Carta al señor don Pedro Aantonio de Alarcón acerca de la Poesía
Vicente Wenceslao Querol
(1836–1889)
Amigo, cedo al fin. Los que dispersos
entregué al aire vano
en mi edad juvenil fútiles versos,
hoy con piadosa mano
recojo y cierro en el modesto libro
que al triste olvido de la edad entrego
o al duro fallo de los tiempos libro.
Lo engendré en la nocturna
fiebre de mis pasiones primerizas,
y hoy guardo en él, como en sagrada urna,
del corazón las cálidas cenizas.
En él están mis infantiles sueños,
el laurel disputado en arduas lizas,
de la osada ambición locos empeños,
de fe jurada, la esperanza muerta,
la aspiración incierta,
los horizontes del amor risueños:
cuanto amé y esperé.
Huecas y frías
en el oído extraño,
ajeno a mi placer, sordo a mi daño,
sonarán siempre las canciones mías;
pero, al volver sus páginas, yo encuentro
mi gozo entre ellas o mi antigua angustia,
cual suele hallarse dentro
de un olvidado libro una flor mustia.
Yo, cobarde, no oculto
mi fe en ti, desdeñada Poesía,
ni el ciego amor y el fervoroso culto
con que en tus aras me postré algún día:
no reniego de ti cuando la mofa,
cuando el villano insulto
responden solo a tu vibrante estrofa:
no aparto de mi labio
de tu cáliz de hiel las negras heces,
ni te abandono al miserable agravio,
o a las burlas soeces
del vulgo, indigno de tu noble estro;
y, cuando ante el siniestro
tribunal vas de tus inicuos jueces
yo, discípulo tuyo, por tres veces
no negaré al Maestro.
¡Santa palabra de Jehová! Con ella
Moisés cantó el enojo
con que borró de Faraón la huella
en sus líquidos antros el Mar rojo:
con ella sobre Nínive, sujeta
al yugo del pecado, y sobre Tiro,
y en la ancha plaza de Sidón inquieta,
quejumbroso suspiro
o eterna maldición lanzó el Profeta;
con ella junto al cauce
del extranjero río, su salterio
colgando al tronco del umbroso sauce,
lloró Judá su amargo cautiverio;
con ella dijo su doliente cuita
Job a la inmunda fiera del desierto;
y, con ella, la hermosa Sulamita
cantó al amor en su cercado huerto.
¡Numen severo de la historia! ¡Vive
todo lo que el poeta
con sabio ritmo sonoroso escribe,
muere lo que desdeña! Allá, en la vaga
muda extensión del páramo infinito,
la soberbia pirámide naufraga,
la esfinge de granito
se hunde en la arena movediza; el verde
musgo los templos de Ática sepulta;
la corva reja del arado muerde
las feraces colinas
donde su oprobio Babilonia oculta;
el rebaño del árabe se pierde
entre las vastas ruinas
que cubren tus llanuras ¡oh Cartago!,
mientras que en las vecinas
costas de Italia, con el propio estrago,
tu egregia vencedora,
la reina de las águilas latinas,
sola entre tumbas profanadas llora.
Envuelta en el sudario
de un vergonzoso olvido
fuera la Tierra el miserable osario
de las humanas razas, si el gemido
o el cántico de gloria
de los antiguos vates,
eco veraz de la solemne historia,
no nos trajera en clamoroso ruido
sus fragorosas ruinas y combates,
ayes de muerte y gritos de victoria.
De un siglo al otro siglo, el viento lleva
en las vibrantes cuerdas de la lira,
la predicción de la esperanza nueva
o el triste llanto de la edad que expira,
y, como en la callada
soledad de las noches de astro en astro
vuela el pálido rastro
de la luz increada,
así el vate, en la oscura
noche del tiempo que el pasado esconde,
habla a los bardos de la edad futura
y Ossïán los cantos de Ilión murmura
y Dante al salmo de David responde.
¡Hija de la Belleza! A la alborada
de blanca luz ceñida,
a la aurora de púrpura bañada,
y en la tarde apagada
de húmeda niebla y de vapor vestida,
son sus joyas las perlas del rocío,
las flores son sus galas,
su claro espejo el trasparente río,
los céfiros sus alas.
Las rojas nubes sus movibles tiendas,
su blanda cuna las inciertas olas,
y el ancho espacio las etéreas sendas
por donde marcha a solas.
Gime en la selva que estremece el viento,
triste en la fuente solitaria llora,
canta del ave en el alegre acento,
ríe en la luz de la naciente aurora;
y, cuando cruza con callado vuelo
la tierra, el mar o el cielo,
todo un ritmo sonoro
vibra al compás del cadencioso metro,
y en luminoso coro
van las estrellas de oro
rodando en torno a su extendido cetro.
¡Hija del sentimiento! En la indecisa
vaguedad del espíritu, en la calma
de la conciencia justa:
del débil niño en la infantil sonrisa;
en los deliquios lánguidos del alma;
del corazón en la soberbia augusta:
en la ira noble, en el amor materno,
en la ansia no cumplida,
en los hastíos de la humana vida
y en el místico amor de un bien eterno;
en el lóbrego abismo,
cárcel que la pasión fiera quebranta,
en el grito febril del heroísmo,
y en la oculta virtud, callada y santa,
como en el crimen mismo,
ella, la Poesía,
surge y cruza sombría,
y el puñal blande o la oración murmura:
ciñe a la virgen los nupciales velos:
solloza en la olvidada sepultura,
y, en los humanos duelos,
con la tendida diestra
a toda angustia inconsolable muestra
la eterna luz de los abiertos cielos.
Tal, en la edad confusa
en que a la vida el corazón despierta,
yo, la soñada Musa
vi en el umbral de la cerrada puerta,
que mi ambición ilusa
juzgó a la gloria y la esperanza abierta.
No entré... pero en mi oído
sonó el grande ruido
de los santos acordes celestiales;
y aun hoy, en este olvido
y en esta amiga sombra,
donde es la paz un díctamo a mis males,
entre el silencio escucho, y aun me asombra,
el rumor de los himnos inmortales.
Tú, que has unido a ellos
¡oh dulce amigo! tu canción sonora
y alumbraste con vívidos destellos
esta noche del alma abrumadora:
brïoso corazón que en las bastardas
horas sin fe que nos legó el destino,
inmaculado aun guardas
de una alta estirpe el resplandor divino,
abre el libro y no temas,
al revolver las hojas
de mis pobres poemas,
que ose en ellos cantar glorias supremas
ni supremas congojas.
El débil numen que mi verso inspira
nunca osó ambicionar más noble palma
que traducir fielmente con la lira
la efusión de mi alma.
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