domingo, 26 de julio de 2015

Fray Luis de León, Selección poética

ODA I - VIDA RETIRADA

¡Qué descansada vida 
la del que huye del mundanal ruïdo, 
y sigue la escondida 
senda, por donde han ido 
los pocos sabios que en el mundo han sido;

 Que no le enturbia el pecho 
de los soberbios grandes el estado, 
ni del dorado techo 
se admira, fabricado 
del sabio Moro, en jaspe sustentado!

 No cura si la fama 
canta con voz su nombre pregonera, 
ni cura si encarama 
la lengua lisonjera 
lo que condena la verdad sincera.

 ¿Qué presta a mi contento 
si soy del vano dedo señalado; 
si, en busca deste viento, 
ando desalentado 
con ansias vivas, con mortal cuidado?

 ¡Oh monte, oh fuente, oh río,! 
¡Oh secreto seguro, deleitoso! 
Roto casi el navío, 
a vuestro almo reposo 
huyo de aqueste mar tempestuoso.

 Un no rompido sueño, 
un día puro, alegre, libre quiero; 
no quiero ver el ceño 
vanamente severo 
de a quien la sangre ensalza o el dinero.

 Despiértenme las aves 
con su cantar sabroso no aprendido; 
no los cuidados graves 
de que es siempre seguido 
el que al ajeno arbitrio está atenido.

 Vivir quiero conmigo, 
gozar quiero del bien que debo al cielo, 
a solas, sin testigo, 
libre de amor, de celo, 
de odio, de esperanzas, de recelo.

 Del monte en la ladera, 
por mi mano plantado tengo un huerto, 
que con la primavera 
de bella flor cubierto 
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

 Y como codiciosa 
por ver y acrecentar su hermosura, 
desde la cumbre airosa 
una fontana pura 
hasta llegar corriendo se apresura.

 Y luego, sosegada, 
el paso entre los árboles torciendo, 
el suelo de pasada 
de verdura vistiendo 
y con diversas flores va esparciendo.

 El aire del huerto orea 
y ofrece mil olores al sentido; 
los árboles menea 
con un manso ruïdo 
que del oro y del cetro pone olvido.

 Téngase su tesoro 
los que de un falso leño se confían; 
no es mío ver el lloro 
de los que desconfían 
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

 La combatida antena 
cruje, y en ciega noche el claro día 
se torna, al cielo suena 
confusa vocería, 
y la mar enriquecen a porfía.

 A mí una pobrecilla 
mesa de amable paz bien abastada 
me basta, y la vajilla, 
de fino oro labrada 
sea de quien la mar no teme airada.

 Y mientras miserable- 
mente se están los otros abrazando 
con sed insacïable 
del peligroso mando, 
tendido yo a la sombra esté cantando.

 A la sombra tendido, 
de hiedra y lauro eterno coronado, 
puesto el atento oído 
al son dulce, acordado, 
del plectro sabiamente meneado.

ODA III - A FRANCISCO DE SALINAS

A Francisco Salinas

Catedrático de Música de la Universidad de Salamanca

El aire se serena 
y viste de hermosura y luz no usada, 
Salinas, cuando suena 
la música estremada, 
por vuestra sabia mano gobernada.

A cuyo son divino 
el alma, que en olvido está sumida, 
torna a cobrar el tino 
y memoria perdida 
de su origen primera esclarecida.

Y como se conoce, 
en suerte y pensamientos se mejora; 
el oro desconoce, 
que el vulgo vil adora, 
la belleza caduca, engañadora.

Traspasa el aire todo 
hasta llegar a la más alta esfera, 
y oye allí otro modo 
de no perecedera 
música, que es la fuente y la primera.

Ve cómo el gran maestro, 
aquesta inmensa cítara aplicado, 
con movimiento diestro 
produce el son sagrado, 
con que este eterno templo es sustentado.

Y como está compuesta 
de números concordes, luego envía 
consonante respuesta; 
y entrambas a porfía 
se mezcla una dulcísima armonía.

Aquí la alma navega 
por un mar de dulzura, y finalmente 
en él ansí se anega 
que ningún accidente 
estraño y peregrino oye o siente.

¡Oh, desmayo dichoso! 
¡Oh, muerte que das vida! ¡Oh, dulce olvido! 
¡Durase en tu reposo, 
sin ser restituido 
jamás a aqueste bajo y vil sentido!

A este bien os llamo, 
gloria del apolíneo sacro coro, 
amigos a quien amo 
sobre todo tesoro; 
que todo lo visible es triste lloro.

