martes, 20 de febrero de 2007

La duda, de Salvador Bermúdez de Castro

En las altas columnas del templo
a las preces la lámpara llama:
lumbre triste y escasa derrama
que ennegrece la nave al redor.
Sólo el mármol de altares y tumbas
con su luz sepulcral se colora:
es el rayo de pálida aurora,
de una estrella el temblante fulgor.
Se engrandece y se espacia la mente
que en las losas del templo medita;
su carrera es entonce infinita:
su grandeza es entonce inmortal.
Al pensar entre tumbas ¿qué alma
su vivir congojoso quisiera?
¿Quién a Dios con fervor no pidiera
un olvido completo, eternal?
Esas luces que brillan y mueren
en las altas columnas macizas:
ese lúgubre altar, las cenizas
que la huesa en su centro ocultó,
todo anuncia morir: ¡ay! recuerdo
mi ventura de un tiempo pasado,
y mi pecho no late, asustado
a las voces de muerte que oyó.
¿Será cierto? Este templo espacioso
de tan alta y soberbia estructura,
esta nave, pacífica, oscura,
convidando mi labio a rezar:
esas altas columnas, el ara
que el incienso encapota sombrío,
¡Todo está cual la tumba vacío,
templo, nave, columnas, y altar!

¿Es verdad que esa luz misteriosa
que brillar en las lámparas miro,
no arrebata la mente en su giro
a una eterna existencia de amor?
¿Es verdad que postrada, piadosa,
en las alas del cántico el alma
no se eleva, en dulcísima calma,
hasta el trono de luz del Señor?

Cual la yerba arrojada en la roca,
que marchita allí crece, allí muere,
¿Viviré y moriré, sin que espere
otra vida, otra dicha, otra luz?
Aun en medio de altares y tumbas
mi terrible pensar me amenaza:
que si el mundo feroz me rechaza,
me rechaza también esa cruz.

¡Ay! la duda mi pecho devora:
infeliz, nada sé, nada creo:
una nube fatal sólo veo,
sin belleza, sin luz, sin color.
Porvenir angustioso, insensible
me presenta mi triste existencia,
que no tengo ninguna creencia
que me anime a su dulce calor.

En las sombras envuelto del templo,
mi rodilla en la piedra reposa:
menos yerta la fúnebre losa
está ¡ay Dios! que mi triste pensar.
¿Por qué siempre a la mente la dicha
seductora aparece y lejana,
como el sol con más luz se engalana
para hundirse después en la mar?

Todo huyó para siempre... Dichoso
a rezar con mi amada venía,
y el postrero reflejo del día
nos miraba en el ara a los dos:
no amargaban mis plácidos sueños
de la triste razón los pesares:
que en el aire, en la tierra, en los mares
contemplaba la imagen de Dios.

Su semblante de amor en el templo
a mi infancia feliz sonreía,
de su trono de luz bendecía
mi existencia dichosa y mi paz.
Y ahora sólo mi frente rodean
negras sombras de horrible tristeza,
que mi vida de calma y pureza
disipose cual niebla fugaz.

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