JONATHAN SWIFT
Los viajes de Gulliver
Habitantes de Liliput
Aunque me propongo dejar la descripción de este Imperio para un tratado especial, me complace mientras tanto satisfacer al curioso lector con algunas ideas generales.
Siendo la estatura normal de los habitantes de algo menos de quince centímetros, existe una exacta proporción entre todos los demás animales y plantas; por ejemplo, los caballos y bueyes más altos levantan entre diez y doce centímetros, las ovejas cuatro centímetros más o menos, los gansos abultan aproximadamente lo que un gorrión, y así todo lo demás en disminución sucesiva hasta llegar a los seres más pequeños, que a mis ojos eran invisibles. Pero la naturaleza ha adaptado los ojos de los liliputienses en relación con todos los objetos dentro de su perspectiva: pueden ver con gran precisión pero no a gran distancia. Como ilustración de la agudeza de sus ojos sobre objetos cercanos baste decir que he tenido el gran gusto de observar a un cocinero desplumando a una alondra que no era más grande que una mosca común y a una muchachita enhebrando una aguja invisible con seda invisible.
Los árboles más altos tienen dos metros y pico de altura; me refiero a algunos en el gran Parque Real, a cuyas cúspides podía justamente llegar con la mano cerrada. El resto de las plantas está en la misma proporción, pero esto lo dejo a la imaginación del lector.
No diré mucho ahora de su cultura, que ha florecido durante muchos siglos en todas sus ramas, pero su manera de escribir es muy particular, pues no es ni de izquierda a derecha como la de los europeos, ni de derecha a izquierda como la de los árabes, ni de arriba abajo como la de los chinos, ni de abajo arriba como la de los cascajianos (1), sino al sesgo, de una esquina del papel a la otra, como la de nuestras damas en Inglaterra.
Entierran a sus muertos verticalmente con la cabeza para abajo porque, según sus creencias, dentro de once mil lunas todos ellos resucitarán, y en este tiempo la Tierra (que ellos imaginan ser plana) se dará la vuelta, de modo que al resucitar se encontrarán listos y en pie. Los más sabios de ellos confiesan lo absurdo de esta doctrina, pero la práctica continúa por transigir con el vulgo.
Hay algunas leyes y costumbres muy peculiares en este Imperio, y si no fueran tan directamente opuestas a las de mi querido país, me sentiría tentado a decir algo por justificarlas. Uno no puede desear otra cosa sino que estas se ejecutaran tan bien como aquellas. La primera que mencionaré se refiere a los delatores. Todos los delitos contra el Estado se castigan con la máxima severidad, pero si el acusado consigue probar claramente su inocencia en el juicio, el acusador recibe inmediatamente la muerte más ignominiosa, y de sus haberes o tierras percibe el inocente una cuádruple recompensa por la pérdida de tiempo, el peligro que corrió, las penalidades de su prisión y todos los gastos que le costó la defensa.
Y si aquellos fondos resultaran insuficientes, la Corona los reintegra generosamente. Asimismo, el Emperador lo honra con alguna señal pública de su favor, y un bando proclama su inocencia por toda la ciudad. El fraude lo consideran un delito más grande que el robo y por consiguiente pocas veces dejan de sancionarlo con la muerte, pues afirman que la precaución, la vigilancia y el mínimo sentido común pueden guardar los bienes de un hombre de los ladrones, pero la honradez es indefensa ante una astucia superior y, como es necesario que existan permanentemente unas relaciones de compraventa y el negociar a crédito, que es donde el fraude se consiente o se le hace la vista gorda, o no hay ley que lo castigue, resulta que el negociante honrado sale siempre perdiendo mientras que el sinvergüenza se lleva el provecho. Recuerdo que una vez intercedí ante el soberano por un delincuente que había agraviado a su amo sobre una gran suma de dinero, que había recibido por cheque, y con la cual escapó. Y como dijera yo a Su Majestad, a título de atenuante, que se trataba solo de un abuso de confianza, el Emperador respondió que era monstruoso por mi parte alegar como defensa lo que era el agravante más grande del delito, y a decir verdad poco pude decir en respuesta más que la común afirmación de que en cada tierra el su uso (2), pues confieso que me encontraba sinceramente avergonzado.
1) cascajianos: pueblo imaginario.
2) en cada tierra el su uso: máxima que indica que cada pueblo o comunidad tiene sus costumbres.
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