bellas.
Alabado seas, mi Señor por hermano Viento, y por Aire y Nublo y Sereno y todo tiempo, por el cual a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Agua, la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por hermano Fuego, por el cual nos alumbra la noche: y él es bello y jocundo y robusto y fuerte.
Alabado seas, mi Señor, por hermana nuestra madre Tierra, la cual nos sustenta y gobierna, y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Dichosos aquellos que las sufrirán en paz, porque de ti, Altísimo, coronados serán.
Alabado seas, mi Señor, por hermana Muerte corporal, de la que ningún hombre viviente puede escapar: ¡Ay de aquellos que morirán en los pecados mortales! ¡Dichosos los que encontrará en tu santísima voluntad, porque la muerte segunda no les hará mal.
Alabad y bendecir a mi Señor y dadle gracias y servidlo con gran humildad.