¡Oh, suene de contino, 
Salinas, vuestro son en mis oídos, 
por quien al bien divino 
despiertan los sentidos 
quedando a lo demás amortecidos!

ODA VIII - NOCHE SERENA

A Don Loarte

Cuando contemplo el cielo 
de innumerables luces adornado, 
y miro hacia el suelo 
de noche rodeado, 
en sueño y en olvido sepultado,

el amor y la pena 
despiertan en mi pecho un ansia ardiente; 
despiden larga vena 
los ojos hechos fuente; 
Loarte y digo al fin con voz doliente:

«Morada de grandeza, 
templo de claridad y hermosura, 
el alma, que a tu alteza 
nació, ¿qué desventura 
la tiene en esta cárcel baja, escura?

¿Qué mortal desatino 
de la verdad aleja así el sentido, 
que, de tu bien divino 
olvidado, perdido 
sigue la vana sombra, el bien fingido?

El hombre está entregado 
al sueño, de su suerte no cuidando; 
y, con paso callado, 
el cielo, vueltas dando, 
las horas del vivir le va hurtando.

¡Oh, despertad, mortales! 
Mirad con atención en vuestro daño. 
Las almas inmortales, 
hechas a bien tamaño, 
¿podrán vivir de sombra y de engaño?

¡Ay, levantad los ojos 
aquesta celestial eterna esfera! 
burlaréis los antojos 
de aquesa lisonjera 
vida, con cuanto teme y cuanto espera.

¿Es más que un breve punto 
el bajo y torpe suelo, comparado 
con ese gran trasunto, 
do vive mejorado 
lo que es, lo que será, lo que ha pasado?

Quien mira el gran concierto 
de aquestos resplandores eternales, 
su movimiento cierto 
sus pasos desiguales 
y en proporción concorde tan iguales;

la luna cómo mueve 
la plateada rueda, y va en pos della 
la luz do el saber llueve, 
y la graciosa estrella 
de amor la sigue reluciente y bella;

y cómo otro camino 
prosigue el sanguinoso Marte airado, 
y el Júpiter benino, 
de bienes mil cercado, 
serena el cielo con su rayo amado;

—rodéase en la cumbre 
Saturno, padre de los siglos de oro; 
tras él la muchedumbre 
del reluciente coro  
su luz va repartiendo y su tesoro—:

¿quién es el que esto mira 
y precia la bajeza de la tierra, 
y no gime y suspira 
y rompe lo que encierra 
el alma y destos bienes la destierra?

Aquí vive el contento, 
aquí reina la paz; aquí, asentado 
en rico y alto asiento, 
está el Amor sagrado, 
de glorias y deleites rodeado.

Inmensa hermosura 
aquí se muestra toda, y resplandece 
clarísima luz pura, 
que jamás anochece; 
eterna primavera aquí florece.

¡Oh campos verdaderos! 
¡Oh prados con verdad frescos y amenos! 
¡Riquísimos mineros! 
¡Oh deleitosos senos! 
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!»

ODA X - A FELIPE RUIZ

¿Cuándo será que pueda, 
libre desta prisión volar al cielo, 
Felipe, y en la rueda, 
que huye más del suelo, 
contemplar la verdad pura sin duelo?

Allí a mi vida junto, 
en luz resplandeciente convertido, 
veré distinto y junto 
lo que es y lo que ha sido, 
y su principio propio y ascondido.

Entonces veré cómo 
la soberana mano echó el cimiento 
tan a nivel y plomo, 
dó estable y firme asiento 
posee el pesadísimo elemento.

Veré las inmortales 
columnas do la tierra está fundada; 
las lindes y señales 
con que a la mar hinchada 
la Providencia tiene aprisionada;

por qué tiembla la tierra; 
por qué las hondas mares se embravecen, 
dó sale a mover guerra 
el cierzo, y por qué crecen 
las aguas del Océano y descrecen;

de dó manan las fuentes; 
quién ceba y quién bastece de los ríos 
las perpetuas corrientes; 
de los helados fríos 
veré las causas, y de los estíos;

las soberanas aguas 
del aire en la región quién las sostiene; 
de los rayos las fraguas, 
dó los tesoros tiene 
de nieve Dios, y el trueno dónde viene.

