De Las flores del mal, Charles Baudelaire
Crespúsculo en la tarde
He aquí la noche, amiga del criminal desvelo;
viene a paso de lobo como un cómplice; el cielo
se cierra lentamente, cual si una alcoba fuera,
y todo hombre impaciente se cambia un poco en fiera.
¡Oh noche!, amada noche, tranquila, deseada
por aquellos que pueden decir: «Hoy la jornada
ha sido de trabajo». La noche es quien serena
las almas devoradas por indecible pena,
al sabio que se obstina inclinando su pecho,
y al obrero cansado que va en busca del lecho.
Los demonios malsanos, a favor del ambiente,
como hombres de negocios, despiertan torpemente,
y aleros y ventanas golpean al volar.
A través de las luces, que el viento hace temblar,
se enciende la prostitución en las aceras;
en sucios callejones abre sus madrigueras;
para todos ofrece un oculto camino
–incluso para quien nos acecha ladino–,
y se agita en el lodo de la ciudad podrida
tal gusano que al hombre robara su comida.
Aquí y allá se oyen las cocinas silbar,
los teatros gañir, las orquestas roncar;
las verdes mesas donde el juego hace primores,
con corte de rameras, chulos y estafadores;
y pronto van también a empezar los ladrones
su trabajo que no conoce vacaciones,
forzando dulcemente las cajas escondidas
para vivir un tiempo y vestir sus queridas.
Recógete, alma mía, en tan grave momento
y cierra tus oídos a ese desbordamiento.
Es la hora en que todos los enfermos se agravan.
La noche les aprieta la garganta; así acaban
de una vez sus fatigas, y hacia el abismo van;
el hospital solloza… Ya nunca volverán
algunos a buscar la sopa perfumada
junto al fuego, de noche, cerca de un alma amada.
¡Aunque la mayor parte jamás han conocido
el calor de un hogar y jamás han vivido!
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