(Ana Karenina visita a su hermano y a su cuñada en Moscú, donde conoce casualmente al joven conde Vronsky, que será en el futuro su amante. Ella está casada y se mantiene fiel a su esposo; sin embargo, en su regreso en tren a San Petersburgo, no consigue dejar de pensar en el conde)
«¡Gracias a Dios, todo ha terminado!», fue lo primero que pensó Ana Arkadievna cuando se despidió por última vez de su hermano, el cual permaneció en el andén, impidiendo la entrada al vagón, hasta que sonó por tercera vez la campana. Ana se sentó en su asiento al lado de Anushka, examinando todo en torno suyo, a la media luz del coche cama. «¡Gracias a Dios, mañana veré a Seriota
y a Alexey Alexandrovich y reanudaré mi agradable vida habitual!»
[…]
Al principio no pudo leer. Le molestaba el ajetreo y el ir y venir de la gente; cuando el tren se puso en marcha fue imposible no prestar atención a los ruidos; luego se distrajo con la nieve que caía, azotando la ventanilla izquierda, el revisor que pasaba, bien abrigado y cubierto de nieve, y los comentarios respecto de la borrasca que se desencadenaba. Más adelante seguía repitiéndose
lo mismo, el traqueteo, la nieve en la ventanilla, los bruscos cambios de temperatura, pasando del calor al frío, y viceversa; los mismos rostros en la penumbra y las mismas voces; pero Ana leía ya, enterándose del argumento.
[…]
Ana se enteraba de lo que leía, pero aquella lectura le resultaba desagradable, es decir, le
molestaba el reflejo de la vida de otras personas. Tenía demasiados deseos de vivir ella misma. Si la protagonista de la novela cuidaba a un enfermo, sentía deseos de andar con pasos silenciosos en la habitación de aquel; si un miembro del Parlamento había pronunciado un discurso, deseaba pronunciarlo ella; si lady Mary cabalgaba tras de su jauría, exacerbando a su nuera y asombrando
a todos con su audacia, Ana sentía deseos de galopar.
Pero no había nada que hacer, y Ana daba vueltas a la plegadera (1) entre sus pequeñas manos, tratando de seguir leyendo.
El héroe de la novela estaba ya a punto de conseguir lo que constituye la felicidad inglesa: el título de barón y una finca, y Ana deseó ir allí con él, cuando de pronto creyó que aquel hombre debía de sentir vergüenza y ella la sintió también. Pero ¿por qué sentía vergüenza? «¿De qué me avergüenzo?», se preguntó, asombrada y resentida. Dejó el libro y se recostó en la butaca, apretando
la plegadera entre las manos. No había nada vergonzoso. Repasó todos sus recuerdos de Moscú. Todos eran buenos y agradables. Recordó el baile, a Vronsky, con su rostro sumiso de enamorado, y el trato que tuviera con él: no había nada para avergonzarse. Pero al mismo tiempo, precisamente en este punto de sus recuerdos, la sensación de vergüenza aumentó, como si una voz interior le dijera cuando pensaba en Vronsky: «Te ha sido muy agradable, te ha sido muy agradable».
«Bueno, ¿y qué? –se preguntó con decisión–. ¿Qué significa esto? ¿Acaso temía enfrentarme con una cosa así? ¿Es posible que entre ese oficial tan joven y yo existan o puedan existir otras relaciones que las que tengo con cualquier conocido?» Sonrió con desprecio, abriendo de nuevo el libro; pero ahora le era completamente imposible entender lo que leía. Pasó la plegadera por el cristal, después apoyó en su mejilla la superficie lisa y fría y poco le faltó para echarse a reír: tal fue la alegría que la
invadió de pronto. Notó que los nervios se le ponían cada vez más tensos, como cuerdas enrolladas en unas anillas. Y sintió que los ojos se le abrían cada vez más, los dedos de sus manos y de sus pies se movían inquietos, algo la ahogaba en su interior y todo lo que veía y oía en aquella penumbra la impresionaba extraordinariamente.
A cada momento la asaltaban las dudas: ¿avanzaba el tren, retrocedía o estaba parado? ¿Era a Anushka a quien tenía a su lado o a una persona extraña? «¿Qué hay en aquella percha? ¿Un gabán de pieles o un animal? ¿Soy yo o es otra persona?» Temía entregarse a aquel estado de inconsciencia. Pero algo la arrastraba a él, a pesar de que podía entregarse o no según su voluntad. Se levantó
para recobrarse, separó la manta y se quitó la capa.
Por un momento volvió en sí, comprendiendo que el hombre delgado del abrigo largo, al que le faltaba un botón, era el encargado de la calefacción y que había entrado para mirar el termómetro, que el viento y la nieve habían penetrado tras de él por la puerta; pero después, todo se confundió de nuevo…
1) plegadera: instrumento a manera de cuchillo con el que se pliega o corta papel.
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