¿No ves cuando acontece 
turbarse el aire todo en el verano? 
El día se ennegrece, 
sopla el gallego insano, 
y sube hasta el cielo el polvo vano;

y entre las nubes mueve 
su carro Dios, ligero y reluciente; 
horrible son conmueve, 
relumbra fuego ardiente, 
treme la tierra, humíllase la gente;

la lluvia baña el techo; 
invían largos ríos los collados; 
su trabajo deshecho, 
los campos anegados, 
miran los labradores espantados.

Y de allí levantado, 
veré los movimientos celestiales, 
ansí el arrebatado 
como los naturales, 
las causas de los hados, las señales.

Quién rige las estrellas 
veré, y quién las enciende con hermosas 
y eficaces centellas; 
por qué están las dos Osas 
de bañarse en el mar siempre medrosas.

Veré este fuego eterno, 
fuente de vida y luz, dó se mantiene; 
y por qué en el invierno 
tan presuroso viene, 
quien en las noches largas se detiene.

Veré sin movimiento 
en la más alta esfera las moradas 
del gozo y del contento, 
de oro y luz labradas, 
de espíritus dichosos habitadas.

ODA XII - A FELIPE RUIZ

¿Qué vale cuanto vee, 
do nace y do se pone, el sol luciente, 
lo que el Indio posee, 
lo que da el claro Oriente 
con todo lo que afana la vil gente?

El uno, mientras cura 
dejar rico descanso a su heredero, 
vive en pobreza dura 
y perdona al dinero 
y contra sí se muestra crudo y fiero;

el otro, que sediento 
anhela al señorío, sirve ciego 
y, por subir su asiento, 
abájase a vil ruego 
y de la libertad va haciendo entrego.

Quien de dos claros ojos 
y de un cabello de oro se enamora, 
compra con mil enojos 
una menguada hora, 
un gozo breve que sin fin se llora.

Dichoso el que se mide, 
Felipe, y de la vida el gozo bueno 
a sí solo lo pide, 
y mira como ajeno 
aquello que no está dentro en su seno.

Si resplandece el día, 
si Éolo su reino turba, ensaña, 
el rostro no varía 
y, si la alta montaña 
encima le viniere, no le daña.

Bien como la ñudosa 
carrasca, en alto risco desmochada 
con hacha poderosa, 
del ser despedazada 
del hierro torna rica y esforzada;

querrás hundille y crece 
mayor que de primero y, si porfía 
la lucha, más florece 
y firme al suelo invía 
al que por vencedor ya se tenía.

Esento a todo cuanto 
presume la fortuna, sosegado 
está y libre de espanto 
ante el tirano airado, 
de hierro, de crueza y fuego armado;

«El fuego —dice— enciende; 
aguza el hierro crudo, rompe y llega 
y, si me hallares, prende 
y da a tu hambre ciega 
su cebo deseado, y la sosiega;

¿qué estás? ¿no ves el pecho 
desnudo, flaco, abierto? ¿Oh, no te cabe 
en puño tan estrecho 
el corazón, que sabe 
cerrar cielos y tierra con su llave?;

ahonda más adentro; 
desvuelva las entrañas el insano 
puñal; penetra al centro; 
mas es trabajo vano, 
jamás me alcanzará tu corta mano.

Rompiste mi cadena, 
ardiendo por prenderme: al gran consuelo 
subido he por tu pena; 
ya suelto encumbro el vuelo, 
traspaso sobre el aire, huello el cielo.»

ODA XI - AL LICENCIADO JUAN DE GRIAL

Recoge ya en el seno 
el campo su hermosura, el cielo aoja 
con luz triste el ameno 
verdor, y hoja a hoja 
las cimas de los árboles despoja.

Ya Febo inclina el paso 
al resplandor egeo; ya del día 
las horas corta escaso; 
ya Éolo al mediodía, 
soplando espesas nubes nos envía;

ya el ave vengadora 
del Íbico navega los nublados 
y con voz ronca llora, 
y, el yugo al cuello atados, 
los bueyes van rompiendo los sembrados.

El tiempo nos convida 
a los estudios nobles, y la fama, 
Grial, a la subida 
del sacro monte llama, 
do no podrá subir la postrer llama;

alarga el bien guiado 
paso y la cuesta vence y solo gana 
la cumbre del collado 
y, do más pura mana 
la fuente, satisfaz tu ardiente gana;

no cures si el perdido 
error admira el oro y va sediento 
en pos de un bien fingido, 
que no ansí vuela el viento, 
cuanto es fugaz y vano aquel contento;

escribe lo que Febo 
te dicta favorable, que lo antiguo 
iguala y pasa el nuevo 
estilo; y, caro amigo, 
no esperes que podré atener contigo,

que yo, de un torbellino 
traidor acometido y derrocado 
del medio del camino 
al hondo, el plectro amado 
y del vuelo las alas he quebrado.

