I
Estrofas
Gaspar Núñez de Arce (1834–1903)
I
La generosa musa de Quevedo
desbordóse una vez como un torrente
y exclamó llena de viril denuedo:
"No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando los labios, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo".
II
Y al estampar sobre la herida abierta
el hierro de su cólera encendido,
tembló la concusión que siempre alerta,
incansable y voraz, labra su nido,
como gusano ruin en carne muerta,
en todo Estado exánime y podrido.
III
Arranque de dolor, de ese profundo
dolor que se concentra en el misterio
y huye amargado del rumor del mundo,
fue su sangrienta sátira, cauterio
que aplicó sollozando al patrio imperio,
mísero, gangrenado y moribundo.
IV
¡Ah! si hoy pudiera resonar la lira
que con Quevedo descendió a la tumba,
en medio de esta universal mentira,
de este viento de escándalo que zumba,
de este fétido hedor que se respira,
de esta España moral que se derrumba;
V
De la viva y creciente incertidumbre
que en lucha estéril nuestra fuerza agota;
del huracán de sangre que alborota
el mar de la revuelta muchedumbre;
de la insaciable y honda podredumbre
que el rostro y la conciencia nos azota;
VI
De este horror, de este ciego desvarío
que cubre nuestras almas con un velo,
como el sepulcro, impenetrable y frío;
de este insensato pensamiento impío
que destituye a Dios, despuebla el cielo
y precipita el mundo en el vacío;
VII
Si en medio de esta borrascosa orgía
que infunde repugnancia al par que aterra,
esa lira estallara ¿qué sería?
Grito de indignación, canto de guerra,
que en las entrañas mismas de la tierra
la muerta humanidad conmovería.
VIII
Mas ¿porque el gran satírico no aliente
ha de haber quien contemple y autorice
tanta degradación, indiferente?
"¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?"
IX
¡Cuántos sueños de gloria evaporados
como las leves gotas del rocío
que apenas mojan los sedientos prados!
¡Cuánta ilusión perdida en el vacío,
y cuántos corazones anegados
en la amarga corriente del hastío!
X
No es la revolución raudal de plata
que fertiliza la extendida vega:
es sorda inundación que se desata.
No es viva luz que se difunde grata,
sino confuso resplandor que ciega
y tormentoso vértigo que mata.
XI
Al menos en el siglo desdichado
que aquel ilustre y vigoroso vate
con el rayo marcó de su censura,
podía el corazón atribulado
salir ileso del mortal combate
en alas de la fe radiante y pura.
XII
Y apartando la vista de aquel cieno
social, de aquellos fétidos despojos,
de aquel lubrico y torpe desenfreno,
fijar llorando los ardientes ojos
en ese cielo azul, limpio y sereno,
de santa paz y de esperanza lleno.
XIII
Pero hoy ¿dónde mirar? Un golpe mismo
hiere al César y a Dios: Sorda carcoma
prepara el misterioso cataclismo,
y como en tiempo de la antigua Roma,
todo cruje, vacila y se desploma
en el cielo, en la tierra, en el abismo.
XIV
Perdida en tanta soledad la calma,
de noche eterna el corazón cubierto,
la gloria muda, desolada el alma,
en este pavoroso desconcierto
se eleva la Razón, como la palma
que crece triste y sola en el desierto.
XV
¡Triste y sola, es verdad! ¿Dónde hay miseria
mayor? ¿Dónde más rudo desconsuelo?
¿De qué le sirve desgarrar el velo
que envuelve y cubre la vivaz materia,
y con profundo, inextinguible anhelo
sondar la tierra, escudriñar el cielo;
XVI
Entregarse a merced del torbellino
y en la duda incesante que la aqueja
el secreto inquirir de su destino,
si a cada paso que adelanta deja
su fe inmortal, como el vellón la oveja,
enredada en las zarzas del camino?
XVII
¿Si a su culpada humillación se adhiere
con la constancia infame del beodo,
que goza en su abyección, y en ella muere?
¿Se ciega y torpe, y degrada en todo,
desconoce su origen, y prefiere
a descender de Dios, surgir del lodo?
XVIII
¡Libertad, libertad! No eres aquella
virgen, de blanca túnica ceñida,
que vi en mis sueños pudibunda y bella.
