La Violeta
Enrique Gil y Carrasco
(1816–1845)
Flor deliciosa en la memoria mía,
ven mi triste laúd a coronar,
y volverán las trovas de alegría
en sus ecos tal vez a resonar.
Mezcla tu aroma a sus cansadas cuerdas;
yo sobre ti no inclinaré mi sien
de miedo, pura flor, que entonces pierdas
tu tesoro de olores y tu bien.
Yo, sin embargo, coroné mi frente
con tu gala en las tardes del abril,
yo te buscaba a orillas de la fuente,
yo te adoraba tímida y gentil.
Porque eras melancólica y perdida
y era perdido y lúgubre mi amor
y en ti miré el emblema de mi vida
y mi destino, solitaria flor.
Tú allí crecías olorosa y pura
con tus moradas hojas de pesar;
pasaba entre la yerba tu frescura
de la fuente al confuso murmurar.
Y pasaba mi amor desconocido,
de un arpa oscura al apagado son,
con frívolos cantares confundido
el himno de mi amante corazón.
Yo busqué la hermandad de la desdicha
en tu cáliz de aroma y soledad,
y a tu ventura asemejé mi dicha,
y a tu prisión mi antigua libertad.
¡Cuántas meditaciones han pasado
por mi frente mirando tu arrebol!
¡Cuántas veces mis ojos te han dejado
para volverse al moribundo sol!
¡Qué de consuelos a mi pena diste
con tu calma y tu dulce lobreguez,
cuando la mente imaginaba triste
el negro porvenir de la vejez!
Yo me decía: «Buscaré en las flores
seres que escuchen mi infeliz cantar,
que mitiguen con bálsamos de olores
las ocultas heridas del pesar.»
Y me apartaba, al alumbrar la luna,
de ti, bañada en moribunda luz,
adormecida en tu vistosa cuna,
velada en tu aromático capuz.
Y una esperanza el corazón llevaba
pensando en tu sereno amanecer,
y otra vez en tu cáliz divisaba
perdidas ilusiones de placer.
Héme hoy aquí: ¡cuán otros mis cantares!
¡Cuán otro mi pensar, mi porvenir!
Ya no hay flores que escuchen mis pesares,
ni soledad donde poder gemir.
Lo secó todo el soplo de mi aliento,
y naufragué con mi doliente amor;
lejos ya de la paz y del contento,
mírame aquí en el valle del dolor.
Era dulce mi pena y mi tristeza;
tal vez moraba una ilusión detrás:
mas la ilusión voló con su pureza;
mis ojos ¡ay! no la verán jamás.
Hoy vuelvo a ti, cual pobre viajero
vuelve al hogar que niño le acogió;
pero mis glorias recobrar no espero,
solo a buscar la huesa vengo yo.
Vengo a buscar mi huesa solitaria
para dormir tranquilo junto a ti,
ya que escuchaste un día mi plegaria,
y un ser humano en tu corola vi.
Ven mi tumba a adornar, triste viola,
y embalsama mi oscura soledad;
sé de su pobre césped la aureola
con tu vaga y poética beldad.
Quizá al pasar la virgen de los valles,
enamorada y rica en juventud,
por las umbrosas y desiertas calles
do yacerá escondido mi ataúd,
irá a cortar la humilde vïoleta
y la pondrá en su seno con dolor,
y llorando dirá: «¡Pobre poeta!
¡Ya está callada el arpa del amor!»
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