En Nochebuena
Vicente W. Querol (1836–1889)
A mis ancianos padres
I
Un año más en el hogar paterno
delebramos la fiesta del Dios-niño,
símbolo augusto del amor eterno,
cuando cubre los montes el invierno
con su manto de armiño.
II
Como en el día de la fausta boda
o en el que el santo de los padres llega,
la turba alegre de los niños juega,
y en la ancha sala la familia toda
de noche se congrega.
III
La roja lumbre de los troncos brilla
del pequeño dormido en la mejilla,
que con tímido afán su madre besa;
y se refleja alegre en la vajilla
de la dispuesta mesa.
IV
A su sobrino, que lo escucha atento,
mi hermana dice el pavoroso cuento,
y mi otra hermana la canción modula
que, o bien surge vibrante, o bien ondula
prolongada en el viento.
V
Mi madre tiende las rugosas manos
al nieto que huye por la blanda alfombra;
hablan de pie mi padre y mis hermanos,
mientras yo, recatándome en la sombra,
pienso en hondos arcanos.
VI
Pienso que de los días de ventura
las horas van apresurando el paso,
y que empaña el oriente niebla oscura,
cuando aun el rayo trémulo fulgura
último del ocaso.
VII
¡Padres míos, mi amor! ¡Cómo envenena
las breves dichas el temor del daño!
Hoy presidís nuestra modesta cena,
pero en el porvenir . . . yo sé que un año
vendrá sin Nochebuena.
VIII
Vendrá, y las que hoy son risas y alborozo
serán muda aflicción y hondo sollozo.
No cantará mi hermana, y mi sobrina
no escuchará la historia peregrina
que le da miedo y gozo.
IX
No dará nuestro hogar rojos destellos
sobre el limpio cristal de la vajilla,
y, si alguien osa hablar, será de aquellos
que hoy honran nuestra fiesta tan sencilla
con sus blancos cabellos.
X
Blancos cabellos cuya amada hebra
es cual corona de laurel de plata,
mejor que esas coronas que celebra
la vil lisonja, la ignorancia acata,
y el infortunio quiebra.
XI
¡Padres míos, mi amor! Cuando contemplo
la sublime bondad de vuestro rostro,
mi alma a los trances de la vida templo,
y ante esa imagen para orar me postro,
cual me postro en el templo.
XII
Cada arruga que surca ese semblante
es del trabajo la profunda huella,
o fue un dolor de vuestro pecho amante.
La historia fiel de una época distante
puedo leer yo en ella.
XIII
La historia de los tiempos sin ventura
en que luchasteis con la adversa suerte,
y en que, tras negras horas de amargura,
mi madre se sintió más noble y pura
y mi padre más fuerte.
XIV
Cuando la noche toda en la cansada
labor tuvisteis vuestros ojos fijos,
y, al venceros el sueño a la alborada
fuerzas os dio posar vuestra mirada
en los dormidos hijos.
XV
Las lágrimas correr una tras una
con noble orgullo por mi faz yo siento,
pensando que hayan sido por fortuna,
esas honradas manos mi sustento
y esos brazos mi cuna.
XVI
¡Padres míos, mi amor! Mi alma quisiera
pagaros hoy la que en mi edad primera
sufristeis sin gemir, lenta agonía,
y que cada dolor de entonces fuera
germen de una alegría.
XVII
Entonces vuestro mal curaba el gozo
de ver al hijo convertirse en mozo,
mientras que al verme yo en vuestra presencia
siento mi dicha ahogada en el sollozo
de una temida ausencia.
XVIII
Si el vigor juvenil volver de nuevo
pudiese a vuestra edad, ¿por qué estas penas?
Yo os daría mi sangre de mancebo,
tornando así con ella a vuestras venas
esta vida que os debo.
XIX
Que de tal modo la aflicción me embarga
pensando en la posible despedida,
que imagino ha de ser tarea amarga
llevar la vida, como inútil carga,
después de vuestra vida.
XX
Ese plazo fatal, sordo, inflexible,
miro acercarse con profundo espanto,
y en dudas grita el corazón sensible:
«Si aplacar al destino es imposible,
¿para qué amarnos tanto?»
XXI
Para estar juntos en la vida eterna
cuando acabe esta vida transitoria:
si Dios, que el curso universal gobierna,
nos devuelve en el cielo esta unión tierna,
yo no aspiro a más gloria.
XXII
Pero en tanto, buen Dios, mi mejor palma
será que prolonguéis la dulce calma
que hoy nuestro hogar en su recinto encierra:
para marchar yo solo por la tierra
no hay fuerzas en mi alma.
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