ODA XIII - DE LA VIDA DEL CIELO

Alma región luciente, 
prado de bienandanza, que ni al hielo 
ni con el rayo ardiente 
fallece; fértil suelo, 
producidor eterno de consuelo:

de púrpura y de nieve 
florida, la cabeza coronado, 
y dulces pastos mueve, 
sin honda ni cayado, 
el Buen Pastor en ti su hato amado.

Él va, y en pos dichosas 
le siguen sus ovejas, do las pace 
con inmortales rosas, 
con flor que siempre nace 
y cuanto más se goza más renace.

Y dentro a la montaña 
del alto bien las guía; ya en la vena 
del gozo fiel las baña, 
y les da mesa llena, 
pastor y pasto él solo, y suerte buena.

Y de su esfera, cuando 
la cumbre toca, altísimo subido, 
el sol, él sesteando, 
de su hato ceñido, 
con dulce son deleita el santo oído.

Toca el rabel sonoro, 
y el inmortal dulzor al alma pasa, 
con que envilece el oro, 
y ardiendo se traspasa 
y lanza en aquel bien libre de tasa.

¡Oh, son! ¡Oh, voz!  Siquiera 
pequeña parte alguna decendiese 
en mi sentido, y fuera 
de sí la alma pusiese 
y toda en ti, ¡oh, Amor!, la convirtiese,

conocería dónde 
sesteas, dulce Esposo, y, desatada 
de esta prisión adonde 
padece, a tu manada 
viviera junta, sin vagar errada.

ODA XIV - AL APARTAMIENTO

¡Oh ya seguro puerto 
de mi tan luengo error! ¡oh deseado 
para reparo cierto 
del grave mal pasado! 
¡reposo dulce, alegre, reposado!;

techo pajizo, adonde 
jamás hizo morada el enemigo 
cuidado, ni se asconde 
invidia en rostro amigo, 
ni voz perjura, ni mortal testigo;

sierra que vas al cielo 
altísima, y que gozas del sosiego 
que no conoce el suelo, 
adonde el vulgo ciego 
ama el morir, ardiendo en vivo fuego:

recíbeme en tu cumbre, 
recíbeme, que huyo perseguido 
la errada muchedumbre, 
el trabajar perdido, 
la falsa paz, el mal no merecido;

y do está más sereno 
el aire me coloca, mientras curo 
los daños del veneno 
que bebí mal seguro, 
mientras el mancillado pecho apuro;

mientras que poco a poco 
borro de la memoria cuanto impreso 
dejó allí el vivir loco 
por todo su proceso 
vario entre gozo vano y caso avieso.

En ti, casi desnudo 
deste corporal velo, y de la asida 
costumbre roto el ñudo, 
traspasaré la vida 
en gozo, en paz, en luz no corrompida;

de ti, en el mar sujeto 
con lástima los ojos inclinando, 
contemplaré el aprieto 
del miserable bando, 
que las saladas ondas va cortando:

el uno, que surgía 
alegre ya en el puerto, salteado 
de bravo soplo, guía, 
apenas el navío desarmado;

el otro en la encubierta 
peña rompe la nave, que al momento 
el hondo pide abierta; 
al otro calma el viento; 
otro en las bajas Sirtes hace asiento;

a otros roba el claro 
día, y el corazón, el aguacero; 
ofrecen al avaro 
Neptuno su dinero; 
otro nadando huye el morir fiero.

Esfuerza, opón el pecho, 
mas ¿cómo será parte un afligido 
que va, el leño deshecho, 
de flaca tabla asido, 
contra un abismo inmenso embravecido?

¡Ay, otra vez y ciento 
otras seguro puerto deseado! 
no me falte tu asiento, 
y falte cuanto amado, 
cuanto del ciego error es cudiciado.

ODA XV - A DON PEDRO PORTOCARRERO

No siempre es poderosa, 
Carrero, la maldad, ni siempre atina 
la envidia ponzoñosa, 
y la fuerza sin ley que más se empina 
al fin la frente inclina; 
que quien se opone al cielo, 
cuando más alto sube, viene al suelo.

Testigo es manifiesto 
el parto de la Tierra mal osado, 
que, cuando tuvo puesto 
un monte encima de otro, y levantado, 
al hondo derrocado, 
sin esperanza gime 
debajo su edificio que le oprime.

