Canto las hazañas y al héroe (Eneida I 1-11)
Canto las hazañas y al héroe que, huyendo por imposición del destino, fue el primero en llegar desde las costas de Troya a Italia y a las costas de Lavinio. Lanzado durante mucho tiempo por tierra y mar por la violencia de los dioses del Olimpo a causa de la cólera siempre viva de la cruel Juno, fue víctima también de numerosos sufrimientos en la guerra hasta poder llegar a fundar una ciudad e introducir sus dioses en el Lacio. De allí nacieron la raza latina, los Padres de Alba y los muros de la altiva Roma.
Musa, recuérdame las causas: por qué ofensa a su divinidad, o por qué motivo de dolor, la reina de los dioses empujó a un héroe que se distinguía por su piedad a sufrir tantas desventuras y a afrontar tantos sufrimientos. ¿De tan profundo rencor están poseídos los espíritus de los dioses celestes?
Todos enmudecieron (Eneida II 1-13)
Todos enmudecieron y atentos mantenían el rostro fijo en él.
Entonces desde su alto diván el padre Eneas comenzó a hablar así:
«Imposible expresar con palabras, reina, la dolorosa historia que me mandas reavivar:
cómo hundieron los dánaos la opulencia de Troya y aquel reino desdichado,
la mayor desventura que llegué a contemplar
y en que tomé yo parte considerable.
¿Qué mirmidón o dólope o soldado de Ulises, el del alma de piedra,
contando tales cosas lograría poner freno a sus lágrimas?
Además ya va la húmeda noche bajando con presura desde el cielo
y las estrellas que se van poniendo nos invitan al sueño.
Pero si tantas ansias sientes por conocer nuestras desgracias
y escuchar en contadas palabras la agonía de Troya,
por más que recordarlo me horroriza y rehúye su duelo, empezaré.»
Muerte de Laocoonte (Eneida II 201-227)
Entonces otro espectáculo más imponente y mucho más terrible se ofrece a los míseros troyanos y turba sus corazones desprevenidos. Laocoonte, designado por sorteo sacerdote de Neptuno, se encontraba sacrficando ante los altares en los que se celebran solemnes sacrificios un toro de gran tamaño. He aquí que desde Ténedos, a través de la tranquila supefficie del mar, (me horrorizo al narrarlo) dos serpientes se tienden con inmensos anillos sobre el piélago y a un tiempo se dirigen a la orilla. Sus pechos erguidos en medio del oleaje y sus crestas sanguíneas sobresalen por encima de las olas, el resto de su cuerpo por detrás recorre el mar y enroscándose arquea sus inmensos lomos. En las aguas espumeantes se produce un chapoteo. Y ya habían alcanzado la ribera y con sus ojos ardientes ínyectados de sangre y fuego lamían con sus lenguas vibrantes sus silbantes bocas. Ante aquella visión huimos exangües. Ellas, siguiendo una trayectoria fija, se dirigen a Laocoonte; y primero ambas serpientes rodeando los pequeños cuerpos de sus dos hijos se enroscan y devoran con su mordisco sus miseros miembros; a continuación se apoderan del propio Laocoonte, que acude precipitadamente en ayuda de aquéllos con las flechas en la mano, y le sujetan describiendo enormes roscas; después de rodear dos veces su cuerpo por la mitad y de enroscar por dos veces en torno a su cuello sus espaldas cubiertas de escamas, sus cabezas y sus enhiestas cervices sobresalen por encima. El intenta desgarrar con las manos sus nudos; sus cintas sagradas están impregnadas de baba y negro veneno; al mismo tiempo alza hasta los cielos unos gritos horribles semejantes a los mugidos que lanza un toro cuando herido huye del altar y sacude con su cuello el hacha que no ha sido certera. Las dos serpientes deslizándose huyen hacia el templo situado en lo alto, tratan de llegar a la ciudadela de la cruel Tritonia y se refugian bajo los pies de la diosa y bajo el orbe de su escudo.
Encuentro con Helena (Eneida II 567-587)
Ya quedaba yo solo cuando veo a la hija de Tíndaro / que estaba vigilando la entrada en el templo de Vesta, / amparándose a ocultas en el sacro recinto. Las llamas del incendio / me dan la luz según voy caminando sin rumbo, / dirigiendo mi paso la mirada hacia todo. / Ella, Furia común a Troya y a su patria, ser odioso, / temiendo a los troyanos enojados con ella, por la ruina de Pérgamo / a par que la venganza de los dánaos y la cólera de su esposo abandonado, / a ocultas en cuclillas permanecía la lado del altar. / El alma me ardió en ira. Se apoderó de mí un furioso deseo / de vengar la caída de mi patria y tomarme el castigo de su crimen. / «¿Y ésta sin daño alguno volverá, por supuesto, a ver su Esparta / y su natal Micenas y en calidad de reina tornará con el logro de su triunfo / y verá a su marido y su casa, a sus padres y a sus hijos, / rodeada a su vuelta de un nutrido cortejo de troyanas y servidores frigios? / ¿Y para eso ha muerto a hierro Príamo y ha ardido Troya en llamas / y ha rebosado en sangre tantas veces la ribera dardania? / No será. Que si no da renombre glorioso castigar a una mujer / ni la hazaña depara honor alguno, me alabarán al menos por haber exterminado / a un ser abominable y aplicado el castigo merecido. Y sentiré el placer / de haber saciado el fuego de venganza y haber apaciguado / las cenizas de seres queridos para mí».
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