No eres, no, la deidad esclarecida
que alumbra con su luz, como una estrella,
los oscuros abismos de la vida.
XIX
No eres la fuente de perenne gloria
que dignifica el corazón humano
y engrandece esta vida transitoria.
No el ángel vengador que con su mano
imprime en las espaldas del tirano
el hierro enrojecido de la historia.
XX
No eres la vaga aparición que sigo
con hondo afán desde mi edad primera,
sin alcanzarla nunca... Mas ¿qué digo?
No eres la libertad, disfraces fuera,
¡licencia desgreñada, vil ramera
del motín, te conozco y te maldigo!
XXI
¡Ah! No es extraño que sin luz ni guía,
los humanos instintos se desborden
con el rugido del volcán que estalla,
y en medio del tumulto y la anarquía,
como corcel indómito el desorden
no respete ni látigo ni valla.
XXII
¿Quién podrá detenerle en su carrera?
¿Quién templar los impulsos de la fiera
y loca multitud enardecida,
que principia a dudar y ya no espera
hallar en otra luminosa esfera,
bálsamo a los dolores de esta vida?
XXIII
Como Cristo en la cúspide del monte,
rotas ya sus mortales ligaduras,
mira doquier con ojos espantados,
por toda la extensión del horizonte
dilatarse a sus pies vastas llanuras,
ricas ciudades, fértiles collados.
XXIV
Y excitando su afán calenturiento
tanta grandeza y tanto poderío,
de la codicia el persuasivo acento
grítale audaz: —¡El cielo está vacío!
¿A quién temer?—Y ronca y sin aliento
la muchedumbre grita: —¡Todo es mío!—
XXV
Y en el tumulto su puñal afila,
y la enconada cólera que encierra
enturbia y enardece su pupila,
y ensordeciendo el aire en son de guerra
hace temblar bajo sus pies la tierra,
como las hordas bárbaras de Atila.
XXVI
No esperéis que esa turba alborotada
infunda nueva sangre generosa
en las venas de Europa desmayada;
ni que termine su fatal jornada,
sobre el ara desierta y polvorosa
otro Dios levantando con su espada.
XXVII
No esperéis, no. que la confusa plebe,
como santo depósito en su pecho
nobles instintos y virtudes lleve.
Hallará el mundo a su codicia estrecho,
que es la fuerza, es el número, es el hecho
brutal ¡es la materia que se mueve!
XXVIII
Y buscará la libertad en vano;
que no arraiga en los crímenes la idea,
ni entre las olas fructifica el grano.
Su castigo en sus iras centellea
pronto a estallar; que el rayo y el tirano
hermanos son. ¡La tempestad los crea!
II
Tristezas
Gaspar Núñez de Arce
(1834–1903)
Cuando recuerdo la piedad sincera
con que en mi edad primera
entraba en nuestras viejas catedrales,
donde postrado ante la cruz de hinojos
alzaba a Dios mi ojos
soñando en las venturas celestiales;
Hoy que mi frente atónito golpeo,
y con febril deseo
busco los restos de mi fe perdida,
por hallarla otra vez, radiante y bella
como en la edad aquélla,
¡desgraciado de mí! diera la vida.
¡Con qué profundo amor, niño inocente,
prosternaba mis frente
en las losas del templo sacrosanto!
Llenábase mi joven fantasía
de luz, de poesía,
de mudo asombro, de terrible espanto.
Aquellas altas bóvedas que al cielo
levantaban mi anhelo;
aquella majestad solemne y grave;
aquel pausado canto, parecido
a un doliente gemido,
que retumbaba en la espaciosa nave:
Las marmóreas y austeras esculturas
de antiguas sepulturas,
aspiración del arte a lo infinito;
la luz que por los vidrios de colores
sus tibios resplandores
quebraba en los pilares de granito;
Haces de donde en curva fugitiva,
para formar la ojiva,
cada ramal subiendo se separa,
cual el rumor de multitud que ruega,
cuando a los cielos llega,
surge cada oración distinta y clara;
En el gótico altar inmoble y fijo
el santo crucifijo,
que extiende sin vigor sus brazos yertos,
siempre en la sorda lucha de la vida,
tan áspera y reñida,
para el dolor y la humildad abiertos;
El místico clamor de la campana
que sobre el alma humana
de las caladas torres se despeña,
y anuncia y lleva en sus aladas notas
mil promesas ignotas
al triste corazón que sufre o sueña;
Todo elevaba mi ánimo intranquilo
a más sereno asilo:
religión, arte, soledad, misterio.
todo en el templo secular hacía
vibrar el alma mía,
como vibran las cuerdas de un salterio.