Si ya la niebla fría 
al rayo que amanece odiosa ofende 
y contra el claro día 
las alas oscurísimas estiende, 
no alcanza lo que emprende, 
al fin y desparece, 
y el sol puro en el cielo resplandece.

No pudo ser vencida, 
ni la será jamás, ni la llaneza 
ni la inocente vida 
ni la fe sin error ni la pureza, 
por más que la fiereza 
del Tigre ciña un lado, 
y el otro el Basilisco emponzoñado;

por más que se conjuren 
el odio y el poder y el falso engaño, 
y ciegos de ira apuren 
lo propio y lo diverso, ajeno, estraño, 
jamás le harán daño; 
antes, cual fino oro, 
recobra del crisol nuevo tesoro.

El ánimo constante, 
armado de verdad, mil aceradas, 
mil puntas de diamante 
embota y enflaquece y, desplegadas 
las fuerzas encerradas, 
sobre el opuesto bando 
con poderoso pie se ensalza hollando;

y con cien voces suena 
la Fama, que a la Sierpe, al Tigre fiero 
vencidos los condena 
a daño no jamás perecedero; 
y, con vuelo ligero 
veniendo, la Vitoria 
corona al vencedor de gozo y gloria.

ODA XVIII - EN LA ASCENSIÓN

¿Y dejas, Pastor santo, 
tu grey en este valle hondo, escuro, 
con soledad y llanto; 
y tú, rompiendo el puro 
aire, ¿te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados, 
y los agora tristes y afligidos, 
a tus pechos criados, 
de ti desposeídos, 
¿a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos 
que vieron de tu rostro la hermosura, 
que no les sea enojos? 
Quien oyó tu dulzura, 
¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado, 
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto 
al viento fiero, airado? 
Estando tú encubierto, 
¿qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube, envidiosa 
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas? 
¿Dó vuelas presurosa? 
¡Cuán rica tú te alejas! 
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!



DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

    Canción

En el profundo del abismo estabas 
del no ser encerrado y detenido, 
sin poder ni saber salir afuera, 
y todo lo que es algo en mí faltaba, 
la vida, el alma, el cuerpo y el sentido; 
y en fin, mi ser no ser entonces era, 
y así de esta manera 
estuve eternamente 
nada visible y sin tratar con gente, 
en tal suerte que aun era muy más buena 
del ancho mar la más menuda arena; 
y el gusanillo de la gente hollado 
un rey era, conmigo comparado.

Estando, pues, en tal tiniebla oscura, 
volviendo ya con curso presuroso 
el sexto siglo el estrellado cielo, 
miró el gran Padre, Dios de la natura, 
y viome en sí benigno y amoroso, 
y sacóme a la luz de aqueste suelo, 
vistióme de este velo, 
de flaca carne y güeso, 
mas diome el alma, a quien no hubiera peso, 
que impidiera llegar a la presencia 
de la divina e inefable Esencia, 
si la primera culpa no agravara 
su ligereza y alas derribara

¡Oh culpa amarga, y cuánto bien quitaste 
al alma mía! ¡Cuánto mal hiciste! 
Luego que fue criada y junto infusa, 
tú de gracia y justicia la privaste, 
y al mismo Dios contraria la pusiste; 
ciega, enemiga, sin favor, confusa, 
por ti siempre rehúsa 
el bien, y la molesta 
la virtud, y a los vicios está presta; 
por ti la fiera muerte ensangrentada, 
por ti toda miseria tuvo entrada, 
hambre, dolor, gemido, fuego, invierno, 
pobreza, enfermedad, pecado, infierno.

Así que en los pañales del pecado 
fui, como todos, luego al punto envuelto 
y con la obligación de eterna pena, 
con tanta fuerza y tan estrecho atado, 
que no pudiera de ella verme suelto 
en virtud propia ni en virtud ajena, 
sino de aquella (llena 
de piedad tan fuerte) 
bondad, que con su muerte a nuestra muerte 
mató, y gloriosamente hubo deshecho, 
rompiendo el amoroso y sacro pecho, 
de donde mana soberana fuente 
de gracia y de salud a toda gente.

En esto plugo a la bondad inmensa 
darme otro ser más alto que tenía, 
bañándome en el agua consagrada; 
quedó con esto limpia de la ofensa, 
graciosísima y bella el alma mía, 
de mil bienes y dones adornada; 
en fin, cual desposada 
con el Rey de la gloria, 
¡oh, cuán dulce y suavísima memoria!, 
allí la recibió por cara Esposa, 
y allí le prometió de no amar cosa 
fuera de él o por él, mientras viviese. 
¡Oh, si, de hoy más siquiera, lo cumpliese!

