Hay vicios literarios que sirven de síntomas patológicos: por el lenguaje se diagnostica la lesión cerebral. En algunos casos se observa el pródromo de la enfermedad, desde su incubación hasta el período agudo: al principio, los juegos de palabras, los retruécanos y las ecolatrías asoman de vez en cuando, como un espontáneo adorno; en seguida, ocurren con tanta frecuencia que denuncian el deliberado propósito de usarlas; y, por último, concluyen por invadirlo todo y aparecer como el único fin del escritor al mover la pluma.
Y de la escritura, el vicio cunde a la conversación, de modo que no se habla sin un calembour, imitando al clown que no da un paso sin una mueca, una contorsión o un salto mortal. En Francia, donde la lengua se presta maravillosamente al sentido ambiguo y a las sutilezas, suele verse a muchos hombres que despiertos dicen agudezas, dormidos sueñan con decirlas. Así, un Aurélien Scholl consumió medio siglo y sigue consumiendo el resto de sus días en malograr un gran talento para probar que tiene mucho ingenio.
Las armonías imitativas, las onomatopeyas que tanto deleitan a los decidores de vaciedades y rimadores de versos huecos hacen retrogradar el idioma a su forma primitiva. Las lenguas de los salvajes son onomatopéyicas, un compósito de sonidos y articulaciones donde se patentiza la evolución lenta del ruido a la palabra. Por exacta que nos parezca la armonía imitativa de una frase, el sonido de las palabras difiere tanto del ruido representado que se necesita insinuarlo para encontrar la relación. La mayor parte de las onomatopeyas son juegos pueriles de los escritores o curiosidades preconizadas por los gramáticos. Por rimbombante que sea un verso que imite el estampido del trueno, sólo el que entiende la lengua del poeta logra coger la armonía imitativa. ¿Quién que no sepa latín descubrirá en el famoso exámetro de Virgilio. . .
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Cierto, hay interjecciones iguales o muy parecidas en lenguas diversas; pero entre el (alalau! del indio peruano y el alalá del parisiense hay algo más que armonías imitativas, hay la expresión de dos sensaciones reflejas. Si toda impresión causa una sensación, tiende a exteriorizarse por tina reacción total del organismo, la misma impresión debe manifestarse en todos los hombres con reacciones semejantes. Por eso, hay siempre una remota similitud en las interjecciones de todas las lenguas: el dolor que hace decir ayayay al indio de la puna, hace también decir aïeaïeaïe al francés del bulevar.
Como en un escrito lo esencial es el sentido, es decir, la idea, al hacer de la palabra un mero instrumento de armonía se la convierte en un remedo estéril de la música. Cuando Lenau pensaba escribir...
La palabra no es imagen exacta de la cosa o del pensamiento sino el signo convencional para representarla, y nadie dirá que el vocablo monte sea como la fotografía de un monte ni que la voz dolor sea una figuración del dolor. Mientras pintura y escultura son imágenes de una idea que concebimos o de una cosa que vemos, la palabra es sólo una representación arbitraria, un símbolo convencional: fuera de la interjección (más grito que articulación) la frase no tiene vínculo estrecho con el pensamiento. . .
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