Y a esta voz interior que sólo entiende
quien crédulo se enciende
en fervoroso y celestial cariño,
envuelta en sus flotantes vestiduras
volaba a las alturas,
virgen sin mancha, mi oración de niño.
Su rauda, viva y luminosa huella
como fugaz centella
traspasaba el espacio, y ante el puro
resplandor de sus alas de querube,
rasgábase la nube
que me ocultaba el inmortal seguro.
¡Oh anhelo de esta vida transitoria!
¡Oh perdurable gloria! .
¡Oh! Sed inextiguible del deseo!
¡Oh cielo, que antes para mí tenías
fulgores y armonías,
y hoy tan oscuro y desolado veo!
Ya no templas mis íntimos pesares,
ya al pie de tus altares
como en mis años de candor no acudo.
Para llegar a ti perdí el camino,
y errante peregrino
entre tinieblas desespero y dudo.
Voy espantado sin saber por dónde;
grito, y nadie responde
a mi angustiada voz; alzo los ojos
y a penetrar la lobreguez no alcanzo;
medrosamente avanzo,
y me hieren el alma los abrojos.
Hijo del siglo, en vano me resisto
a su impiedad, ¡oh Cristo!
Su grandeza satánica me oprime.
Siglo de maravillas y de asombros,
levanta sobre escombros
un Dios sin esperanza, un Dios que gime.
¡Y ese Dios no eres tú! No tu serena
faz, de consuelos, llena,
alumbra y guía nuestro incierto paso.
Es otro Dios incógnito y sombrío:
su cielo es el vacío,
Sacerdote el error, ley el Acaso.
¡Ah! No recuerda el ánimo suspenso
un siglo más inmenso,
más rebelde a tu voz, más atrevido;
entre nubes de fuego alza su frente,
como Luzbel, potente;
pero también, como Luzbel, caído.
A medida que marcha y que investiga
es mayor su fatiga,
es su noche más honda y más oscura,
y pasma, al ver lo que padece y sabe,
cómo en su seno cabe
tanta grandeza y tanta desventura.
Como la nave sin timón y rota
que el ronco mar azota,
incendia el rayo y la borrasca mece
en piélago ignorado y proceloso,
nuestro siglo —coloso—
con la luz que le abrasa, resplandece.
¡Y está la playa mística tan lejos! . . .
a los tristes reflejos
del sol poniente se colora y brilla.
El huracán arrecia, el bajel arde,
y es tarde, es ¡ay! muy tarde
para alcanzar la sosegada orilla.
¿Qué es la ciencia sin fe? Corcel sin freno,
a todo yugo ajeno,
que al impulso del vértigo se entrega,
y a través de intrincadas espesuras,
desbocado y a oscuras
avanza sin cesar y nunca llega.
¡Llegar! ¿Adónde? . . . El pensamiento humano
en vano lucha, en vano
su ley oculta y misteriosa infringe.
En la lumbre del sol sus alas quema,
y no aclara el problema,
ni penetra el enigma de la Esfinge.
¡Sálvanos, Cristo, sálvanos, si es cierto
que tu poder no ha muerto!
Salva a esta sociedad desventurada,
que bajo el peso de su orgullo mismo
rueda al profundo abismo
acaso más enferma que culpada.
La ciencia audaz, cuando de ti se aleja,
en nuestras almas deja
el germen de recónditos dolores,
como al tender el vuelo hacia la altura,
deja su larva impura
el insecto en el cáliz de las flores.
Si en esta confusión honda y sombría
es, Señor, todavía
raudal de vida tu palabra santa,
di a nuestra fe desalentada y yerta:
—¡Anímate y despierta!
Como dijiste a Lázaro: —¡Levanta!—
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