martes, 6 de marzo de 2007

ANTOLOGÍA, Horacio

Grecia cautiva... (Epístolas II 1, 156-160)

...Grecia cautiva a su fiero vencedor cautivó y las artes
llevó al rudo Lacio; así aquel horrísono
verso saturnio desapareció, y una grave lacra
los refinamientos disiparon; pese a ello, por largo tiempo
resistieron, y todavía resisten, los vestigios del campo.


Carminum I, 11 («Carpe diem»)

No pretendas saber, pues no está permitido,
el fin que a mí y a ti, Leucónoe,
nos tienen asignados los dioses,
ni consultes los números Babilónicos.
Mejor será aceptar lo que venga,
ya sean muchos los inviernos que Júpiter
te conceda, o sea éste el último,
el que ahora hace que el mar Tirreno
rompa contra los opuestos cantiles.
No seas loca, filtra tus vinos
y adapta al breve espacio de tu vida
una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy. Captúralo.
No fíes del incierto mañana.


Carminum I, 14 (La nave del estado)

¿Te llevarán al mar, oh nave, nuevas olas?
¿Qué haces? ¡Ay! No te alejes del puerto.
¿No ves cómo tus flancos están faltos de remos
y, hendido el mástil por el raudo Ábrego,
tus antenas se quejan, y a duras penas
puede aguantar tu quilla sin los cables
al cada vez más agitado mar?
No tienes vela sana, ni dioses
a quienes invocar en tu auxilio,
y ello por más que seas pino del Ponto,
hijo de noble selva, y te jactes
de un linaje y de un nombre inútil.
Nada confía el marinero, a la hora del miedo,
en las pintadas popas. Mantente en guardia,
si es que no quieres ser juguete del viento.
Tú, que fuiste inquietudes para mí
y eres ahora deseo y cuidado no leve,
evita el mar, el mar que baña
las Cícladas brillantes.


Carminum I, 23 (A Cloe)

Me evitas, Cloe, como el cervatillo
que por desviados montes busca
a su asustada madre, no sin vano
temor del aire y del follaje.
Si se agitan al viento las hojas del espino
si los verdes lagartos hacen que cobren
vida las zarzas, siente miedo,
su corazón tiembla, y sus rodillas.
Y, sin embargo, yo no te persigo,
como un tigre feroz o un león Gétulo,
para hacerte pedazos. Sólo quiero
que dejes de seguir a tu madre,
pues tienes edad ya de seguir a tu esposo.

Carminum II, 3 (A Delio)

Acuérdate de conservar una mente tranquila
en la adversidad, y en la buena fortuna
abstente de una alegría ostentosa,
Delio, pues tienes que morir,
y ello aunque hayas vivido triste en todo momento
o aunque, tumbado en retirada hierba,
los días de fiesta, hayas disfrutado
de las mejores cosechas de Falerno.
¿Por qué al enorme pino y al plateado álamo
les gusta unir la hospitalaria sombra
de sus ramas? ¿Por qué la linfa fugitiva
se esfuerza en deslizarse por sinuoso arroyo?
Manda traer aquí vinos, perfumes y rosas
—esas flores tan efímeras—, mientras
tus bienes y tu edad y los negros hilos
de las tres Hermanas te lo permitan.
Te irás del soto que compraste, y de la casa,
y de la quinta que baña el rojo Tíber;
te irás, y un heredero poseerá
las riquezas que amontonaste.
Que seas rico y descendiente del venerable
Ínaco nada importa, o que vivas
a la intemperie, pobre y de ínfimo linaje:
serás víctima de Orco inmisericorde.
Todos terminaremos en el mismo lugar.
La urna da vueltas para todos.
Más tarde o más temprano ha de salir
la suerte que nos embarcará
rumbo al eterno exilio.


