Por la pérdida del rey don Sebastián
Fernando de Herrera
(c. 1534 – 1597)
Voz de dolor y canto de gemido
y espíritu del miedo, envuelto en ira,
hagan principio acerbo a la memoria
de aquel día fatal, aborrecido,
que Lusitania mísera suspira,
desnuda de valor, falta de gloria;
y la llorosa historia
asombre con horror funesto, y triste
desde el áfrico Atlante y seno ardiente
hasta do el mar de otro color se viste,
y do el límite rojo de Oriente
y todas sus vencidas gentes fieras
ven tremolar de Cristo las banderas.
¡Ay de los que pasaron, confïados
en sus caballos y en la muchedumbre
de sus carros, en ti, Libia desierta,
y en su vigor y fuerzas engañados,
no alzaron su esperanza a aquella cumbre
de eterna luz, mas con soberbia cierta
se ofrecieron la incierta
victoria, y sin volver a Dios sus ojos,
con yerto cuello y corazón ufano
solo atendieron siempre a los despojos
y el Santo de Israel abrió su mano,
y los dejó, y cayó en despeñadero
el carro y el caballo y caballero.
Vino el día crüel, el día lleno
de indignación, de ira y furor, que puso
en soledad y en un profundo llanto,
de gente y de placer el reino ajeno.
El cielo no alumbró, quedó confuso
el nuevo sol, presagio de mal tanto,
y con terrible espanto
el Señor visitó sobre sus males,
para humillar los fuertes arrogantes,
y levantó los bárbaros no iguales,
que con osados pechos y constantes
no busquen oro, mas con hierro airado
la ofensa venguen y el error culpado.
Los impíos y robustos indignados
las ardientes espadas desnudaron
sobre la claridad y hermosura
de tu gloria y valor, y no cansados
en tu muerte, tu honor todo afearon,
mezquina Lusitania sin ventura;
y con frente segura
rompieron sin temor con fiero estrago
tus armadas escuadras y braveza.
La arena se tomó sangriento lago,
la llanura con muertos aspereza;
cayó en unos vigor, cayó denuedo;
mas en otros desmayo y torpe miedo.
¿Son estos por ventura los famosos,
los fuertes, los belígeros varones
que conturbaron con furor la tierra,
que sacudieron reinos poderosos,
que domaron las hórridas naciones,
que pusieron desierto en cruda guerra
cuanto el mar Indo encierra,
y soberbias ciudades destruyeron?
¿Dó el corazón seguro y la osadía?
¿Cómo así se acabaron, y perdieron
tanto heroico valor en solo un día;
y lejos de su patria derribados,
no fueron justamente sepultados?
Tales ya fueron estos cual hermoso
cedro del alto Líbano, vestido
de ramos, hojas, con excelsa alteza;
las aguas lo criaron poderoso
sobre empinados árboles crecido,
y se multiplicaron en grandeza
sus ramos con belleza;
y extendiendo su sombra, se anidaron
las aves que sustenta el grande cielo,
y en sus hojas las fieras engendraron,
e hizo a mucha gente umbroso velo;
no igualó en celsitud y en hermosura
jamás árbol alguno a su figura.
Pero elevose con su verde cima,
y sublimó la presunción su pecho,
desvanecido todo y confiado,
haciendo de su alteza solo estima.
Por eso Dios lo derribó deshecho,
a los impíos y ajenos entregado,
por la raíz cortado;
que opreso de los montes arrojados,
sin ramos y sin hojas y desnudo,
huyeron dél los hombres, espantados,
que su sombra tuvieron por escudo;
en su ruina y ramos cuantas fueron
las aves y las fieras se pusieron.
Tú, infanda Libia, en cuya seca arena
murió el vencido reino lusitano,
y se acabó su generosa gloria,
no estés alegre y de ufanía llena;
porque tu temerosa y flaca mano
hubo sin esperanza tal victoria,
indigna de memoria;
que si el justo dolor mueve a venganza
alguna vez el español coraje,
despedazada con aguda lanza,
compensará muriendo el hecho ultraje;
y Luco amedrentado, al mar inmenso
pagará de africana sangre el censo.
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