Crecí después y fui en edad entrando; 
llegué a la discreción, con que debiera 
entregarme a quien tanto me había dado, 
y, en vez de esto la lealtad quebrando, 
que en el bautismo sacro prometiera 
y con mi propio nombre había firmado, 
aún no hubo bien llegado 
el deleite vicioso 
del cruel enemigo venenoso, 
cuando con todo di en un punto al traste. 
¿Hay corazón tan duro en sí, que baste 
a no romperse dentro en nuestro seno, 
de pena el mío, de lástima el ajeno?

Más que la tierra queda tenebrosa, 
cuando su claro rostro el sol ausenta 
y a bañar lleva al mar su carro de oro; 
más estéril, más seca y pedregosa, 
que cuando largo tiempo está sedienta, 
quedó mi alma sin aquel tesoro, 
por quien yo plaño y lloro, 
y hay que llorar contino, 
pues que quedé sin luz del Sol divino, 
y sin aquel rocío soberano, 
que obraba en ella el celestial verano; 
ciega, disforme, torpe y a la hora 
hecha una vil esclava de señora.

¡Oh, Padre inmenso, que inmovible estando 
das a las cosas movimiento y vida, 
y las gobiernas tan süavemente!, 
¿qué amor detuvo tu justicia, cuando 
mi alma tan ingrata y atrevida, 
dejando a ti, del bien eterno fuente, 
con ansia tan ardiente 
en aguas detenidas 
de cisternas corruptas y podridas, 
se echó de pechos ante tu presencia? 
¡Oh, divina y altísima clemencia, 
que no me despeñases al momento 
en el largo profundo del tormento!

Sufrióme entonces tu piedad divina 
y sacóme de aquel hediondo cieno, 
do, sin sentir aún el hedor, estaba 
con falsa paz el ánima mezquina, 
juzgando por tan rico y tan sereno 
el miserable estado que gozaba, 
que sólo deseaba 
perpetuo aquel contento; 
pero sopló a deshora un manso viento 
del Espíritu eterno, y, enviando 
un aire dulce al alma, fue llevando 
la espesa niebla que la luz cubría, 
dándole un claro y muy sereno día.

Vio luego de su estado la vileza, 
en que, guardando inmundos animales, 
de su tan vil manjar aún no se hartara; 
vio el fruto del deleite y de torpeza 
ser confusión, y penas tan mortales; 
temió la recta y no doblada vara, 
y la severa cara 
de aquel juez sempiterno; 
la muerte, juicio, gloria, fuego, infierno, 
cada cual acudiendo por su parte, 
la cercan con tal fuerza y de tal arte, 
que, quedando confuso y temeroso, 
temblando estaba sin hallar reposo.

Ya que, en mí vuelto, sosegué algún tanto, 
en lágrimas bañando el pecho y suelo, 
y con suspiros abrasando el viento: 
«Padre piadoso, dije, Padre santo, 
benigno Padre, Padre de consuelo, 
perdonad, Padre, aqueste atrevimiento; 
a vos vengo, aunque siento, 
de mí mismo corrido, 
que no merezco ser de vos oído; 
mas mirad las heridas que me han hecho 
mis pecados, cuán roto y cuán deshecho 
me tienen, y cuán pobre y miserable, 
ciego, leproso, enfermo, lamentable.

Mostrad vuestras entrañas amorosas 
en recebirme agora y perdonarme, 
pues es, benigno Dios, tan propio vuestro 
tener piedad de todas vuestras cosas; 
y si os place, Señor, de castigarme, 
no me entreguéis al enemigo nuestro; 
a diestro y a siniestro 
tomad vos la venganza, 
herid en mí con fuego, azote y lanza; 
cortad, quemad, romped; sin duelo alguno 
atormentad mis miembros de uno a uno, 
con que, después de aqueste tal castigo, 
volváis a ser mi Dios, mi buen amigo».

Apenas hube dicho aquesto, cuando 
con los brazos abiertos me levanta 
y me otorga su amor, su gracia y vida, 
y a mis males y llagas aplicando 
la medicina soberana y santa, 
a tal enfermedad constituida, 
me deja sin herida, 
de todo punto sano, 
pero con las heridas del tirano 
hábito, que iba ya en naturaleza 
volviéndose, y con una tal flaqueza, 
que, aunque sané del mal y su accidente, 
diez años ha que soy convaleciente.

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