Áurea medianía (Odas, II 10)

Más rectamente vivirás, Licinio,
si no navegas siempre por alta mar,
ni, mientras cauto temes las tormentas,
costeas el abrupto litoral.
Todo el que ama una áurea medianía
carece, libre de temor, de la miseria
de un techo vulgar; carece también,
sobrio, de un palacio envidiable.
Con más violencia azota el viento
los pinos de mayor tamaño,
y las torres más altas caen
con mayor caída, y los rayos
hieren las cumbres de los montes.
Espera en la adversidad, y en la
felicidad otra suerte teme,
el pecho bien dispuesto.
Es Júpiter quien trae
los helados inviernos,
y es él quien los aleja.
No porque hoy vayan mal las cosas
sucederá así siempre:
Apolo a veces hace despertar
con su cítara a la callada Musa;
no está siempre tensando el arco.
Muéstrate fuerte y animoso
en los aprietos y estrecheces;
y, de igual modo, cuando un viento
demasiado propicio hincha tus velas,
recógelas prudentemente.


Carminum III, 1 (A sí mismo)

Odio al vulgo profano y lo rechazo.
Tened las lenguas: sacerdote de las Musas,
voy a cantar versos jamás oídos antes
a los niños y a las doncellas.
A sus propios rebaños rigen
temibles reyes, y a ellos los gobierna
Júpiter, famoso por su triunfo Giganteo,
el que lo mueve todo con su ceño.
Sucede que un hombre alinea en los surcos
mayor número de árboles que otro hombre;
éste, de más noble linaje, baja
al Campo a competir; aquél,
mejor por sus costumbres y su fama
rivaliza con él; otro tiene mayor
cantidad de clientes.
Con justa ley, Necesidad
sortea a los notables y a los ínfimos:
una amplia urna mueve todo nombre.
Aquel sobre cuya impía cabeza
pende desnuda espada
no encuentra dulce el sabor de los festines Sículos
ni el canto de las aves y de la cítara
le devuelven el sueño. Ese sueño
apacible que, en cambio, no desdeña
la casa humilde del campesino,
ni la umbrosa ribera,
ni Tempe, el valle oreado por los Céfiros.
Al que desea sólo lo suficiente
no lo seduce el mar tumultuoso,
ni el ímpetu cruel de Arturo al ponerse,
ni el nacimiento de las Cabrillas,
las viñas azotadas por el granizo
o una finca mendaz, ya culpen sus plantíos
a las aguas, a las estrellas
que abrasan los campos
o a los inclementes inviernos.
Sienten los peces reducido el mar
por las moles lanzadas a sus aguas,
pues allí van a parar las piedras
que sin cesar arrojan el empresario con sus obreros
y el señor harto ya de tierra.
Mas Temor y Amenazas
suben adonde está el señor,
y la negra Inquietud no se separa
de su trirreme guarnecida de bronce
y cabalga tras él, jinete.
Y, si ni el mármol Frigio,
ni el uso de la púrpura más brillante que un astro,
ni la viña Falerna,
ni el costo Aquemenio
alivian el dolor del que sufre,
¿por qué voy a construir un atrio grandioso
con puertas envidiables, según el nuevo estilo?
¿Por qué voy a cambiar
mi valle de Sabina
por riquezas tan pesarosas?

Carminum III, 30 (A Melpómene)

Terminé un monumento más perenne que el bronce
y más alto que las regias Pirámides
al que ni la voraz lluvia ni el impotente Aquilón
podrán destruir, ni la innumerable
sucesión de los años, ni la huida de los tiempos.
No moriré del todo: una gran parte de mí
se salvará de Libitina. Creceré en los que vengan
tras de mí con gloria siempre nueva,
mientras suba el pontífice al Capitolio
junto a la virgen silenciosa.
Se dirá de mí, allí donde el violento
Aufido fluye ruidosamente y donde
Dauno, pobre de agua, reinó
sobre silvestres pueblos,
que, aunque de humilde cuna, fui capaz
el primero de trasladar la lira Eolia
a metros Itálicos. Toma, Melpómene,
para ti la gloria ganada por mis méritos,
que yo sólo quiero que ciñas de buen grado
mi cabellera con laurel Délfico.

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